miércoles, 24 de septiembre de 2014

El mal y lo siniestro como eje ficcional en Estrella Distante de Roberto Bolaño







GUADALUPE I CARRILLO TOREA






Estrella Distante es, posiblemente, una de las novelas mejor logradas de Roberto Bolaño. Concebida como novela corta, mantiene al lector en una constante tensión al narrar una historia en que el mal, y, más aún, lo siniestro se despliega a través de su protagonista: El joven Alberto Ruiz Tagle, más tarde  el teniente Alberto Wieder, miembro activo del ejército al mando del General Augusto Pinochet.

   Las acciones que realiza este personaje serán el hilo conductor de la novela. Si bien lo siniestro urde la trama en su totalidad, se pueden  apreciar tres partes bien definidas en las que, coincidiendo con Cristian Montes,  se hace presente el ritual del mal. Ya en el primer capítulo se muestra el verdadero rostro de aquel joven enigmático que asistía a los talleres literarios en la ciudad de Concepción. El hombre mesurado que no caía en provocaciones, no parecía experimentar pasión alguna y gustaba de escribir poesía, pasaba prácticamente desapercibido, de no ser por la atracción que su porte y buenos modales provocaban en  las mujeres que también iban al taller. Especialmente en las gemelas Garmendia, dos chicas que se habían convertido en las estrellas del grupo.

   La transformación del personaje, que aún utiliza su antiguo nombre, se presenta cuando visita a las hermanas Garmendia, que se han refugiado  en una casa de campo, herencia de sus padres, mientras pasan las primeras semanas  del vendaval social causado por la caída de Salvador Allende y el comienzo de la dictadura militar. Allí Ruiz Tagle mata a las jóvenes y a su tía con la destreza y la frialdad de un asesino consumado:

Unas horas después Alberto Ruiz-Tagle, aunque ya debería empezar a llamarle Carlos Wieder, se levanta. Todos duermen. Él, probablemente, se ha acostado con Verónica Garmendia…Lo cierto es que Carlos Wieder se levanta con la seguridad de un sonámbulo y recorre la casa en silencio. Busca la habitación de la tía. Su sombra atraviesa los pasillos en donde cuelgan los cuadros de Julián Garmendia y María Oyarzún junto  con platos y alfarería de la zona…Justo cuando se desliza al interior de la habitación escucha un ruido de un auto que se acerca a la casa. Wieder sonríe y se da prisa. De un salto se pone junto a la cabecera. Su mano derecha sostiene un corvo. Ema Oyarzún duerme plácidamente. Wieder le quita la almohada y le tapa la cara. Acto seguido, de un solo tajo, le abre el cuello. En ese momento el auto se detiene frente a la casa. Wieder ya está fuera de la habitación y entra ahora en el cuarto  de la empleada. Pero la cama está vacía. Por un instante Wieder no sabe qué hacer: le dan ganas de agarrar la cama a patadas, de destrozar una vieja cómoda de madera destartalada en donde se amontona la ropa de Amalia Maluenda. (1996: 32)

   Después del crimen, Wieder hace desaparecer los cadáveres;  meses más tarde, el cuerpo de Verónica Garmendia será encontrado en una fosa común. Este es uno más de los rostros que encarnan el mal: el desprecio hacia los cuerpos de los asesinados y la necesidad de ocultarlos como si se tratara de huellas fácilmente borrables. Sepultarlos en una fosa común, convertirlos en ceniza, arrojarlos al mar, serán algunas de las prácticas más recurridas por los regímenes dictatoriales a los que se hace alusión en la novela.

    Su siguiente aparición, considerada como la segunda parte de ese ritual siniestro,   será cuando Wieder se presente como militar, experto aviador que pilotea máquinas de la segunda guerra mundial. El narrador, que funge como testigo y en otras ocasiones como personaje secundario, reconoce a Wieder en el piloto que realiza vuelos rasantes sobre el cielo santiaguino. Alberto B, el narrador, está temporalmente preso y en el patio de la cárcel ve con pasmo que ese acróbata del aire es Ruiz-Tagle convertido en teniente. Wieder escribe versos bíblicos en latín. Ese recurso hiperbólico, muy propio del estilo de Bolaño, a través del cual Wieder se manifiesta públicamente como un individuo de gran erudición, aristocratiza el mal, ubicándolo dentro de una atmósfera de pureza, en la cual el exterminio humano es visto como un acto  de designio divino, que el ejecutor realiza con la más absoluta indiferencia, o incluso como una obligación imperante. Cristian Montes, especialista en la obra de Bolaño, nos explica a propósito de los versos escritos en el cielo:

En el ritual del mal activado, las frases bíblicas actuarán como una amenaza en sordina para todos los que no comparten la teoría de la pureza a la cual adhiere Wieder, misión que lo erige como un ángel, pero, como dice uno de los presos políticos: “el ángel de nuestro infortunio”. Wieder impondrá en los otros el poder que adjudica a las entidades superiores que nutren su radical megalomanía…La pureza conquistada y la eliminación de toda suciedad –en este caso los opositores al régimen militar- implica la superación de valores como la compasión, la piedad y cualquier límite que imponga la moral de los hombres. El poeta del aire que asesina, pero que también ama los crepúsculos y la belleza en sus múltiples formas, se comporta como un ángel exterminador que hace de la seducción el dispositivo visible de la maquinaria del mal. [2]

   La reflexión de Montes nos encamina hacia la expresión de lo siniestro en su más elevada posibilidad: el poder de la palabra que se emparenta con el arte y con la gloria misma.  El narrador explica: “Por entonces Wieder estaba en la cresta de la ola. Después de sus triunfos en la Antártida y en los cielos de tantas ciudades chilenas lo llamaron para que hiciera algo sonado en la capital, algo tan espectacular que demostrara al mundo que el nuevo régimen y el arte de vanguardia no estaban, ni mucho menos, reñidos” (1996:  86).

