lunes, 4 de noviembre de 2013

LA EDUCACIÓN BÁSICA RURAL, A LA DERIVA


Guadalupe I Carrillo T


Tenía el oficio en mis manos. Dos meses atrás nos habían invitado a los investigadores de la Universidad, a colaborar  en la Semana de la Ciencia y la Tecnología que promueve anualmente la Secretaría de Educación Pública. Había anotado que podría dictar una charla a estudiantes de primaria, secundaria o preparatoria sobre el tema seleccionado. Me gusta mucho el tópico de la lectura y su estímulo, más aún en estudiantes de esos niveles educativos, así que había escrito como título de mi charla “La Lectura”, así , lacónicamente.
   La respuesta a mi propuesta, sin embargo, me desconcertó. Estábamos anotadas en sendos recuadros dos investigadoras. Mi colega dictaría su charla en una Secundaria de la ciudad de Toluca, donde se aclaraba que podría  disponer de Cañón y Laptop. Mi charla fue destinada a la población de Tlachaloya, y se me advertía que “No podría disponer ni de cañón ni de laptop”.
    Además de no conocer Tlachaloya ni de saber cómo acceder a ella, me desalentó que hubieran asignado un lugar tan apartado de los predios de la Ciudad Universitaria, situada en Toluca. Implicaba traslado público o la ayuda de alguien que supiera llegar  hasta aquel lugar para ir en mi automóvil; se trataba de una zona rural que acá en México suele tener el estigma de las carencias. Pocos maestros y  mal remunerados, instalaciones deficientes y, claro está, el rezago de estudiantes que arrastran lagunas cognoscitivas, además de las afectivas y familiares.
   La dirección de la secundaria generaba aún mayor desaliento a mi futura visita. Decía: : “La secundaria se encuentra en la calle Manuel Rincón S/N, Tlachaloya Primera sección. A cinco minutos de la Facultad de Ciencias Agrícolas, entrando a la comunidad la primera calle a la izquierda”. La cartografía apuntada daba cuenta de la ausencia de señalización y de lo apartado del lugar. Aunque pertenece al municipio de Toluca, su acceso se extiende a unos veinte minutos fuera de la ciudad, después de pasar varios poblados.
   Tenía pocos días para decidir si iría o no a la cita pero la cercanía de la fecha me forzó a tratar de buscar soluciones y a no titubear. El miércoles a las doce de la mañana era el encuentro con los chavitos de la secundaria y allí estaría puntualmente.
   Los cinco minutos que separaban a la facultad de Ciencias Agrícolas de Tlachaloya se convirtieron en unos quince más pero después de varias preguntas nos encontramos, un colega que amablemente me acompañó y yo, a las puertas de la secundaria. Nos abrió el portón una adolescente de unos doce años. No tenía idea de quiénes éramos pero nos dejó pasar, acotando que claro que esa era la secundaria, ella recién había abierto las puertas al director que salía de sus predios y que no estaría para recibirnos en su escuela.
    Buscamos las oficinas administrativas. Una secretaria nos dijo que nos esperáramos porque iría a buscar a la maestra. El largo tiempo transcurrido nos iba mostrando el panorama real que encontraríamos. Estaban buscando a un grupo para la charla a quienes no se les había advertido que esta se daría. Una señora más bien robusta nos saludó y nos indicó que era la Orientadora de la institución.  Unos cincuenta chicos se acercaban a nosotros y entraban en un salón acondicionado como laboratorio de biología. Había unas seis mesas y sus bancas estaban  apiñadas sobre las mismas.
    El ruido de sus doce años no se hizo esperar. Entre gritos, carcajadas y empujones los chicos iban entrando al laboratorio y bajaban estrepitosamente las bancas donde se sentarían. Buscaban sentarse con los amigos hasta que la Orientadora lanzó el primer alarido de alerta: “Jóvenes, Joooooovenes!”. “Silencioooooo!”.  Mientras tanto observé que no había una sola silla para nosotros y que hablaríamos desde un pequeño podio en el que permaneceríamos de pie. El espacio, los chicos y nuestra presencia se estaba envolviendo en una atmósfera de  improvisación que me inquietaba cada vez más.
