Guadalupe
Isabel Carrillo T
Ser
tía no ha sido para mí un vínculo
familiar; se trata de una vivencia que
se eleva al nivel del privilegio. Esa
podría ser una de las ventajas de formar parte de una familia numerosa. Ocho
hermanos dan para muchos sobrinos. Conviví con algunos de ellos cuando eran niños y disfruté de su infancia, de columpiarles la inocencia una y otra vez.
Si
bien las distancias no siempre permiten la cercanía, en estos dos últimos años
recibí el regalo de la visita de tres sobrinos. Primero estuvieron conmigo, acá
en México, Fernando, su esposa Éricka y el pequeño Santiago. Mi sobrino nieto
llegó a estas tierras con tan solo seis meses de edad. Ese bebé me miró por
primera vez con ojos de cielo despejado, y me derritió. Los 4 meses que
nos acompañaron tuve presente el poema de Martí, Mi Reyecito, y entendí al
poeta. Asumí su misma sumisión –“Mas yo vasallo/de
otro rey vivo/un rey desnudo/blanco y rollizo”-. Convivir con los tres hizo de
la calidez el único gesto posible. Ver crecer a Santiago fue distinguir a la
ternura haciendo marometas; de nuevo Martí lo aclara: “Su cetro –un beso!/mi
premio –un mimo!”.
Desafortunadamente para mí se encuentran a miles de kilómetros, pero el
derecho a construir sueños y vivirlos es ahora para ellos la consigna. No dudo
que la tenacidad de los papás de Santiago dará paso a que se cumplan. A
Fernando le corre la sangre del esfuerzo; las rocas escarpadas que escala a
diario le han llenado el cuerpo de convicción y de un entusiasmo invencible.
Año y medio después de haber vivido la
ausencia del trío del que me enamoré perdidamente, tuve un nuevo regalo: mi
sobrina María Esther, de 24 años, vendría a México a desarrollar su pasantía en
ingeniería de computación por cinco meses.
María Esther es la hija mayor de mi hermano
José María. Cuando nació yo vivía en Madrid donde estuve por más de cinco años.
Viajaba poco a Venezuela; me perdí su infancia; gran parte de su adolescencia
también estuvo signada por la ausencia de esta tía que era un tanto ajena a su
cotidianidad, a sus logros y, también, supongo, a algunos desatinos.
Creo que ambas intuíamos que había llegado
el momento de reconocernos, de rellenar el afecto filial que había estado
adormilado. Y así fue. Desde que la vi en el aeropuerto con una sonrisa que
deshacía cualquier distancia, entendí que los cinco meses serían un espacio en
el que urdiríamos aquello que puede llamarse felicidad. Sí, también los sobrinos
pueden colmar tu alma de alegrías incontables.
La presencia de María Esther en nuestra
cotidianidad llenó la casa de aire fresco –no solo el literal, también el que llega a los recovecos del corazón por la fiesta de su juventud-.
Conversamos alegrías y tristezas. Deambulamos por la biografía familiar y
gracias a eso entendí que la camaradería de los hermanos, las historias comunes
son las herencias imposibles de
ignorar. Pasan a los hijos, a su manera de ver la vida. También a los gestos de
su espíritu. Por ello la empatía fue el tono en el que convivimos, al que
evocamos aún estando ya lejos; lo que llamamos lazo familiar existe, está
presente pese a cualquier distancia. Nosotras lo rescatamos y lo tenemos
reposando en este afecto que se llama siempre.
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