viernes, 26 de julio de 2013

Un lamento en el bosque


Vivir en el bosque tiene un sin fin de atractivos, y también muchas limitaciones que superar. Llueve sin parar durante más de seis meses, los rayos caen con la intensidad de las tormentas y eso supone estar sin luz eléctrica durante cinco o seis días. Digamos que los servicios básicos de cualquiera se ven afectados de manera radical cuando vives en este paisaje. Entre otras cosas, cuando llegamos aquí nos dijeron que no tendríamos toma de agua y que era indispensable una cisterna que llenaríamos con los camiones de pipas. Tomando en cuenta los cuidados necesarios la pipa  derramada nos podría durar un mes.
    Habíamos cumplido dos años en estas alturas cuando nos dimos cuenta que el agua apenas nos duraba una semana. En ese lapso de tiempo perdíamos diez  mil litros del preciado líquido. Era inevitable; había que vaciar la cisterna para reparar la fuga. Así lo hicimos después de varios días de extraer el agua con cubetas que entraban y salían de nuestra cisterna mientras los huesos crujían del esfuerzo de agacharse e incorporarse. Arriba, abajo. Recoges el agua, la amarras a una cuerda, la subes, vuelves a bajar,  así horas interminables. Por fin quedó vacía. La examinamos detenidamente: estaba llena de grietas por donde había estado saliendo incesantemente el agua.
    Pedimos la opinión de Bustamante, uno de los plomeros que tanto nos habían ayudado en la construcción de la casa y nos aconsejó tapizarla con pintura de piscina. Es impermeable y taparía todas las grietas. Se trata de un líquido sumamente tóxico que hay que diluir con tiner para que supere la condición espesa, casi sólida que lo caracteriza. Pero Bustamante había trabajado muchas veces en estos menesteres y sabría hacerlo. Casualmente este accidentado inconveniente había ocurrido dos días antes de que se celebrara la fiesta del pueblo. Es el fin de semana más próximo al once de febrero, día de la Virgen de Lourdes. En esos días habían traído las máquinas de juegos para los niños: sillas voladoras, carritos chocones, caballitos. Veías el espectáculo como si  participaras de un cuento infantil. El ambiente de un gran  circo estaba frente a nuestros ojos; era la  feria anhelada, el gusto por estar contentos y que el asueto fuera la consigna para todos. 
   En este país no se concibe ninguna fiesta sin cohetes. Así que desde la madrugada mis perros estaban desesperados con los cohetazos que lanzaban a granel desde la iglesia del poblado. Hacia las ocho de la mañana se acercó Bustamante, uno de los grandes promotores de la fiesta, que había adquirido el compromiso de pintarnos la cisterna. Venía con un sobrino también experto en tinturas. Les abrí la puerta y Bustamante me comentó que el chico se quedaría trabajando en la cisterna: un agujero de concreto al que se introdujo con la ayuda de una escalera que habíamos comprado para alcanzar los techos altos construidos años atrás.
   Me distraje durante unos quince minutos. Había olvidado la comida de los perros. Fui a buscarlos, y oí un lamento que salía de la cisterna: ¡muuummmumu! Lastimosamente alguien se quejaba, con sonidos guturales que recordaba el grito de quien está muriendo. Sabía que el sobrino de Bustamante estaba allí dentro y pensé que, a pesar de los gritos angustiosos, el chico podría estar bromeando, estaba allí hacía quince minutos, yo lo vi bajar las escaleras en perfectas condiciones físicas. Como los gritos seguían me acerqué al agujero; me quedé pasmada con el espectáculo que tenía frente a mis ojos: el chico estaba tirado en el suelo completamente  embadurnado de la pintura azul. Sin poder si quiera incorporarse, seguía lanzado quejidos con la desesperación de quien se sabe atrapado en ese lodazal de pintura que lo cubría de pies a cabeza. Corrí a llamar a Bustamante que en ese momento venía en la procesión con la  que se inicia la fiesta del poblado. Una procesión en la que, por supuesto, echan cohetes y además se encaminan cantando canciones religiosas para ir rumbo a la iglesia. Prácticamente el poblado entero estaba allí y todos pasaban muy cerca de nuestra casa. Mi voz tenía el timbre de la urgencia y el hombre llegó de inmediato. Entró a la cisterna y empezó también él a gritar: - Ayúdenme, me estoy intoxicando y no puedo sacarlo. Ahora sí, necesitábamos a mucha más gente. Y esa gente llegó. El poblado en pleno estaba en el jardín de nuestra casa, tratando de rescatar al chico que seguía en el suelo  y a su tío. Con el esfuerzo de cuatro hombres lograron subir a los dos pero ya el chico estaba prácticamente envenenado. Abría mucho los ojos,  su mirada se perdía, blanca, desviada hacia la nada. Todo su cuerpo estaba azul, así que las cuarenta y tantas personas que lo rodeaban opinaban a la vez: que le trajera otro pantalón, el suyo se lo habían quitado a jirones, que le dieran agua con azúcar, que no, que mejor una coca cola. Corría yendo y viniendo de dentro de la casa a ese jardín lleno de gente cuando ocurrió lo inevitable. Una mujer entró dando gritos salvajes. Era la madre del chico que lo miraba y gritaba más y más. El chico empezaba a recuperar el color del semblante muy lentamente; le costaba respirar y los gritos de la madre acentuaban el tono trágico a la escena.
   La llamada a la ambulancia fue inevitable pero llevábamos más de media hora esperándola sin que auto alguno se acercara. La desesperación se apoderaba de todos hasta que decidimos tomar el control de lo que se convertía en un verdadero caos. Tomamos el carro y nos fuimos con el chico, la mamá, el tío y el padre a un ambulatorio en el que de inmediato lo atendieron con suero inyectado en la vena, oxígeno para su pulmones intoxicados y la tranquilidad de estar acompañado de gente experta que podría sacarlo de ese estado de letargo profundo.
   La crisis se estaba superando y nosotros podíamos regresar a casa. La novedad acentuaba nuestra indignación: el chico tenía solo 16 años; si ese menor de edad no hubiera sido escuchado cuando pasaba cerca de allí la tragedia se habría apoderado de nosotros y seríamos responsables de su muerte. El final feliz llegó, el chico se recuperó después de varios días de hospitalización, de un corte de pelo al cero pues su cabeza seguía azul y de una reprimenda de nuestra parte para él y para Bustamante que prefirió lanzar cohetes a cuidar el compromiso de un trabajo delicado para un menor.