El discurso de ciudad se asoma con más
fuerza a la literatura de mediados de
siglo XX y en ella ha permanecido hasta ahora. Es la referencia ineludible, el
arraigo de aquellos actores que diseñan
un presente y esperan un futuro siempre inmerso en sus linderos de asfalto. La
escritura de ciudad se traduce tanto en
novelas integrales como Adán Buenosayres,
o más aún, en la génesis de grandes ciudades imaginarias que atraviesan la
producción de un solo autor como la Santa María de Onetti; o incluso en relatos que, en su intensidad y
contundencia, nos hablan de la ciudad como unidad o fractura, surgiendo así una
apasionante cartografía de la urbe vista en su grandeza o en su abyección, en
la movilidad y dispersión de sus sentidos.
La modernidad trae consigo situaciones
también nuevas: la velocidad, los medios de comunicación, la psicodelia, el
cine…ello implica un nuevo estilo de escritura. También en la poesía la urbe se
hace presente; se aborda el espacio del afuera, la ciudad común, un universo
heterogéneo y lleno de contrastes.
Tanto la poesía como la narrativa muestran
de manera privilegiada las distintas soluciones estéticas dadas al tema: la
ciudad está fuera y dentro del texto; es escenario pero es también núcleo
generador de sentidos y sinsentidos; es representable y es también imaginable,
conjetura y presencia. Hay un discurso sobre
y de la ciudad; El arte abstracto y las consignas estéticas de las vanguardias
exigen nuevas propuestas para crear textos poéticos, así como para ver a esa
urbe cuyo crecimiento irregular proyecta, al mismo tiempo, irregulares maneras
de aprehenderla.
Los problemas urbanos que se empezaban a
generar en ellas desde mediados del siglo XX se
han acentuado poderosamente, contribuyendo a que la ciudad sea sinónimo de
neurosis, caos, fragmentación, inseguridad, ambientes sórdidos o arrabales
inescrutables. Los urbanícolas, que hemos ido adaptándonos a nuestro territorio
de asfalto, estamos igualmente delineándonos rostros con acentos cada vez más parecidos a la
rudeza de nuestras urbes. Ello, construido también en la literatura, nos invita
a revisar de nuevo de qué manera el
lenguaje nos permite comprender, condenar o, simplemente, recrear la ciudad
literaria.
Para abordar el estudio de la ciudad en la
literatura parto de una primera reflexión que me llevó a entender a la ciudad
según la línea planteada por Roland Barthes en su ensayo “Semiología y
urbanismo” ((1990) 1997) en el que buscaba –a propósito de Kevin Lynch- la
manera de encontrar una imagen de la ciudad, en la medida en que los citadinos
somos “lectores de esa ciudad” (Barthes, 1997: 259). Para Barthes ser lector de
la ciudad es una actividad inherente al habitante urbano; esto, a su vez,
implica la intervención de un segundo paso: el de la escritura. Si leemos la
ciudad, si la interpretamos, si la llenamos de significados, la consecuencia
posible será escribirla, transformarla en discurso. El semiólogo especifica:
“La ciudad es un discurso, y ese discurso es verdaderamente un lenguaje: la
ciudad habla a sus habitantes, nosotros hablamos a nuestra ciudad, la ciudad en
la que nos encontramos, sólo con habitarla, recorrerla, mirarla” (Barthes,
1997: 260). Más adelante insistirá: “la ciudad es una escritura; quien se
desplaza por la ciudad, es decir, el usuario de la ciudad (que somos todos los
que vivimos en medios urbanos) es una especie de lector que, según sus
obligaciones y sus desplazamientos, aísla fragmentos del enunciado para
actualizarlos secretamente” (1997: 264).