    Así lo veremos en el siguiente espectáculo que realizará Wieder en los cielos santiaguinos. Aquel estuvo signado por los malos augurios de un clima enrarecido, lleno de nubes y de inminentes chubascos. Sin embargo no impidió que el discurso lapidario de Wieber se hiciera presente. El primer verso que se dibujó decía: “la muerte es amistad”; para continuar con un segundo verso: “La muerte es Chile”, y otro más: “la muerte es responsabilidad”. De los nueve versos escritos en el aire la palabra muerte estuvo presente como sujeto indiscutible. Al final Wieder escribe: “La muerte es mi corazón”, para concluir: “toma mi corazón”.[3] La muerte se presenta no solo como la salida que cualquier régimen autoritario utiliza, va más allá. En este caso  involucra el sentido de pureza, que ubica al asesino como ese ejecutor sin vacilaciones, que no solo siente que cumple mandatos superiores, sino que banaliza el mal, convirtiéndolo en lugar común.

   La compleja elaboración del personaje nos lleva a reflexionar sobre lo que muchos autores se han planteado acerca de la formación intelectual de asesinos cuya erudición descollaba socialmente. Al respecto Steiner afirma: “Sabemos que algunos hombres que concibieron y administraron Auschwitz habían sido educados para leer a Shakespeare y Goethe, y que no dejaron de leerlos” (Steiner, 2003: 19). Si bien el sentido ético de la vida no está reñido con la cultura, tampoco es su alma gemela; la novela será un ejemplo fehaciente de ello y de la manera en que el poder totalitario deviene en monstruosas expresiones de maldad. La literatura ha ido registrándolo a lo largo de la historia. De esa novela negra que se centraba en la investigación de crímenes propia del género policiaco, vemos que en el siglo XX el mal se diversifica en amplios modos: el que viene del caos urbano, de la inseguridad y la delincuencia, como podría verse en las novelas narcos, y aquel otro que describe la barbarie cometida por regímenes totalitarios. Es la perversión del poder que se enquista en sociedades enteras, impulsándolas a perpetuarse mediante actos de la más pura abyección. La segunda Guerra Mundial en Europa y las dictaduras en América Latina delinearán formas distintas de representar el mal en la literatura.

   La tercera etapa del ritual del mal se da de manera inmediata. Wieder prepara una exposición de fotografías en la habitación que se le ha alquilado. Invita a diferentes grupos de amigos, casi todos militares, y después de una larga espera, permite que entren de manera individual. Dentro, y para pasmo de la mayoría, Wieder ha colocado en la pared fotos de cadáveres, de desaparecidos y, también, de conocidos: “Según Muñoz Cano, en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea”. (1996: 97). En  esta oportunidad se acentúa el sentido de lo siniestro, transformándose en una ceremonia de sadismo exacerbado. La maldad en estado puro se revela sin titubeos, sin un solo gesto de pudor.
   A pesar de que el evento fue denunciado y Wieder expulsado  del ejército, los militares en funciones dieron muestras de una débil sed de justicia. Fue citado en varias ocasiones a juicios a los que no asistió y nunca fue sentenciado.

   Hasta aquí podríamos establecer la evolución de esta singular presentación del mal. Hay, sin embargo, un último detalle de la sordidez que siempre acompañará a Wieder.  El personaje se exilia en Europa pero es buscado para que la justicia se concrete a través de la mano  de Abel Romero, “uno de los policías más famosos en la época de Allende” (P. 121), según palabras de Arturo B. Romero había aceptado la tarea de eliminar a Wieder por una suma de dinero millonaria.  En su pesquisa descubre que la perversión sigue siendo el gesto frecuente de Wieder: el ex teniente chileno trabajaba en España como fotógrafo de películas pornográficas; actores y actrices son encontrados muertos, días después,  por una mano desconocida. El narrador había sido contratado  por Romero para que confirmase  la identidad del sospechoso, a quien encontraría en  un bar semivacío de la costa española. Se omite el asesinato de Wieder por manos de Romero; solo se insinúa su veracidad.


Estrella Distante es la quinta novela publicada de Roberto Bolaño en 1996. Ese mismo año también publicó su libro de relatos La Literatura Nazi en América. En palabras de su autor, se trata de “una antología vagamente enciclopédica de la literatura filonazi producida en América desde 1930 a 2010…”. No son, pues, relatos y vidas de nazis como tal, sino de individuos o grupos cuyo comportamiento pareciera imitar el sadismo y la indiferencia con la que los grupos militares alemanes de la segunda guerra mundial hicieron uso de la maldad.

   El último relato de La Literatura Nazi en América  titulado “Carlos Ramírez Hoffman. Santiago de Chile, 1950-Lloret de Mar, España, 1998” cuenta lo que después se ampliará en Estrella Distante. La referencia a la génesis de la anécdota viene a cuento por la similitud -prácticamente un calco del anterior texto- de ambas historias. Podría hablarse de intertextualidad, que la hay. Sin embargo, las semejanzas, incluso los párrafos arrancados de un relato para trasladarlos al otro, aluden más bien a una copia extendida, quizás más trabajada a nivel argumental y con un mejor delineamiento  de sus personajes.  Pero copia al fin.

