viernes, 23 de mayo de 2014

La ceniza que nos cubre





Guadalupe I Carrillo T


La infancia, esa etapa de la vida tantas veces celebrada por poetas y trovadores, no siempre luce con luz propia. Tiene, como todo lo que atañe al ser humano,  claros y  oscuros. En esa bruma que se llama recuerdo, me acerco a mis siete años en la escuela para niñas que llevaban adelante un grupo de religiosas. Cursaba el primer año de primaria; me sentía mayor por haber salido del pre-escolar; a diario  ramalazos de alegría se apoderaban de mí; estaba estrenando una nueva etapa de vida.

   La rutina de hacer fila, levantar el brazo para la distancia entre una y otra compañera, rezar, cantar el himno nacional y desfilar a las aulas se repetía varias veces al día: al inicio y después de cada recreo. Esa rutina se vio de pronto alterada cuando en medio de los empujones que traen los finales del recreo, una de las niñas de los cursos más altos pasó junto a mí  y me zarandeó con un buen jalón de pelo. Me asustó la violencia de aquel gesto improvisado pero lo atribuí a un descuido pasajero.

   El miedo, sin embargo, se alojó en mí cinco días después de que aquella estudiante  hubiese repetido en cada uno de los momentos en que hacíamos la fila el mismo acto: un duro y estremecido jalón. El silencio, compañero inevitable del temor, me mantuvo agazapada en la resignación de ser agredida. Cuando el escenario mañanero repetía una y otra vez el momento en que mi verdugo privado volvería a ejecutar su agresión, me quedaba paralizada, mirándola desde mi vulnerabilidad. 

   No aguanté más. Lo dije a mi madre, siempre con la duda de si sería creída mi pequeña historia de tortura matutina. Creo que la intuición de la que ella gozó  toda su vida, supo reconocer este acto de bullying que su hija padecía.
   Sin hacer mayores preguntas, sin mencionar la gravedad de lo que ocurría,  mi madre actuó. Al día siguiente se acercó a mí una de las religiosas. Me miró fijamente, con serena convicción me tomó de la mano y me dijo: “Ven, no tengas miedo. Vamos a la fila de las niñas de sexto”. Cuando nos acercamos allí me animó: “Señálame quién de ellas te está tirando del pelo”. Mi dedo acusador se movió con la urgencia del sometido. La miré de frente y dije: “Es ella”. La religiosa me acompañó de nuevo a mi fila. “Nunca más va a ocurrir”. Fue su comentario final. Las lágrimas corrían por mi rostro compungido; la abracé por la cintura en señal de absoluta gratitud. Efectivamente, nunca volvió a ocurrir.

   Esta historia con final feliz, se convierte hoy en un relato rosa ante la gravedad de lo que pasa en México con las prácticas del bullying.  El día 20 de mayo, hace tres días,  murió el niño de doce años, Héctor Alejandro Martínez, estudiante  de la secundaria número siete en Ciudad Victoria, Tamaulipas. Seis días atrás sus compañeros de clases lo sujetaron por los brazos y las piernas para convertirlo en un “columpio” humano. El zarandeo llevó a que el cuerpo de Héctor se golpease con la pared una y otra vez, hasta que perdió el conocimiento. Los golpes le habían causado un traumatismo cráneo encefálico que le provocó muerte cerebral.

   Esta muerte prematura producto de la violencia de otros chicos de la misma edad, que además convivían diariamente con el adolescente, no puede más que estremecer nuestras entrañas. La conmoción nacional no es suficiente ante este crimen -acuñarle otro sustantivo sería caer en eufemismos imperdonables-.

   En el portal de youtube subieron hace un par de días el acto de humillación y maltrato al que fue sometida una adolescente de unos catorce años en la ciudad de Zacatecas. Sus compañeros la rodearon, le echaron en cara que la chica les escribía mensajes hirientes en las redes sociales y le pedían que se disculpara. Inicialmente la chica se resistió, pero sus compañeros, especialmente una de ellas, la forzaron a hacerlo con tirones de pelo que lanzaron al suelo a la agredida. Con su cuerpo en tierra le ordenaron que tenía que arrodillarse para pedir disculpas: “¡Te arrodillas, cabrona!”. “¡Y lo dices recio que no te oímos!” El espectáculo duró unos cuatro minutos. A medida que crecía la rabia en la compañera, la chica recibía una lluvia de patadas en su estómago y piernas, mientras los compañeros, con la voz asustada ante la rudeza inclemente de aquella acosadora, le pedían que detuviese el castigo que cobraba dimensiones alarmantes. 

   Según datos arrojados por el periódico El Economista, de acuerdo a los estudios de la OCDE,  México ocupa el primer lugar a nivel internacional con mayores casos de bullying en el nivel secundaria. La Comisión de Derechos Humanos documentó que en 2011, el 30% de los niños de primaria declararon sufrir de bullying; para 2013 ya la cifra subió a 40%.

    La violencia que se ha apoderado de la población adolescente cobra dimensiones escalofriantes y nos cuestiona en la raíz de nuestro entramado social. Estas generaciones que apenas se asoman a la vida, arrastran una herencia ancestral llamada odio, miedo, rabia. Sus carencias son su piel, su puñetazo.  Recuerdo los versos del gran poeta pastor, Miguel Hernández, cuando enfático decía: “No perdono a la muerte enamorada/no perdono a la vida desatenta/no perdono a la tierra ni a la nada”.

   Lo imperdonable que nombra Miguel Hernández  tendría que ser el motor que nos anime a decir BASTA. Mirar la importancia de la educación de calidad, preparar a los maestros, darles la formación adecuada, sensibilizarlos, es el comienzo de ese gran reto que se llama EDUCAR.  Apenas el primer paso para que nuestros alumnos sean atendidos, escuchados y también, por supuesto, amados. Solo así se curan las heridas enquistadas en la sociedad, solo así dejarán de pensar que la solución está en el golpe, en la humillación, en la violencia desalmada.