domingo, 11 de agosto de 2013

La ciudad destruida en la poesía de José Emilio Pacheco



   El discurso de ciudad se asoma con más fuerza a la literatura  de mediados de siglo XX y en ella ha permanecido hasta ahora. Es la referencia ineludible, el arraigo  de aquellos actores que diseñan un presente y esperan un futuro siempre inmerso en sus linderos de asfalto. La escritura de ciudad se traduce  tanto en novelas integrales como Adán Buenosayres, o más aún, en la génesis de grandes ciudades imaginarias que atraviesan la producción de un solo autor como la Santa María de Onetti;  o incluso en relatos que, en su intensidad y contundencia, nos hablan de la ciudad como unidad o fractura, surgiendo así una apasionante cartografía de la urbe vista en su grandeza o en su abyección, en la movilidad y dispersión de sus sentidos.

   La modernidad trae consigo situaciones también nuevas: la velocidad, los medios de comunicación, la psicodelia, el cine…ello implica un nuevo estilo de escritura. También en la poesía la urbe se hace presente; se aborda el espacio del afuera, la ciudad común, un universo heterogéneo y lleno de contrastes. 

   Tanto la poesía como la narrativa muestran de manera privilegiada las distintas soluciones estéticas dadas al tema: la ciudad está fuera y dentro del texto; es escenario pero es también núcleo generador de sentidos y sinsentidos; es representable y es también imaginable, conjetura y presencia. Hay un discurso sobre y de la ciudad; El arte abstracto y las consignas estéticas de las vanguardias exigen nuevas propuestas para crear textos poéticos, así como para ver a esa urbe cuyo crecimiento irregular proyecta, al mismo tiempo, irregulares maneras de aprehenderla.

    Los problemas urbanos que se empezaban a generar en ellas desde mediados del siglo XX se han acentuado poderosamente, contribuyendo a que la ciudad sea sinónimo de neurosis, caos, fragmentación, inseguridad, ambientes sórdidos o arrabales inescrutables. Los urbanícolas, que hemos ido adaptándonos a nuestro territorio de asfalto, estamos igualmente delineándonos rostros  con acentos cada vez más parecidos a la rudeza de nuestras urbes. Ello, construido también en la literatura, nos invita a revisar  de nuevo de qué manera el lenguaje nos permite comprender, condenar o, simplemente, recrear la ciudad literaria.

   Para abordar el estudio de la ciudad en la literatura parto de una primera reflexión que me llevó a entender a la ciudad según la línea planteada por Roland Barthes en su ensayo “Semiología y urbanismo” ((1990) 1997) en el que buscaba –a propósito de Kevin Lynch- la manera de encontrar una imagen de la ciudad, en la medida en que los citadinos somos “lectores de esa ciudad” (Barthes, 1997: 259). Para Barthes ser lector de la ciudad es una actividad inherente al habitante urbano; esto, a su vez, implica la intervención de un segundo paso: el de la escritura. Si leemos la ciudad, si la interpretamos, si la llenamos de significados, la consecuencia posible será escribirla, transformarla en discurso. El semiólogo especifica: “La ciudad es un discurso, y ese discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes, nosotros hablamos a nuestra ciudad, la ciudad en la que nos encontramos, sólo con habitarla, recorrerla, mirarla” (Barthes, 1997: 260). Más adelante insistirá: “la ciudad es una escritura; quien se desplaza por la ciudad, es decir, el usuario de la ciudad (que somos todos los que vivimos en medios urbanos) es una especie de lector que, según sus obligaciones y sus desplazamientos, aísla fragmentos del enunciado para actualizarlos secretamente” (1997: 264).