    Aunque el propio Bolaño mencionó los orígenes de la novela, sorprende que algunos críticos no mencionen este auto-plagio. Quizás la fama o el prestigio alcanzados en vida, y más aún en la memoria colectiva después de su muerte, ayuden a que esas fallas pasen de largo.



  

BIBLIOGRAFÍA

Bolaño, Roberto. 1996. La Estrella Distante. Editorial Compactos Anagrama. Barcelona, España. 157 Pp.
______________. 1996. La Literatura Nazi en América. 1996. Editorial Anagrama. Barcelona, España.
Steiner, George. 2003. Lenguaje y silencio. Ensayos sobre literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona, Gedisa.

Hemerografía
Cristian Montes. “La seducción del mal en Estrella Distante de Roberto Bolaño. Revista Mitologías Hoy. Volumen 7. Verano del 2013. Chile



[2] En el artículo “La seducción del mal en Estrella Distante de Roberto Bolaño.  Revista Mitologías Hoy. Volumen 7. Verano 2013. Página 91.
[3] Los versos arriba citados se encuentran en su totalidad entre las páginas 90 y 91.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

ESA SORPRESA INTERMINABLE


GUADALUPE I CARRILLO TOREA


   La facultad de humanidades convocaba a nuevos grupos de alumnos a participar en el programa de Maestría y Doctorado en Humanidades. Uno de los muchos requisitos que se les exigen a los estudiantes es la asistencia a lo que bautizaron “curso de inducción”. Es decir que nosotros los profesores debemos inducirlos, inclinarlos, arrastrarlos al mejor puerto posible: la realización de un proyecto de investigación coherente con las especialidades escogidas que más tarde se convertirá en su trabajo de tesis. Con él podrán alcanzar el grado al que aspiran.

   Por fortuna para mí, estoy tanto en el área de Estudios Latinoamericanos como en el de Estudios Literarios. Tendría por tanto dos sesiones de curso de inducción. La de Latinoamericanos fue la primera: unos trece alumnos escuchaban con interés y un dejo de temor ante lo desconocido lo que les explicaba: mi línea de investigación, las publicaciones obtenidas producto de esos trabajos, los proyectos actuales. Les relataba mi cartografía académica, que se mezclaba inevitablemente con la de mi vida,  con mis inquietudes. Esos trabajos que, si bien teóricos, te suavizan la corteza interior hasta convertirla en piel de algodón.

   El turno siguiente fue para los chicos de Estudios Literarios. Mi especialidad en letras hizo que entrara al aula con la convicción de quien se sabe en terreno familiar: toda mi formación universitaria se centra en las letras: licenciatura, maestría, doctorado, y mi relación con la literatura ha sido de apego absoluto. Es un amor sin fisuras.

   Previamente había enviado por correo electrónico a los alumnos una investigación mía sobre el discurso narco. En ella abordaba la crónica y la novela que asumen el tópico en toda su amplitud. Unos doce chicos escuchaban los avatares que tanto la universidad como el sistema educativo en turno nos lleva a enfrentar. Unos años nos pedían investigación solitaria. No se podían anotar dos personas en un mismo proyecto, era el individualismo llevado a su máxima expresión. En el último sexenio panista fue al revés: No solo estabas obligado a hacer tus proyectos en grupo;  para tener identidad en la universidad  había que formar parte de un Cuerpo Académico, constituido por tres investigadores como mínimo. Tus trabajos, publicaciones y participaciones en congresos u otros eventos se harían en grupo.

   El cambio lleva también a que la mirada del especialista amplíe sus horizontes. Si desarrollo una investigación y miro en ella lo literario, no puedo dejar de lado la multidisciplinariedad. Estos cambios que nos va regalando el andar universitario te desvía de rumbos unívocos y te concede flexibilidad; lo plural viene a ser la clave para la inclusión.

   Con estas reflexiones inicié mi diálogo con los chicos. Después de mostrar publicaciones y contar el ir y venir de lecturas, escritura y largas horas de estudio, les pregunté por sus proyectos de tesis: Uno había decidido estudiar los caligramas en la obra de Octavio Paz. Otro más, las imágenes poéticas como generadoras de conocimiento. Una tercera me habló de su gusto por la teoría literaria y especialmente por el estructuralismo, así que quería ahondar su estudio en esta rama. El siguiente quería hacer un estudio comparativo en la obra de Mariano Azuela. Prácticamente todos los chicos se inclinaban hacia investigaciones de orden teórico, ultra especializadas. A partir de ahí mi atmósfera interior empezó a enrarecerse. Que la práctica literaria sea la suma de disquisiciones abstractas, o terminologías infinitas; que acercarse a la literatura implique el aislamiento de todo lo demás que no sea el arte en sí mismo, creía yo, era un asunto no solo superado, sino francamente erróneo.

   El ambiente empezó a caldearse cuando pasamos a los comentarios sobre mi estudio del discurso narco. Un chico comentó en tono de indignación contenida, la pertinencia de una investigación semejante. No solo por la inevitable propaganda que se le hace al tema, sino también por el valor artístico de aquellos discursos. Hablaban de lo transitorios que podrían ser y de su muerte prematura.

   La chica que le encantaba el estructuralismo señaló que se sentía tan ajena al tópico que no tenía nada que opinar. Ahí me dejé llevar de mi condición de primera oradora, y le insistí que tenía que comentar “algo” del artículo. Es que creo que no es literatura, fue su lacónico comentario. Ya a esas alturas del asombro, no hubo disimulo en mi reacción: Jóvenes, les dije alarmada, quieren convertir a la literatura en un punto microscópico. No olviden que el texto literario representa lo que nos rodea, la historia del hombre está allí. De suyo, la literatura no podría nunca desvincularse de la vida cotidiana y de aquella más hiperbólica.