En el ensayo antes citado Barthes desarrolla
la interpretación semiológica en torno al fenómeno urbano; el factor más
importante es la posibilidad interpretativa del ciudadano frente a su ciudad;
los múltiples significantes que ésta aporta –habla de la “naturaleza
infinitamente metafórica del discurso urbano” (1997: 264)- y los significados
más variados que podemos formular en consecuencia. Todo ello transforma la
imagen de la ciudad no sólo desde una perspectiva simbólica, sino también
materialmente. De modo que la escritura de la ciudad se convierte en una
especie de refundación de la misma.
La ciudad literaria demanda en su
construcción discursiva algunas condiciones estilísticas, estructurales y
expresivas muy concretas. Una de ellas es la presencia de elementos de carácter
descriptivo en los que, a su vez, se percibe el trabajo estético del creador.
La condición física caracterizadora de la ciudad nos lleva a asumirla desde su
naturaleza territorial; la exploración de esa superficie a través de la palabra
constituye una de las primeras formas de construcción del discurso urbano. Esto
también lo encontramos en la poesía donde la referencialidad espacial puede estar presente y ubicarnos muy
puntualmente en lugares reales.
Desde este tenor abordamos en la poesía de
José Emilio Pacheco la noción de ciudad. Si bien el autor ha mantenido el
tópico urbano como una constante a lo largo de su obra, lo ha hecho también
desde ángulos diversos. Desde su primer libro Los elementos de la noche (1963), donde ya está presente la ciudad,
pasando por El reposo del fuego (1966), en el que nos habla de la urbe fracturada: el yo poético
dirá: “Contempla tu dominio: este es tu reino,/ una triste ciudad de agua y
aceite que sin unirse flotan”; más tarde en su poemario Irás y no volverás (1973) mira a Vancouver, en sus “Tres poemas
canadienses”. En Tarde o Temprano
(1980) continúa mostrándonos la ciudad
apocalíptica, violenta, inmersa en la
suciedad y el caos.
A lo
largo de su obra nos hablará de ciudades concretas con referentes reales como
Montevideo, Buenos Aires, Vancouver y, por supuesto, Ciudad de México. A esta
última nos remitiremos a través del estudio de su poemario Miro la Tierra (1986), y más aún, a su primera parte, “Las ruinas
de México (Elegía del retorno). El largo poema, dividido en cinco partes, se
detiene en la Ciudad de México en los días posteriores al terremoto que la
sacudió en septiembre de 1985. Es la ciudad devastada, literalmente en ruinas
que produce en la voz poética la misma sensación de acabamiento:
De aquella parte de la
ciudad que por derecho
de nacimiento y
crecimiento, odio y amor
puedo llamar la mía (a
sabiendas
de que nada es de nadie),
no queda piedra sobre
piedra.
Esta que aquí no ves, que
allí no está
Ni volverá a alzarse
nunca, fue en otro mundo
La casa en que abrí los
ojos.
La venida que pueblan
damnificados
Me enseñó a caminar.
Jugué en el parque
Hoy repleto de tiendas de
campaña.
Terminó mi pasado.
Las ruinas se desploman
en mi interior.
Siempre hay más, siempre
hay más.
La caída no toca fondo.
(1986: 16)
La destrucción que todo lo puebla se asume
desde una experiencia subjetiva del yo poético que habla de su casa, el parque,
la avenida…lugares vinculados a su infancia y a su vida personal. El acabamiento alcanza visos de
holocausto en la medida en que esté estrechamente vinculado a quien enuncia la
palabra poética.
Al
tratarse de una elegía, encontraremos el clamor de quien llora a la ciudad en
agonía, con un dejo de fatalismo. El yo dice: “La ciudad ya estaba herida de
muerte./El terremoto vino a consumar/cuatro siglos de eternas destrucciones.”