   En el ensayo antes citado Barthes desarrolla la interpretación semiológica en torno al fenómeno urbano; el factor más importante es la posibilidad interpretativa del ciudadano frente a su ciudad; los múltiples significantes que ésta aporta –habla de la “naturaleza infinitamente metafórica del discurso urbano” (1997: 264)- y los significados más variados que podemos formular en consecuencia. Todo ello transforma la imagen de la ciudad no sólo desde una perspectiva simbólica, sino también materialmente. De modo que la escritura de la ciudad se convierte en una especie de refundación de la misma.

   La ciudad literaria demanda en su construcción discursiva algunas condiciones estilísticas, estructurales y expresivas muy concretas. Una de ellas es la presencia de elementos de carácter descriptivo en los que, a su vez, se percibe el trabajo estético del creador. La condición física caracterizadora de la ciudad nos lleva a asumirla desde su naturaleza territorial; la exploración de esa superficie a través de la palabra constituye una de las primeras formas de construcción del discurso urbano. Esto también lo encontramos en la poesía donde la referencialidad  espacial puede estar presente y ubicarnos muy puntualmente en lugares reales.

   Desde este tenor abordamos en la poesía de José Emilio Pacheco la noción de ciudad. Si bien el autor ha mantenido el tópico urbano como una constante a lo largo de su obra, lo ha hecho también desde ángulos diversos. Desde su primer libro Los elementos de la noche (1963), donde ya está presente la ciudad,  pasando por El reposo del fuego (1966), en el que  nos habla de la urbe fracturada: el yo poético dirá: “Contempla tu dominio: este es tu reino,/ una triste ciudad de agua y aceite que sin unirse flotan”; más tarde en su poemario Irás y no volverás (1973) mira a Vancouver, en sus “Tres poemas canadienses”. En Tarde o Temprano (1980) continúa mostrándonos  la ciudad apocalíptica, violenta,  inmersa en la suciedad y el caos.

   A lo largo de su obra nos hablará de ciudades concretas con referentes reales como Montevideo, Buenos Aires, Vancouver y, por supuesto, Ciudad de México. A esta última nos remitiremos a través del estudio de su poemario Miro la Tierra (1986), y más aún, a su primera parte, “Las ruinas de México (Elegía del retorno). El largo poema, dividido en cinco partes, se detiene en la Ciudad de México en los días posteriores al terremoto que la sacudió en septiembre de 1985. Es la ciudad devastada, literalmente en ruinas que produce en la voz poética la misma sensación de acabamiento:

                       De aquella parte de la ciudad que por derecho
                       de nacimiento y crecimiento, odio y amor
                       puedo llamar la mía (a sabiendas
                       de que nada es de nadie),
                       no queda piedra sobre piedra.

                       Esta que aquí no ves, que allí no está
                       Ni volverá a alzarse nunca, fue en otro mundo
                       La casa en que abrí los ojos.
                       La venida que pueblan damnificados
                       Me enseñó a caminar.
                       Jugué en el parque
                       Hoy repleto de tiendas de campaña.

                       Terminó mi pasado.
                       Las ruinas se desploman en mi interior.
                       Siempre hay más, siempre hay más.
                       La caída no toca fondo. (1986: 16)

   La destrucción que todo lo puebla se asume desde una experiencia subjetiva del yo poético que habla de su casa, el parque, la avenida…lugares vinculados a su infancia y a su vida  personal. El acabamiento alcanza visos de holocausto en la medida en que esté estrechamente vinculado a quien enuncia la palabra poética.

   Al tratarse de una elegía, encontraremos el clamor de quien llora a la ciudad en agonía, con un dejo de fatalismo. El yo dice: “La ciudad ya estaba herida de muerte./El terremoto vino a consumar/cuatro siglos de eternas destrucciones.” (pág 20). La memoria histórica que parte de la época prehispánica se hace presente con tonos de destino fatal ya escrito por la sucesión de acontecimientos que han ido de-construyendo a la ciudad, como ya apuntaba Barthes en sus reflexiones en torno a la semiótica urbana. Se plantea además una simbiosis entre el yo poético y la ciudad que vive su acabamiento, “las ruinas se desploman en mi interior”, dirá el poeta. Pero no solo está dentro de sí el acabamiento, experimenta también un sentido de culpa, de responsabilidad  por estar vivo  y no haber padecido la tragedia que embarga a los demás; por todo ello pide perdón a sus víctimas:

                       Ruego que me perdonen porque nunca encontraron
                       su rostro verdadero en el cuerpo de tantos
                       que ahora se desintegran en la fosa común
                       y dentro de nosotros siguen muriendo.