   El diálogo, si bien alcanzó tonos bastante bizarros, no llegó a la separación sino al consenso. Admitieron la apertura que ha alcanzado el espectro que llamamos literatura: no hacerlo sería dejar fuera los discursos de las minorías, llámense poesía femenina, literatura testimonial, narcoliteratura…antipoesía, poesía conversacional. Tantas expresiones que se han incorporado a ese decir,  a ese pronunciar el arte con todos sus  ricos matices.


   Si arrinconamos a la literatura, dejará de ser esa expresión de las humanidades que tanto la enaltece.

miércoles, 13 de agosto de 2014

LOS IMPRESCINDIBLES




 Guadalupe I Carrillo T




La noticia de la muerte del actor Robin Williams resulta no solo dolorosa, es cruel; se engarza dentro de ese terrible remolino que es el absurdo de donde salió contaminado por la derrota. Su carrera artística de impecable factura, contaba con el sello indeleble de la mirada comprensiva hacia un ser humano que se sabe frágil, débil en su estabilidad y, por ello, profundamente compasivo.
   La risa fácil que era capaz de hacer brotar en los numerosos espectadores que disfrutamos hasta las lágrimas de su humor contagioso y magistral será la imagen imborrable de nuestro ya añorado Robin. Porque cuando un ser humano es, por naturaleza, luminoso, su presencia resulta imprescindible.
    De las numerosas películas que protagonizó, rescato “La Sociedad de los poetas muertos”, película estrenada en 1989, con el guion de Tom Schulman que adaptó al cine la novela homónima de la norteamericana Nancy H. Kleinbaum. La historia asentada en 1959 nos muestra la experiencia de un grupo de jóvenes de entre 16 y 18 años de edad que entran a cursar sus últimos años de preparatoria en la famosa Academia, una de las instituciones más prestigiosas de Estados Unidos, cuyo legado más robusto se traducía en el más rancio conservadurismo; en la preservación de los valores que por décadas los norteamericanos consideraban pilares de la moral y buenas costumbres: “Tradición, Honor, Disciplina y Excelencia”, era el lema que hacían recitar, como un ensalmo,  a sus estudiantes para que, quizás, les entrara a la piel, o a ese inconsciente que los sistemas dominantes desean manipular en las masas, con la tenacidad de un ladrón.
   John Keating, encarnado por Robin Williams, era el nuevo profesor de literatura de la institución. A pesar de que las generaciones anteriores se habían enfrentado al estudio de la literatura desde la mirada miope de una tradición anquilosada, Keating abrió el horizonte interminable de la belleza: la poesía sería para los estudiantes el nuevo y desconocido timón con el que recorrerían los mares de su mundo interior. De la mano de la poesía, Keating les enseñaría ángulos impensables desde donde la vida se convertía en   caleidoscopio.
   El juego entre lo literal y lo metafórico empleado por el profesor –les animó a mirar alto y para ello todos tenían que subirse a los pupitres- surtió un efecto curativo que rayaba en lo milagroso: los jóvenes dejaban de lado la opresión asumida por padres y maestros y tomaban las riendas de su felicidad. Para ello era inevitable el choque de generaciones y lo que había comenzado como una terapia liberadora se convirtió, a la larga, en el drama de quienes sucumben al sistema represor.
   Sin embargo este final inevitable no deviene en catástrofe para todos. A los jóvenes los había tocado la poesía en el rincón más claro de sus almas. La literatura los había convocado a ese paraíso que se llama libertad de pensar. Lo que parecía intocable se convirtió en lugar común: también ellos podían romper amarras en busca de nuevos horizontes.
   El profesor Keating dejó de lado la teoría y les mostró el rostro real de la literatura: representar la vida con la palabra exacta, llamar al ser humano por su condición más noble, incluir la belleza en el vocabulario cotidiano: ¡Oh, capitán! ¡Mi capitán! –eran los versos de Wall Whitman que recitaba Keating- “Levanta y escucha las campanas/ levántate, por ti se ha izado la bandera, por ti vibra el clarín”. Los versos que Whitman dedicara a Lincon, eran repetidos por el profesor como ese mágico conjuro que invitaba a los chicos a izar sus propias banderas con el aire limpio de otras costas.

   Ese era también Robin Williams; la mágica sensibilidad que brotaba en sus actuaciones nos hablaba de un hombre conocedor de bajezas y noblezas, de allí su insistente comprensión del ser humano que se visualizaba a través de sus incontables actuaciones. Hay un duelo en el aplauso. Robin Williams pereció tras luchar muchos años contra una insalvable tragedia personal. Su recuerdo quedará, para nosotros, intacto. 

lunes, 4 de agosto de 2014

¿Vacaciones?

Guadalupe I Carrillo T

La prolongada rutina laboral llegaba a su fin, o a su paréntesis, para ofrecernos unos días de descanso. Tendríamos dos semanas de vacaciones en las que habíamos planificado salir cuatro días a la bella y siempre sorprendente ciudad de Oaxaca.  El viaje en carro era inevitable pues con nosotros viajaban también libros, sillas, neveras y mucho entusiasmo para compartir con seres entrañables que nos esperaban.