(pág 20). La memoria histórica que parte de la época prehispánica se hace
presente con tonos de destino fatal ya escrito por la sucesión de
acontecimientos que han ido de-construyendo a la ciudad, como ya apuntaba
Barthes en sus reflexiones en torno a la semiótica urbana. Se plantea además
una simbiosis entre el yo poético y la ciudad que vive su acabamiento, “las
ruinas se desploman en mi interior”, dirá el poeta. Pero no solo está dentro de
sí el acabamiento, experimenta también un sentido de culpa, de
responsabilidad por estar vivo y no haber padecido la tragedia que embarga a
los demás; por todo ello pide perdón a sus víctimas:
Ruego que me perdonen
porque nunca encontraron
su rostro verdadero en el
cuerpo de tantos
que ahora se desintegran
en la fosa común
y dentro de nosotros
siguen muriendo.
Muerto que no conozco,
mujer desnuda
Sin más cara que el yeso
funeral,
el sudario de los
escombros, la última
cortesía del infinito
desplome:
tú, el enterrado en vida;
tú, mutilada;
tú que sobreviviste para
sufrir
la inexpresable asfixia:
perdón (pág 18)
Al perdón lo acompaña la gratitud también
por aquellos que ayudaron con generosidad y valentía a salvar víctimas, a
levantar escombros. Son los únicos versos en los que anida el sentido humano
por sobre la destrucción y la desesperanza.
Para los que ayudaron,
gratitud eterna, homenaje.
Cómo olvidar –joven
desconocida, muchacho anónimo,
anciano jubilado, madre
de todos, héroes sin nombre-
que ustedes fueron desde
el primer minuto de espanto
a detener la muerte con
la sangre
de sus manos y de sus
lágrimas;
con la certeza
de que el otro soy yo, yo
soy el otro,
y tu dolor, mi prójimo
lejano,
es mi más hondo
sufrimiento (página 19)
Se
trata de un poemario en el que prevalece la denotación, la denuncia y el dolor
en su más puro acento. Casi todos sus versos carecen de figuras literarias pues
el mensaje pretende ser claro y
desgarrado.
En sus doce apartados se asume un tono
catastrofista donde pareciera no haber más salida que la derrota que ha impreso
el terremoto en la ciudad, en sus habitantes, en sus dolientes, en cada uno de
sus rincones. La voz del yo no logra expresar ningún aliento de esperanza. Es la
ciudad fragmentada que no tiene alternativa de reconstrucción. La única salida
es hacer una nueva ciudad, una diferente porque la anterior dejó de existir.
Jamás aprenderemos a
vivir
en la epopeya del
estrago.
Nunca será posible
aceptar lo ocurrido
hacer un pacto con el
sismo,
olvidar a los que
murieron.
Con piedras de las ruinas
¿vamos a hacer
otra ciudad, otro país,
otra vida?
De otra manera seguirá el
derrumbe.
Con esos versos concluye el poema. La
interrogante que plantea deja en pie la posibilidad de rehacer lo destruido,
pero también sugiere una negativa a la propuesta. No sólo se trata de hacer
otra vez la ciudad, incluye al país y más aún, a la vida. Podríamos entenderlo
como algo inalcanzable, sin embargo necesario por inevitable, pues, como señala
el Yo lírico: “de otra manera seguirá el derrumbe”. El tono desconsolado
alcanza visos de un destino inescrutable y siempre fatal.
La ciudad de José Emilio Pacheco es aquella
que el hombre construye cimentada en la fragilidad; es cambiante y vulnerable no sólo al paso del
tiempo sino también a la fuerza devastadora de la naturaleza que es capaz de
arrasarla y convertirla en un inmenso vacío.
Bibliografía:
Barthes, Roland: Semiología y Urbanismo. (1990; 1997). Editorial Paidós. Barcelona.
Pacheco, José Emilio. 1963. Los Elementos de la noche. Editorial Era. México.
_________________.1960. El reposo del fuego. Editorial Era. México
_________________. 1973. Irás y no volverás. Editorial Era. México.
_________________- 1980. Tarde o temprano. Editorial Era. México
_________________. 1986. Miro la Tierra. Editorial Era. México
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