Tenía el oficio en mis manos. Dos meses atrás nos habían
invitado a los investigadores de la Universidad, a colaborar en la Semana de la Ciencia y la Tecnología que
promueve anualmente la Secretaría de Educación Pública. Había anotado que
podría dictar una charla a estudiantes de primaria, secundaria o preparatoria sobre
el tema seleccionado. Me gusta mucho el tópico de la lectura y su estímulo, más
aún en estudiantes de esos niveles educativos, así que había escrito como
título de mi charla “La Lectura”, así , lacónicamente.
La respuesta a mi
propuesta, sin embargo, me desconcertó. Estábamos anotadas en sendos recuadros
dos investigadoras. Mi colega dictaría su charla en una Secundaria de la ciudad
de Toluca, donde se aclaraba que podría
disponer de Cañón y Laptop. Mi charla fue destinada a la población de
Tlachaloya, y se me advertía que “No podría disponer ni de cañón ni de laptop”.
Además de no
conocer Tlachaloya ni de saber cómo acceder a ella, me desalentó que hubieran
asignado un lugar tan apartado de los predios de la Ciudad Universitaria, situada
en Toluca. Implicaba traslado público o la ayuda de alguien que supiera llegar hasta aquel lugar para ir en mi automóvil; se
trataba de una zona rural que acá en México suele tener el estigma de las
carencias. Pocos maestros y mal remunerados,
instalaciones deficientes y, claro está, el rezago de estudiantes que arrastran
lagunas cognoscitivas, además de las afectivas y familiares.
La dirección de la
secundaria generaba aún mayor desaliento a mi futura visita. Decía: : “La
secundaria se encuentra en la calle Manuel Rincón S/N, Tlachaloya Primera
sección. A cinco minutos de la Facultad de Ciencias Agrícolas, entrando a la
comunidad la primera calle a la izquierda”. La cartografía apuntada daba cuenta
de la ausencia de señalización y de lo apartado del lugar. Aunque pertenece al
municipio de Toluca, su acceso se extiende a unos veinte minutos fuera de la
ciudad, después de pasar varios poblados.
Tenía pocos días para
decidir si iría o no a la cita pero la cercanía de la fecha me forzó a tratar
de buscar soluciones y a no titubear. El miércoles a las doce de la mañana era
el encuentro con los chavitos de la secundaria y allí estaría puntualmente.
Los cinco minutos
que separaban a la facultad de Ciencias Agrícolas de Tlachaloya se convirtieron
en unos quince más pero después de varias preguntas nos encontramos, un colega
que amablemente me acompañó y yo, a las puertas de la secundaria. Nos abrió el portón una adolescente de unos doce años. No tenía idea de quiénes éramos pero
nos dejó pasar, acotando que claro que esa era la secundaria, ella recién había
abierto las puertas al director que salía de sus predios y que no estaría para
recibirnos en su escuela.
Buscamos las
oficinas administrativas. Una secretaria nos dijo que nos esperáramos porque
iría a buscar a la maestra. El largo tiempo transcurrido nos iba mostrando el
panorama real que encontraríamos. Estaban buscando a un grupo para la charla a
quienes no se les había advertido que esta se daría. Una señora más bien robusta
nos saludó y nos indicó que era la Orientadora de la institución. Unos cincuenta chicos se acercaban a nosotros
y entraban en un salón acondicionado como laboratorio de biología. Había unas
seis mesas y sus bancas estaban apiñadas
sobre las mismas.
El ruido de sus
doce años no se hizo esperar. Entre gritos, carcajadas y empujones los chicos
iban entrando al laboratorio y bajaban estrepitosamente las bancas donde se
sentarían. Buscaban sentarse con los amigos hasta que la Orientadora lanzó el primer
alarido de alerta: “Jóvenes, Joooooovenes!”. “Silencioooooo!”. Mientras tanto observé que no había una sola
silla para nosotros y que hablaríamos desde un pequeño podio en el que
permaneceríamos de pie. El espacio, los chicos y nuestra presencia se estaba
envolviendo en una atmósfera de
improvisación que me inquietaba cada vez más.