   Salimos  las nueve de la mañana de la Marquesa; el tráfico era fluido, sin dejar de lado el tropezón de un gran camión que encontramos varado entre una barda del carril de ida y la otra del regreso. Grúas, ambulancias, bomberos trataban de levantar la imprudencia de aquel camionero que se traducía en el enganche de su camión sobre las murallas viales. El episodio había ocurrido muy poco tiempo antes y esto nos permitió pasar el atolladero con relativa rapidez; unos quince minutos perdidos fue el saldo registrado del incidente. Sin embargo quizás era el signo premonitorio de lo que se convertiría nuestro viaje: un clamor unánime frente al caos nacional llevado a la vía pública.
Había transcurrido una hora de trayecto. El recientemente inaugurado Circuito exterior Mexiquense, que bordea gran parte de los estados que nos separaban de Oaxaca, se veía espléndido  en su amplitud y luminoso bajo los rayos del sol. Esa luz se convirtió en calor sofocante cuando nos detuvimos ante una interminable fila de autos y camiones de dimensiones gigantescas. Estábamos atorados en una kilométrica cola que se perdía en el horizonte. De inmediato el internet portátil cumplió con su labor informativa. Cinco minutos más tarde leía los titulares que explicaban lo ocurrido: Los habitantes del municipio mexiquense de Nextlalpan habían tomado las casetas de peaje de la ruta de ida y de vuelta y no dejaban pasar ningún vehículo desde la madrugada de ese día. Habían estado sometidos a constantes robos, invasiones de predios y no soportaban un segundo más de indiferencia de parte de las autoridades. La rabia se había alzado en son de guerra y ni siquiera la presencia de los granaderos y de la policía municipal los harían cambiar de opinión.
   Pero los que estábamos allí, muchos  sumidos en absoluto desconocimiento de la raíz de tal desastre, empezábamos a resentir el lado injusto que nos regalaban. Ni para atrás, ni para adelante. Nadie se movía; la mayoría empezaba a bajarse de sus autos haciendo amistades provisionales que solo estos escenarios nos permiten realizar generosamente. El sol picaba en la piel y en el ánimo que se desgastaba minuto a minuto. Habían pasado ya dos horas: nos comunicábamos con la familia de Oaxaca, con las autoridades de las casetas de cobro; reclamos, voces que alzaban la desesperación y la impotencia. La mayoría de los allí detenidos eran traileros acostumbrados a maratones viales, a horas interminables dentro de sus cabinas. Algunos decidieron lavar las trompas de aquellos monstruos de acero, otros avisaban no solo su tardanza; avizoraban la pérdida de todo el día en aquella pista. Nosotros, lamentablemente, apostamos por la desesperación y decidimos buscar alguna salida, aunque esta supusiera desviarnos de la ruta más directa hacia Oaxaca. Estábamos a unos metros de la salida a Querétaro, Algunos camiones que nos impedían el paso lograron arrimar su lomo de metal y eso nos permitió que unos cincuenta carros nos deslizáramos por esta alternativa. De los autobuses de pasajeros se descolgaban como changos mujeres, hombres y niños que optaban por este otro acceso en otro camión que los llevara a otra ciudad. La apuesta era salir de esa cárcel monumental donde no había rejas, ni techo, ni puertas o ventanas pero en la que la libertad era tan improbable como lo sería en las celdas de alta seguridad.
   Al fin salimos de aquel laberinto borgeano. Al atravesar Zumpango, el poblado más cercano, nos encontraríamos con el Arco Norte, un nuevo camino que nos llevaría a la ciudad de Puebla y de ella a continuar hacia Oaxaca. Sin embargo  ese lunes no soplaban aires de buena suerte. Zumpango se prolongaba como una pesadilla y el llamado Arco Norte se hacía cada vez más inalcanzable. Después de cientos de preguntas a peatones de aspecto vernáculo, logramos salir de aquel atolladero que se llama desconocer una senda. Al fin palpábamos el lugar común y el viaje continuó.
   No soy supersticiosa; más bien me calificaría de poco crédula de aquello que no soy capaz de ver. Esta vez fue distinto, parecía que la mala suerte se colaba en nuestro carro para quedarse: a 40 kilómetros de la ciudad tuvimos que realizar otra larga parada: estaban reconstruyendo la carretera y esta se reducía a un solo carril. A nosotros nos tocó esperar a que la fila de los carros de ida pasaran. Y ya en la ciudad se celebraba la fiesta estatal más importante: La Gelaguetza se presentaba con todo su esplendor en el auditorio de Cerro del Fortín. El movimiento de las distintas delegaciones que van a la fiesta llevando sus ofrendas nos obligó a desviarnos por el centro de la ciudad y dar infinidad de vueltas antes de que un taxi nos aterrizara en nuestro destino: zona de fácil acceso pero que esa noche ya no encontrábamos. Nuestro viaje que debía tener una duración de unas seis horas se extendió al doble: hicimos doce horas de trayecto.
    Desafortunadamente esta pequeña odisea de asfalto, producto del hartazgo de pobladores a los que no se les escuchan sus peticiones, a quienes se les abandona en su precariedad, se extendió en los cuatro días que estuvimos en Oaxaca. El día martes unos cien choferes de camiones de carga de la Confederación Nacional de Transportes de México –CTM- apostaron sus vehículos en fila en el carril de alta velocidad a lo largo de toda la ciudad de Oaxaca. Allí estuvieron dos días. Se enfrentaban a los dirigentes del Consejo Nacional de la Productividad pues los acusaban de ser responsables de la muerte de Giovani Delfino Cano, un joven de 25 años que fue baleado el 30 de enero. El día 30 de julio, uno antes de nuestro regreso a la Marquesa, ambos grupos se golpearon a pedradas y garrotazos, dejando camiones calcinados y un buen número de heridos.
   Pero esto no fue suficiente. Ese mismo día treinta nos acercamos al centro de la ciudad. El zócalo de Oaxaca es uno de los más bellos y vistosos que he conocido en México. La alegría se cuelga de las ramas de los árboles, de los juguetes infantiles y de una marimba incansable que pareciera decirnos que también allí la ternura es posible. Al llegar a ese zócalo añorado me quedé helada: una abigarrada montaña de tiendas de campaña invadía todo. Los maestros de la sección 22 lo habían tomado para estar allí día y noche. De esa forma daban su voz de alerta a la posible aprobación de la ley educativa sin que se tomara en cuenta el consenso magisterial.
    Pero la guinda no fue esta. Aún nos esperaba el día de nuestro regreso, el 31 de julio, una manifestación a pie de cientos de personas que nos cerraban el acceso a la salida a México. Solo nos faltaban dos cuadras para llegar a ella. Tuvimos que bordear por horas la ciudad colapsada, en la que sus habitantes solo conocen el alarido como la ruta irreversible para ser vistos, o por lo menos, para no ser, de nuevo, esquivados por la indiferencia.
   Que un país funcione en estos términos, que grupos minoritarios opten por la irracionalidad y el zafarrancho en su versión más hiperbólica para lograr que los tomen en cuenta, nos habla de un deterioro moral, político y social que toca alarmas incendiarias. No dejes, México, que esta marea cubra tu bella tierra y tu enorme riqueza. Mis granos de arena son, pues, estas palabras.


