Guadalupe Carrillo Torea
Una de las etapas más importantes de mi vida ha sido la que comprometió lo que
llamamos el espíritu. Mi madre era una mujer creyente y practicante del
catolicismo. Crecimos en colegios de religiosos y nuestra educación tuvo a la
Iglesia católica como faro. Eso me llevó
a buscar grupos o instituciones que me permitieran profundizar en lo que era la
práctica religiosa en el mejor de los gestos. El Opus Dei, que en los años
ochenta estaba en furor, me atrajo por la cantidad de jóvenes que pertenecían a
la institución. En mi familia hay muchos miembros de la Obra de Dios, como la
llaman, que permanecen activos.
Muchas veces sentimos que pertenecer a un
grupo institucionalizado nos garantiza estabilidad y continuidad en las
acciones que queremos llevar a cabo en el tema religioso. A unos les funciona,
a otros no. Es mi caso; pero la institución me dejó conocer a uno de los
seres humanos más hermosos con los que me he topado en mi vida: Judith Ayala.
Tendría unos 16 años y ella nueve más que
yo, pero coincidíamos en todas las actividades que nos organizaban porque
habíamos entrado al mismo tiempo. La libertad que nos otorgó la amistad, el
encontrarnos en el afecto diariamente empezó a construir una unión sólida,
pétrea, de por vida. Había lo que conocemos
como empatía en cada uno de los pasos que dábamos. Ella nació un siete de
diciembre, yo el ocho; ella tenía miopía con la misma graduación mía, por eso
me prestó sus lentes para mi examen médico necesario para la licencia de
conducir, salí exitosa; la risa fue nuestra contraseña porque lo que a ella le
hacía reír, a mí me provocaba carcajadas interminables. Nuestra manera de reaccionar cuando estábamos
en el Opus, y después, por supuesto, era idéntica: el mismo desprendimiento
frente a la formalidad, a lo rígido, a la solemnidad eclesiástica y ritualista.
Ir a lo esencial era la meta, y lo practicamos permanentemente. Era como
descubrir la sabiduría que da el parecernos en el espíritu.
Judith está hecha de una materia desconocida,
cósmica, que raya en lo infinito, diría; es serena, amable; derrocha un sentido
del humor que compartimos desde sus raíces y que nos ha provocado responder con
alegría a lo bueno, a lo malo y a lo peor. Goza además de esas inteligencias
intuitivas, que lo femenino convierte en arma implacable para que el amor sea
la clave, sea la bandera guía.
Judith es psicóloga
infantil y trabaja en instituciones públicas, su trato hacia los niños es para
mí cátedra a seguir. Como educadora, experiencia que amo y practico sin tregua,
siempre tomo en cuenta ese gesto de Judith de equilibrar el modo de proceder
hacia los niños y mostrarles cómo podemos ser tratados todos iguales, ni más ni
menos. Recuerdo haber leído un artículo suyo en el que planteaba una de las
enseñanzas más acertadas de San Juan Bosco, el Maestro de los niños y los
jóvenes. Judith comentaba una sabia sentencia del santo. Don Bosco decía: lo
importante no es que los quieras -refiriéndose a los alumnos o a los chicos en
tutoría- sino que ellos sepan que los quieren. Después de esa afirmación sentí
que tenía la clave para el trato con mis alumnos. Los años que han pasado entre unos grupos y otros, me confirman que lo más importante, es que ellos deben saber que los quiero.
Hoy 40 años después, Judith es un referente
espiritual para mí, y, sobre todo, la AMIGA con mayúsculas con la que, sin
ninguna fisura, me comunico mágicamente
aunque nos pasemos meses y meses sin conversar. En una entrevista hace ya muchos años el gran escritor Jorge Luis Borges señaló cómo
los amores entre pareja necesitan de la frecuencia física, de ese verse
continuamente para no perderse en el olvido. En cambio, reconocía, la amistad
tiene el don de la permanencia, de esa perennidad que se llama “amor
incondicional”, que no se debilita por la ausencia ni por la falta de
comunicación.
Mi inquietud espiritual ha tenido sus largas
pausas, me alejé de la Iglesia, de mis creencias, de mis prácticas religiosas.
Hoy creo que el ancla para que continúe diciendo que creo en Dios, que apuesto
por esa vida del espíritu, es Judith, es su maravillosos ejemplo porque ella
enlazó su alma a ese mundo construido con el afán de quien cree en lo que
trasciende, en la bondad, en ir más allá, en el mensaje del evangelio en su
esencia más pura. Judith Ayala, te quiero con todo mi corazón, gracias, de
nuevo, por estar en mi vida.
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