   Por fin la voz de la Orientadora afloró con más decibeles que los gritos de los chicos y logró explicarles: “Estos profesores vienen de la Universidad de Toluca y les van a dar…”Se interrumpe y me pregunta: “¿Van a dar un taller?”, le aclaro que no, que el tiempo es muy breve y que sería solo una conferencia sobre la lectura. “Van a dar una conferencia y ustedes deben estar callados para escucharlos”. Acto seguido un aliento de alivio nos cubrió cuando notamos que los chicos empezaban a callar y a mirarnos. Mi colega empezó hablando del por qué estábamos allí, de la importancia de la lectura en esas edades, de lo poco que se lee en el país. La Orientadora se paseaba vigilante de mesa en mesa e iba decomisando gorras, diademas, palitos, ganchos con los que los niños habían intentado distraer su atención.
   Tocó el turno de mi intervención pero ya el tiempo transcurrido, de unos quince minutos,  había mellado el lapso disponible de los chicos para la concentración. Sin embargo les desconcertó mi acento extranjero y eso permitió que los primeros cinco minutos me miraran. Además quise que hubiera un intercambio entre ellos y nosotros así que les pregunté qué libro estaban leyendo en ese momento. Una de las chicas respondió con entusiasmo que leían el Diario de Ana Frank. “¿Y de qué trata el Diario de Ana Frank?”. De inmediato la chica respondió: “Es la historia de una chava que está encerrada en una casa con su familia y que se enamora de un chavo”. Traté de ampliarles el radio de comprensión de Ana Frank y les hablé de la trágica circunstancia que vivían ella y su familia perseguidos por el nazismo pero creo que justo esa información se perdió en la densa nube de rumores, gritos y risas que ya para el momento reinaba por completo en el salón. Hasta que mi paciencia se colmó. Con sinceridad les dije que habíamos ido hasta allá porque creíamos que el tema de la lectura era muy importante para ellos y su formación; que además veníamos de lejos y que era muy desconsiderado de su parte que lo tomaran como una broma, o como la oportunidad de hacer notar su rebeldía frente  a gente desconocida,  como lo éramos nosotros. Se los dije con el mismo tono de voz con el que había dicho lo demás pero hacerlo público alarmó a la Orientadora y al otro maestro que había guardado silencio durante todo ese rato.
    A esas edades los chicos entienden muy bien lo que están haciendo. A pesar de la inmadurez que los caracteriza, estaban conscientes de que la desatención hacia nosotros era una forma no solo de rebeldía sino de agresión a todos: sus superiores, sus maestros, hasta a sus padres. Hacer pública mi decepción era un acto de justicia necesaria para que también  entiendan que la minoría de edad no los excluye de la educación y de  la deferencia hacia los que quieren darnos algo bueno.
   Les había insistido en la necesidad de leer por gusto, de que vieran la lectura como una diversión, un acto grato que puede extenderse el tiempo que queramos. Sin embargo ante mis palabras de reclamo y ya con la conferencia concluida levantó la voz la ya famosa Orientadora: “Antes de que se vayan los profesores les quería decir, niños, que así no van a llegar a ninguna parte. Seguro que ninguno de ustedes va a estudiar una carrera porque no quieren servir para nada, quieren seguir de vagos por la vida. Y además, como castigo, esta semana se van a quedar sin recreo y en ese tiempo se sentarán a leer!”
    Las palabras demoledoras de la maestra fue el colofón para que todo el esfuerzo se transformara en total derrota. Ahora leer sería sinónimo de castigo. No por ello los chicos se sintieron apabullados, quizás por la costumbre de las amenazas incumplidas de orientadores y maestros. Salieron corriendo del salón. Gritaban y reían como si todo lo anterior hubiera sido un paréntesis prácticamente inexistente en su rutina escolar.
   Pido al lector que saque sus propias conclusiones. Las mías tienen el tinte de la decepción, el mal sabor del testimonio de lo que es y seguirá siendo la dinámica de una escuela rural de provincia.