domingo, 13 de julio de 2014

La región vacía: Después de la caída



 Guadalupe Isabel Carrillo Torea

“Además de sembrar la muerte, sembrarían el azar de la muerte”.
Mario Szichman

La narrativa que  Mario Szichman ha ido ofreciéndonos por décadas se ha ubicado en dos vertientes: una inicial donde se rescata las raíces judías de su autor y la experiencia que ese pueblo ha vivido en tierras latinoamericanas después del exilio europeo; allí  encontramos a Los judíos del mar dulce, publicada en 1971 y reeditada en 2013 y  A las 20:25 la Señora pasó a la inmortalidad, de 1981. La otra, aún más prolífica, se ubica en lo que conocemos como novela histórica tradicional. Desde la premiada novela Los papeles de Miranda, que sale a la luz en el 2000, pasando por  Las dos muertes del general Bolívar  (2004, 2012), y Los años de la Guerra a Muerte  ( 2007, 2013) y concluyendo con la reciente publicación de Eros y la doncella (2013) por la Editorial Verbum, de Madrid en la que se pone en escena los demenciales años de la Revolución francesa.
   En esta ocasión, Szichman vuelve a sorprendernos con la publicación de La Región Vacía 2014, de nuevo con la editorial Verbum, que ya se encuentra a la venta en versión impresa y digital. El lector se enfrenta a un argumento de orden histórico que complica la categorización que ha venido dándose en la crítica tradicional sobre la novela histórica: se trata de un acontecimiento ocurrido recientemente, que supuso un parte aguas no solo  en la historia nacional de Estados Unidos, sino de todo el orbe: la caída de las torres gemelas en Nueva York.
   Tanto el autor como muchos de sus lectores  vivimos en aquel 11 de septiembre del 2001 –virtual o físicamente- la tragedia  que se narra y las nefastas consecuencias que  ocasionó a nivel internacional. Artistas de distintas disciplinas han dado cuenta del hecho. Por ello el trabajo de puesta en escena supone, para el autor, un reto mayor: cómo abordarlo desde otro ángulo en el que se pueda decir lo innombrado. Szichman lo logra ampliamente en estas páginas. El autor se distancia del tópico cliché que hemos encontrado en novelas y películas, esto es, resaltar la vida de las víctimas ya idealizadas, y de sus familiares  desde un agigantado sentido de drama épico.
    El tono del narrador baja sus decibeles y recurre a la sobriedad, para hurgar en la minucia; en los personajes famosos como Osama Bin Laden o George W. Bush, y en los anónimos que tuvieron protagonismo como los anteriores. Se detiene, a través de la narración de los hechos,  en razones y sinrazones; cuestiona la victimización sistemática que sirvió para beneficio político y  comercial;  en el fetichismo que se desencadenó en la búsqueda de los restos de aquellos que, simplemente, se habían evaporado en la pira demoledora en que se convirtió el World Trade Center.
Szichman reflexiona en torno a la satanización de quienes llevaron a término el estallido de los aviones comerciales;  revisa sus razones últimas y nos advierte que, como seres humanos, todos estamos conformados por aquello que delineó nuestro perfil interior. El narrador explica, al referirse a los piratas aéreos: “La furia de todos ellos, una furia incubada en siglos de frustración, apaciguada en cinco rezos diarios, propulsada por la injusticia, atenuada por escasos momentos de ternura y espoleada por la aflicción, por la eterna aflicción, movería edificios enormes, disiparía hasta sus cimientos. Sus vidas se disolverían en un instante sin dolor, como si nunca hubieran existido” (p. 62). Igualmente reconoce la manipulación de la que fueron objeto los familiares que, sin darse cuenta, desdibujaban el rostro real de sus muertos para reconstruir uno a la medida de sus nostalgias. Al referirse a la protagonista madre de dos víctimas, explica el narrador: “Comenzó a frecuentar un grupo de familiares de víctimas tratando de mostrar compasión, pero ya a los pocos días descubrió que los muertos de todos esos familiares se habían hecho más buenos gracias a la muerte”. (p. 67).
    La interpretación de esta monumental tragedia, llevada de la mano de una prosa impecable, es uno de los grandes aciertos de Szichman. Personajes y hechos pasan por el filtro de las motivaciones explícitas y soterradas que explican de otro modo acciones y reacciones. Por ejemplo abunda en la inestabilidad material de las torres desde su diseño y construcción. Cuando fueron calificadas como las más grandes del mundo, los dispositivos de seguridad habían hecho alarde de una  fortaleza que hablaba de la precariedad de la que se sujetaban los dos monstruos de concreto (ver p. 48). La simulación era el tácito lema a seguir por autoridades y agencias comerciales que veían exclusivamente sus beneficios, no los de la colectividad.
