GUADALUPE I CARRILLO TOREA
La facultad de humanidades convocaba a
nuevos grupos de alumnos a participar en el programa de Maestría y Doctorado en
Humanidades. Uno de los muchos requisitos que se les exigen a los estudiantes
es la asistencia a lo que bautizaron “curso de inducción”. Es decir que
nosotros los profesores debemos inducirlos,
inclinarlos, arrastrarlos al mejor puerto posible: la realización de un
proyecto de investigación coherente con las especialidades escogidas que más
tarde se convertirá en su trabajo de tesis. Con él podrán alcanzar el grado al
que aspiran.
Por fortuna para mí, estoy tanto en el área
de Estudios Latinoamericanos como en el de Estudios Literarios. Tendría por
tanto dos sesiones de curso de inducción. La de Latinoamericanos fue la
primera: unos trece alumnos escuchaban con interés y un dejo de temor ante lo
desconocido lo que les explicaba: mi línea de investigación, las publicaciones
obtenidas producto de esos trabajos, los proyectos actuales. Les relataba mi
cartografía académica, que se mezclaba inevitablemente con la de mi vida, con mis inquietudes. Esos trabajos que, si
bien teóricos, te suavizan la corteza interior hasta convertirla en piel de
algodón.
El turno siguiente fue para los chicos de
Estudios Literarios. Mi especialidad en letras hizo que entrara al aula con la
convicción de quien se sabe en terreno familiar: toda mi formación
universitaria se centra en las letras: licenciatura, maestría, doctorado, y mi
relación con la literatura ha sido de apego absoluto. Es un amor sin fisuras.
Previamente había enviado por correo
electrónico a los alumnos una investigación mía sobre el discurso narco. En
ella abordaba la crónica y la novela que asumen el tópico en toda su amplitud. Unos
doce chicos escuchaban los avatares que tanto la universidad como el sistema
educativo en turno nos lleva a enfrentar. Unos años nos pedían investigación
solitaria. No se podían anotar dos personas en un mismo proyecto, era el
individualismo llevado a su máxima expresión. En el último sexenio panista fue
al revés: No solo estabas obligado a hacer tus proyectos en grupo; para tener identidad en la universidad había que formar parte de un Cuerpo
Académico, constituido por tres investigadores como mínimo. Tus trabajos, publicaciones
y participaciones en congresos u otros eventos se harían en grupo.
El cambio lleva también a que la mirada del
especialista amplíe sus horizontes. Si desarrollo una investigación y miro en
ella lo literario, no puedo dejar de lado la multidisciplinariedad. Estos
cambios que nos va regalando el andar universitario te desvía de rumbos unívocos
y te concede flexibilidad; lo plural viene a ser la clave para la inclusión.
Con estas reflexiones inicié mi diálogo con
los chicos. Después de mostrar publicaciones y contar el ir y venir de
lecturas, escritura y largas horas de estudio, les pregunté por sus proyectos
de tesis: Uno había decidido estudiar los caligramas en la obra de Octavio Paz.
Otro más, las imágenes poéticas como generadoras de conocimiento. Una tercera
me habló de su gusto por la teoría literaria y especialmente por el
estructuralismo, así que quería ahondar su estudio en esta rama. El siguiente
quería hacer un estudio comparativo en la obra de Mariano Azuela. Prácticamente
todos los chicos se inclinaban hacia investigaciones de orden teórico, ultra
especializadas. A partir de ahí mi atmósfera interior empezó a enrarecerse. Que
la práctica literaria sea la suma de disquisiciones abstractas, o terminologías
infinitas; que acercarse a la literatura implique el aislamiento de todo lo
demás que no sea el arte en sí mismo, creía yo, era un asunto no solo superado,
sino francamente erróneo.
El ambiente empezó a caldearse cuando
pasamos a los comentarios sobre mi estudio del discurso narco. Un chico comentó
en tono de indignación contenida, la pertinencia de una investigación semejante.
No solo por la inevitable propaganda que se le hace al tema, sino también por
el valor artístico de aquellos discursos. Hablaban de lo transitorios que
podrían ser y de su muerte prematura.
La chica que le encantaba el estructuralismo
señaló que se sentía tan ajena al tópico que no tenía nada que opinar. Ahí me
dejé llevar de mi condición de primera oradora, y le insistí que tenía que
comentar “algo” del artículo. Es que creo que no es literatura, fue su lacónico
comentario. Ya a esas alturas del asombro, no hubo disimulo en mi reacción:
Jóvenes, les dije alarmada, quieren convertir a la literatura en un punto
microscópico. No olviden que el texto literario representa lo que nos rodea, la
historia del hombre está allí. De suyo, la literatura no podría nunca desvincularse
de la vida cotidiana y de aquella más hiperbólica.
El diálogo, si bien alcanzó tonos bastante
bizarros, no llegó a la separación sino al consenso. Admitieron la apertura que
ha alcanzado el espectro que llamamos literatura: no hacerlo sería dejar fuera los
discursos de las minorías, llámense poesía femenina, literatura testimonial,
narcoliteratura…antipoesía, poesía conversacional. Tantas expresiones que se
han incorporado a ese decir, a ese pronunciar
el arte con todos sus ricos matices.
Si arrinconamos a la literatura, dejará de
ser esa expresión de las humanidades que tanto la enaltece.
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