jueves, 9 de enero de 2014

Oaxaca: luces y sombras


Guadalupe I Carrillo

“Ya va a venir el día, ponte el alma”

César Vallejo

 

Una de las primeras ciudades que visité hace catorce años cuando llegué a vivir a México fue Oaxaca. Y me enamoré perdidamente de ella: Además de la riqueza arqueológica que rodea a la ciudad –recordemos a Mitla y Monte Albán-,  el casco urbano, de espléndida arquitectura,  rechina su belleza frente a un sol intenso que invita a sentarse en la sombra de los portales y a escuchar la marimba tintineando felicidad; la armonía es protagonista privilegiada  del  decorado urbano. Colores vivos empapelan las paredes y dan a las calles sensación de que hay vida bella y buena.

   En noviembre de 2013 volvimos a recorrerla.   Esa bella ciudad, que sigue seduciendo a turistas de todo el planeta, está habitada por la pobreza de la mayor parte de su gente. Muchas veces creemos ingenuamente que aquellos espacios que visitamos mantendrán su sello personal de forma  indeleble. Pensaba que los allí congregados seguirían teniendo el éxito que el turismo aporta a la ciudad y que esa pobreza que ahora veía no era real. Estaba equivocada.

 Al acercarnos a Oaxaca la realidad había cambiado radicalmente y pronto seríamos testigos de ello. Quisimos adentrarnos en su corazón urbano, por ello  decidimos ir  al Mercado público, donde participa el pueblo. Nos cruzábamos con decenas de indígenas que deambulan su vejez de un lado para otro; doblada la espalda, los pies parecían suelas desgastadas, ancestrales. Esos ancianos vendían alimentos o artesanías. Ellos que están al final del camino, aún tienen que recorrerlo sin descanso.

Más tarde fuimos a los portales con la ilusión de volver a lo conocido y disfrutado. El bullicio se hacía presente, la gente se arremolinaba, y las mercancías de artesanía, de ropa, de globos que ondeaban una alegría quizás aparente, quizás real estaban allí, al lado de campesinos que permanentemente se detenían a ofrecerte su material. Nos sentamos en uno de los restaurantes. La sorpresa se había instalado junto a nosotros porque en ese espacio tan diverso los niños van y viene realizando su trabajo cotidiano.

   Se acercó a nosotros uno de ellos. Traía su caja de madera y su pequeño asiento, también de madera; nos ofreció darle una pulida a nuestro calzado. Los dedos de ese niño, que debían estar tocando juguetes despreocupadamente, se embadurnaban de betún y acariciaban mis zapatos con el esmero de un especialista. Le pregunté quién le había enseñado a bolear, me contestó con gran orgullo: mi abuelito. ¿Dónde se perdió la infancia de esas criaturas? ¿Cuándo desapareció el asombro en esa mirada de adulto prematuro?

    La desnutrición que ha sumido a esa población desprotegida por generaciones, ha dejado como secuela la generalización de una estatura muy pequeña. La mayoría de las personas, hombres y mujeres, que veíamos tenían un tamaño reducido. Trabajar para despejar la penuria no es suficiente. No alcanza para despejar la sensación de estómago vacío; la miseria se ha convertido en rutina para cientos de miles que no solo van a la ciudad de Oaxaca, también para aquellos que habitan en su estado, en sierras  apartadas por kilómetros  de las urbes. Dicen que aquella gente se acostumbró a ir siempre descalza

 En uno de sus ensayos, Leonardo Padrón cita al premio Nobel de Economía, Joseph E. Stiglitz, quien asegura que “el 1% de la población tiene lo que el 99% necesita. Padrón acota: “Una cifra de escándalo. De esas que masticas con incredulidad”[1]. Este desbalance tan hiperbólico está en Oaxaca. La ciudad encantada, la ciudad de las tragedias colectivas. ¿Podrás, Oaxaca, ponerte algún día el alma?




[1]  En http://leonardopadron.com/la-soledad-de-las-mayorias/