  Se hace referencia del alambicado sistema que ofrecía el FBI para confirmar la seguridad máxima nacional. La realidad que se puso al descubierto después del atentado fue otra: constantes errores por parte de los encargados de la supervisión de los aeropuertos, omisiones a gran escala, advertencias en las que se veía claramente la próxima emergencia nacional fueron insuficientes y hasta ignoradas con premeditación por parte de la agencia: “Tantas cosas que podrían haber salido mal. En primer lugar estaban los controles de seguridad en los aeropuertos. ¿Cómo harían los 19 miembros de Al-Qaida para atravesarlos? Pues de la manera más inepta posible. Las sirenas de alarma se activaron a cada paso, lejos de causar aprensión, facilitaron el operativo. Los seres atolondrados suelen despertar menos sospechas que quieres se pasan de vivos” (p. 59), nos aclara el narrador. La presencia del personaje Patrick Cassidy, ex funcionario del FBI que había sido retirado de su cargo, al que en un último momento se le asigna la seguridad de buena parte del World Trade Center, confirma la laxitud con la que había  sido asumida las señales de alarma de un ataque próximo a las torres. A la crítica del sistema de seguridad, se suman las del poder; la fría y premeditada violencia, el fanatismo religioso, los mesianismos ancestrales.
   La polifonía de voces que allí encontramos nos dan un panorama totalizador donde lo humano y sus meandros más profundos se yerguen como única excusa, o razón última posible. De allí que podamos ver la estructura novelística como un gran collage en el que convergen los hechos, sus ejecutores, las víctimas, y ese “día después” en el que tanto autoridades como hombres de a pie no sabían cómo enfrentar el vacío al que se les había orillado.
    En este impase que se prolonga a lo largo de toda la novela brotan sus dos protagonistas: Marcia, madre de dos ejecutivos que mueren dentro de la Torre Norte, y Jeremiah, periodista que cubrirá las calamitosas secuelas de la destrucción de las torres. Sus dramas personales se entretejen con este otro macro- drama. La afición de Marcia a la composición de collages la convierte en el espejo de ese collage mayor que es la novela. Ella utiliza materiales variados para sus obras: recortes de revistas, fotografías,  trozos de tela, pinturas…el novelista recurrirá igualmente a muy diversos escenarios, y a un número importante de miradas: la mesiánica de Bin Laden, la insegura de Bush, la sufriente de Marcia y la impersonal de Jeremiah, como una suerte de llamado a la reflexión sobre la verdad última de los acontecimientos.
   No se pretende justificar lo sucedido. La novela viene a ser un ejercicio de comprensión que permite a su autor re-escribir una historia para entenderla como parte constitutiva del mundo.  Si bien la muerte es el desenlace  para casi todos los personajes que habitan la novela, también en sus páginas se da la bienvenida a la vida que, sin alardes, se acepta como una bendición. De allí que la cotidianeidad emerja inevitablemente al mostrarnos, en ese gran collage, sucesos en apariencia banales que se convierten en el guiño de su autor para suavizar el  tono dramático que el hecho de suyo posee. Veremos entonces la visita de Marcia a su tío Augustus, dramaturgo venido a menos, que la invita a la puesta en escena de una obra teatral donde el absurdo se hace presente. La obra se había representado durante años sin ninguna modificación, aunque el tío acuñaba siempre que se trataba de una nueva. Y su título, “La luciérnaga” no coincidía con un guion en el que jamás se le mencionaba. Sin embargo para el tío toda justificación era posible al señalar que se trataba “de una obra de vanguardia”. 
   El énfasis en el histrionismo, que ya se ha visto en otras novelas de Szichman, como es el caso de Eros y la Doncella, se repite en La región Vacía. Así lo vemos en la extraordinaria escena en la que Bin Laden señala con sus manos el número de los impactos de los aviones en el atentado milimétricamente organizado por él. El arrobamiento con el que el terrorista va contando uno a uno los choques de aquellos aviones, presagian la razón final de sus motivaciones: eliminar el poder hegemónico de Estados Unidos; una tarea que asume como  encargo divino.
   La calidad argumental de la novela va de la mano de una esmerada prosa que evita dramatismos o tonos sensacionalistas. La palabra de Szichman tiene la mesura de quien conoce de cicatrices, abandonos y también de hallazgos felices, por ello la belleza deviene en ahínco, en énfasis inevitable. La capacidad del autor de encarnarse en sus personajes y reproducir la sensibilidad que los caracteriza es realmente magistral. La nitidez de la tristeza, o el fervor de la alegría se explayan en sus páginas para ofrecernos historias saturadas de claroscuros tal como lo es, ya sabemos, la vida.

viernes, 23 de mayo de 2014

La ceniza que nos cubre





Guadalupe I Carrillo T


La infancia, esa etapa de la vida tantas veces celebrada por poetas y trovadores, no siempre luce con luz propia. Tiene, como todo lo que atañe al ser humano,  claros y  oscuros. En esa bruma que se llama recuerdo, me acerco a mis siete años en la escuela para niñas que llevaban adelante un grupo de religiosas. Cursaba el primer año de primaria; me sentía mayor por haber salido del pre-escolar; a diario  ramalazos de alegría se apoderaban de mí; estaba estrenando una nueva etapa de vida.