                       Muerto que no conozco, mujer desnuda
                       Sin más cara que el yeso funeral,
                       el sudario de los escombros, la última
                       cortesía del infinito desplome:
                       tú, el enterrado en vida; tú, mutilada;
                       tú que sobreviviste para sufrir
                       la inexpresable asfixia: perdón (pág 18)

   Al perdón lo acompaña la gratitud también por aquellos que ayudaron con generosidad y valentía a salvar víctimas, a levantar escombros. Son los únicos versos en los que anida el sentido humano por sobre la destrucción y la desesperanza.

                       Para los que ayudaron, gratitud eterna, homenaje.
                       Cómo olvidar –joven desconocida, muchacho anónimo,
                       anciano jubilado, madre de todos, héroes sin nombre-
                       que ustedes fueron desde el primer minuto de espanto
                       a detener la muerte con la sangre
                       de sus manos y de sus lágrimas;
                       con la certeza
                       de que el otro soy yo, yo soy el otro,
                       y tu dolor, mi prójimo lejano,
                       es mi más hondo sufrimiento (página 19)

    Se trata de un poemario en el que prevalece la denotación, la denuncia y el dolor en su más puro acento. Casi todos sus versos carecen de figuras literarias pues el mensaje  pretende ser claro y desgarrado.

   En sus doce apartados se asume un tono catastrofista donde pareciera no haber más salida que la derrota que ha impreso el terremoto en la ciudad, en sus habitantes, en sus dolientes, en cada uno de sus rincones. La voz del yo no logra expresar ningún aliento de esperanza. Es la ciudad fragmentada que no tiene alternativa de reconstrucción. La única salida es hacer una nueva ciudad, una diferente porque la anterior dejó de existir.

                       Jamás aprenderemos a vivir
                       en la epopeya del estrago.
                       Nunca será posible aceptar lo ocurrido
                       hacer un pacto con el sismo,
                       olvidar a los que murieron.

                       Con piedras de las ruinas ¿vamos a hacer
                       otra ciudad, otro país, otra vida?
                       De otra manera seguirá el derrumbe.

   Con esos versos concluye el poema. La interrogante que plantea deja en pie la posibilidad de rehacer lo destruido, pero también sugiere una negativa a la propuesta. No sólo se trata de hacer otra vez la ciudad, incluye al país y más aún, a la vida. Podríamos entenderlo como algo inalcanzable, sin embargo necesario por inevitable, pues, como señala el Yo lírico: “de otra manera seguirá el derrumbe”. El tono desconsolado alcanza visos de un destino inescrutable y siempre fatal.

   La ciudad de José Emilio Pacheco es aquella que el hombre construye cimentada en la fragilidad;  es cambiante y vulnerable no sólo al paso del tiempo sino también a la fuerza devastadora de la naturaleza que es capaz de arrasarla y convertirla en un inmenso vacío.
    

 Bibliografía:
Barthes, Roland: Semiología y Urbanismo. (1990; 1997). Editorial Paidós. Barcelona.
Pacheco, José Emilio. 1963. Los Elementos de la noche. Editorial Era. México.
_________________.1960. El reposo del fuego. Editorial Era. México
_________________. 1973. Irás y no volverás. Editorial Era. México.
_________________- 1980. Tarde o temprano.  Editorial Era. México
_________________. 1986. Miro la Tierra.  Editorial Era. México


                      

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