“Ya
va a venir el día, ponte el alma”
César
Vallejo
Una
de las primeras ciudades que visité hace catorce años cuando llegué a vivir a
México fue Oaxaca. Y me enamoré perdidamente de ella: Además de la riqueza
arqueológica que rodea a la ciudad –recordemos a Mitla y Monte Albán-, el casco urbano, de espléndida arquitectura, rechina su belleza frente a un sol intenso que
invita a sentarse en la sombra de los portales y a escuchar la marimba
tintineando felicidad; la armonía es protagonista privilegiada del
decorado urbano. Colores vivos empapelan las paredes y dan a las calles
sensación de que hay vida bella y buena.
En noviembre
de 2013 volvimos a recorrerla. Esa bella ciudad, que sigue seduciendo a turistas
de todo el planeta, está habitada por la pobreza de la mayor parte de su gente.
Muchas veces creemos ingenuamente que aquellos espacios que visitamos
mantendrán su sello personal de forma indeleble. Pensaba que los allí congregados
seguirían teniendo el éxito que el turismo aporta a la ciudad y que esa pobreza
que ahora veía no era real. Estaba equivocada.
Al acercarnos a Oaxaca la realidad había
cambiado radicalmente y pronto seríamos testigos de ello. Quisimos adentrarnos
en su corazón urbano, por ello decidimos
ir al Mercado público, donde participa
el pueblo. Nos cruzábamos con decenas de indígenas que deambulan su vejez de un
lado para otro; doblada la espalda, los pies parecían suelas desgastadas,
ancestrales. Esos ancianos vendían alimentos o artesanías. Ellos que están al
final del camino, aún tienen que recorrerlo sin descanso.
Más
tarde fuimos a los portales con la ilusión de volver a lo conocido y
disfrutado. El bullicio se hacía presente, la gente se arremolinaba, y las
mercancías de artesanía, de ropa, de globos que ondeaban una alegría quizás
aparente, quizás real estaban allí, al lado de campesinos que permanentemente
se detenían a ofrecerte su material. Nos sentamos en uno de los restaurantes.
La sorpresa se había instalado junto a nosotros porque en ese espacio tan
diverso los niños van y viene realizando su trabajo cotidiano.
Se acercó a nosotros uno de ellos. Traía su
caja de madera y su pequeño asiento, también de madera; nos ofreció darle una
pulida a nuestro calzado. Los dedos de ese niño, que debían estar tocando
juguetes despreocupadamente, se embadurnaban de betún y acariciaban mis zapatos
con el esmero de un especialista. Le pregunté quién le había enseñado a bolear,
me contestó con gran orgullo: mi abuelito. ¿Dónde se perdió la infancia de esas
criaturas? ¿Cuándo desapareció el asombro en esa mirada de adulto prematuro?
La desnutrición que ha sumido a esa
población desprotegida por generaciones, ha dejado como secuela la
generalización de una estatura muy pequeña. La mayoría de las personas, hombres
y mujeres, que veíamos tenían un tamaño reducido. Trabajar para despejar la
penuria no es suficiente. No alcanza para despejar la sensación de estómago
vacío; la miseria se ha convertido en rutina para cientos de miles que no solo
van a la ciudad de Oaxaca, también para aquellos que habitan en su estado, en
sierras apartadas por kilómetros de las urbes. Dicen que aquella gente se acostumbró
a ir siempre descalza
En uno de sus ensayos, Leonardo Padrón cita al
premio Nobel de Economía, Joseph E. Stiglitz, quien asegura que “el 1% de la
población tiene lo que el 99% necesita. Padrón acota: “Una cifra de escándalo.
De esas que masticas con incredulidad”[1]. Este
desbalance tan hiperbólico está en Oaxaca. La ciudad encantada, la ciudad de
las tragedias colectivas. ¿Podrás, Oaxaca, ponerte algún día el alma?