Por fin la voz de la
Orientadora afloró con más decibeles que los gritos de los chicos y logró
explicarles: “Estos profesores vienen de la Universidad de Toluca y les van a
dar…”Se interrumpe y me pregunta: “¿Van a dar un taller?”, le aclaro que no,
que el tiempo es muy breve y que sería solo una conferencia sobre la lectura.
“Van a dar una conferencia y ustedes deben estar callados para escucharlos”.
Acto seguido un aliento de alivio nos cubrió cuando notamos que los chicos
empezaban a callar y a mirarnos. Mi colega empezó hablando del por qué
estábamos allí, de la importancia de la lectura en esas edades, de lo poco que
se lee en el país. La Orientadora se paseaba vigilante de mesa en mesa e iba
decomisando gorras, diademas, palitos, ganchos con los que los niños habían
intentado distraer su atención.
Tocó el turno de mi
intervención pero ya el tiempo transcurrido, de unos quince minutos, había mellado el lapso disponible de los
chicos para la concentración. Sin embargo les desconcertó mi acento extranjero
y eso permitió que los primeros cinco minutos me miraran. Además quise que
hubiera un intercambio entre ellos y nosotros así que les pregunté qué libro
estaban leyendo en ese momento. Una de las chicas respondió con entusiasmo que
leían el Diario de Ana Frank. “¿Y de qué trata el Diario de Ana Frank?”. De
inmediato la chica respondió: “Es la historia de una chava que está encerrada
en una casa con su familia y que se enamora de un chavo”. Traté de ampliarles
el radio de comprensión de Ana Frank y les hablé de la trágica circunstancia
que vivían ella y su familia perseguidos por el nazismo pero creo que justo esa
información se perdió en la densa nube de rumores, gritos y risas que ya para
el momento reinaba por completo en el salón. Hasta que mi paciencia se colmó.
Con sinceridad les dije que habíamos ido hasta allá porque creíamos que el tema
de la lectura era muy importante para ellos y su formación; que además veníamos
de lejos y que era muy desconsiderado de su parte que lo tomaran como una
broma, o como la oportunidad de hacer notar su rebeldía frente a gente desconocida, como lo éramos nosotros. Se los dije con el
mismo tono de voz con el que había dicho lo demás pero hacerlo público alarmó a
la Orientadora y al otro maestro que había guardado silencio durante todo ese
rato.
A esas edades los
chicos entienden muy bien lo que están haciendo. A pesar de la inmadurez que
los caracteriza, estaban conscientes de que la desatención hacia nosotros era
una forma no solo de rebeldía sino de agresión a todos: sus superiores, sus
maestros, hasta a sus padres. Hacer pública mi decepción era un acto de
justicia necesaria para que también entiendan que la minoría de edad no los
excluye de la educación y de la
deferencia hacia los que quieren darnos algo bueno.
Les había insistido
en la necesidad de leer por gusto, de que vieran la lectura como una diversión,
un acto grato que puede extenderse el tiempo que queramos. Sin embargo ante mis
palabras de reclamo y ya con la conferencia concluida levantó la voz la ya
famosa Orientadora: “Antes de que se vayan los profesores les quería decir,
niños, que así no van a llegar a ninguna parte. Seguro que ninguno de ustedes
va a estudiar una carrera porque no quieren servir para nada, quieren seguir de
vagos por la vida. Y además, como castigo, esta semana se van a quedar sin
recreo y en ese tiempo se sentarán a leer!”
Las palabras
demoledoras de la maestra fue el colofón para que todo el esfuerzo se
transformara en total derrota. Ahora leer sería sinónimo de castigo. No por
ello los chicos se sintieron apabullados, quizás por la costumbre de las
amenazas incumplidas de orientadores y maestros. Salieron corriendo del salón.
Gritaban y reían como si todo lo anterior hubiera sido un paréntesis
prácticamente inexistente en su rutina escolar.
Pido al lector que
saque sus propias conclusiones. Las mías tienen el tinte de la decepción, el
mal sabor del testimonio de lo que es y seguirá siendo la dinámica de una
escuela rural de provincia.