   La rutina de hacer fila, levantar el brazo para la distancia entre una y otra compañera, rezar, cantar el himno nacional y desfilar a las aulas se repetía varias veces al día: al inicio y después de cada recreo. Esa rutina se vio de pronto alterada cuando en medio de los empujones que traen los finales del recreo, una de las niñas de los cursos más altos pasó junto a mí  y me zarandeó con un buen jalón de pelo. Me asustó la violencia de aquel gesto improvisado pero lo atribuí a un descuido pasajero.

   El miedo, sin embargo, se alojó en mí cinco días después de que aquella estudiante  hubiese repetido en cada uno de los momentos en que hacíamos la fila el mismo acto: un duro y estremecido jalón. El silencio, compañero inevitable del temor, me mantuvo agazapada en la resignación de ser agredida. Cuando el escenario mañanero repetía una y otra vez el momento en que mi verdugo privado volvería a ejecutar su agresión, me quedaba paralizada, mirándola desde mi vulnerabilidad. 

   No aguanté más. Lo dije a mi madre, siempre con la duda de si sería creída mi pequeña historia de tortura matutina. Creo que la intuición de la que ella gozó  toda su vida, supo reconocer este acto de bullying que su hija padecía.
   Sin hacer mayores preguntas, sin mencionar la gravedad de lo que ocurría,  mi madre actuó. Al día siguiente se acercó a mí una de las religiosas. Me miró fijamente, con serena convicción me tomó de la mano y me dijo: “Ven, no tengas miedo. Vamos a la fila de las niñas de sexto”. Cuando nos acercamos allí me animó: “Señálame quién de ellas te está tirando del pelo”. Mi dedo acusador se movió con la urgencia del sometido. La miré de frente y dije: “Es ella”. La religiosa me acompañó de nuevo a mi fila. “Nunca más va a ocurrir”. Fue su comentario final. Las lágrimas corrían por mi rostro compungido; la abracé por la cintura en señal de absoluta gratitud. Efectivamente, nunca volvió a ocurrir.

   Esta historia con final feliz, se convierte hoy en un relato rosa ante la gravedad de lo que pasa en México con las prácticas del bullying.  El día 20 de mayo, hace tres días,  murió el niño de doce años, Héctor Alejandro Martínez, estudiante  de la secundaria número siete en Ciudad Victoria, Tamaulipas. Seis días atrás sus compañeros de clases lo sujetaron por los brazos y las piernas para convertirlo en un “columpio” humano. El zarandeo llevó a que el cuerpo de Héctor se golpease con la pared una y otra vez, hasta que perdió el conocimiento. Los golpes le habían causado un traumatismo cráneo encefálico que le provocó muerte cerebral.

   Esta muerte prematura producto de la violencia de otros chicos de la misma edad, que además convivían diariamente con el adolescente, no puede más que estremecer nuestras entrañas. La conmoción nacional no es suficiente ante este crimen -acuñarle otro sustantivo sería caer en eufemismos imperdonables-.

   En el portal de youtube subieron hace un par de días el acto de humillación y maltrato al que fue sometida una adolescente de unos catorce años en la ciudad de Zacatecas. Sus compañeros la rodearon, le echaron en cara que la chica les escribía mensajes hirientes en las redes sociales y le pedían que se disculpara. Inicialmente la chica se resistió, pero sus compañeros, especialmente una de ellas, la forzaron a hacerlo con tirones de pelo que lanzaron al suelo a la agredida. Con su cuerpo en tierra le ordenaron que tenía que arrodillarse para pedir disculpas: “¡Te arrodillas, cabrona!”. “¡Y lo dices recio que no te oímos!” El espectáculo duró unos cuatro minutos. A medida que crecía la rabia en la compañera, la chica recibía una lluvia de patadas en su estómago y piernas, mientras los compañeros, con la voz asustada ante la rudeza inclemente de aquella acosadora, le pedían que detuviese el castigo que cobraba dimensiones alarmantes. 

   Según datos arrojados por el periódico El Economista, de acuerdo a los estudios de la OCDE,  México ocupa el primer lugar a nivel internacional con mayores casos de bullying en el nivel secundaria. La Comisión de Derechos Humanos documentó que en 2011, el 30% de los niños de primaria declararon sufrir de bullying; para 2013 ya la cifra subió a 40%.

    La violencia que se ha apoderado de la población adolescente cobra dimensiones escalofriantes y nos cuestiona en la raíz de nuestro entramado social. Estas generaciones que apenas se asoman a la vida, arrastran una herencia ancestral llamada odio, miedo, rabia. Sus carencias son su piel, su puñetazo.  Recuerdo los versos del gran poeta pastor, Miguel Hernández, cuando enfático decía: “No perdono a la muerte enamorada/no perdono a la vida desatenta/no perdono a la tierra ni a la nada”.

   Lo imperdonable que nombra Miguel Hernández  tendría que ser el motor que nos anime a decir BASTA. Mirar la importancia de la educación de calidad, preparar a los maestros, darles la formación adecuada, sensibilizarlos, es el comienzo de ese gran reto que se llama EDUCAR.  Apenas el primer paso para que nuestros alumnos sean atendidos, escuchados y también, por supuesto, amados. Solo así se curan las heridas enquistadas en la sociedad, solo así dejarán de pensar que la solución está en el golpe, en la humillación, en la violencia desalmada.