Guadalupe Isabel Carrillo Torea
Algunas de las grandes ciudades de nuestros países
latinoamericanos fueron re fundadas por el ritmo de una modernidad que se
impuso irregular y tardíamente en toda América Latina. Para enumerar algunas
capitales tendríamos los ejemplos de Buenos Aires y Ciudad de México
convertidas actualmente en mega-ciudades;
o bien Caracas, mucho más pequeña
en dimensiones, pero inmersa en una anarquía vial y peatonal que pareciera
irresoluble.
Los problemas urbanos que se empezaban a
generar en ellas desde mediados de siglo se han acentuado poderosamente,
contribuyendo a que la ciudad sea sinónimo de neurosis, caos, fragmentación,
inseguridad, ambientes sórdidos o arrabales inescrutables. Los urbanícolas, que
hemos ido adaptándonos a nuestro territorio de asfalto, estamos igualmente
delineándonos rostros con acentos cada
vez más parecidos a la rudeza de nuestras urbes. Ello, construido también en la
literatura, nos invita a revisar de
nuevo de qué manera el lenguaje nos permite comprender, condenar o,
simplemente, recrear la ciudad literaria.
El
siglo XXI que estamos aún relatando ha propuesto sobre la marcha de nuestros
pasos alternativas sociales y culturales de diverso tenor a lo que se
experimentó en las pasadas décadas de los setenta, ochenta y los noventa. La pluralidad
reflexiva, la realidad de los multimedia unida a la exacerbación de datos,
textos o ideologías van coloreando un panorama de multidisciplinariedad de muy
nuevos acentos.
La urbe, sin modificar los espacios ya
andados por muchos caminantes citadinos de pasadas décadas, es sin embargo
asimilada, sufrida o exaltada desde otras tesituras que, definitivamente, han
ido cambiando la manera de representarla a través de la literatura. Julio Ortega asegura que “vivimos hoy la
ciudad dialógica, donde cada interlocutor adquiere su identidad en los espacios
descentrados de la esfera pública”[1].
El concepto bajtiniano de lo dialógico que apuesta al intercambio no sólo entre
personajes y autor o entre texto y lector,
puede, por extensión, ampliarse al inevitable entrecruzamiento de experiencias, anodinas muchas de ellas,
que vive todo urbanícola en nuestras ciudades masificadas. La interlocución
deviene unas veces en vivencias que
pueden ser devastadoras, llevándonos a percibir sensaciones de un acabamiento
muy cercano al sentido apocalíptico,
término que con tanta frecuencia se
emplea hoy para referirnos a la ciudad.
Autoras como Mabel Moraña reconoce el
carácter violento de los espacios públicos de los últimos años que es representado
en la narrativa, la poesía o el ensayo; Rossana Reguillo- Cruz habla de la
instauración en la literatura de una lógica del desorden y una estética del caos.
De la urbe para el orbe
En esta primera década del siglo la
narrativa urbana que se produce nos anticipa un abanico de re-interpretaciones
de la ciudad que oscilan en dibujarla
desde un humor refrescante que raya en la ingenuidad, a teñirla de las
más abyectas representaciones. En mayo
del 2006 fue editada una recopilación de cuentos de noveles autores venezolanos titulada “De
la urbe para el orbe”, cuya selección y compilación estuvo a cargo de la
escritora Ana Teresa Torres y de Héctor Torres, quien dirige la página web
www.ficciónbreve.org. En ella 15 jóvenes escritores dan cuenta de relatos cuyas anécdotas se sumergen en el
mundo de lo urbano con tal intensidad que la ciudad, más que ser representada,
es epidermis de los personajes, anclaje social, modo de vida.
El cuento de Carlos Villarino titulado
“Camila y los seres de la noche” aborda
una de las alternativas ficcionales en la cual lo urbano enseña uno más de sus
rostros: la noche como atmósfera que re-diseña la ciudad. El relato da cuenta del cotidiano quehacer de
un oficial de la División
contra Homicidios, que realiza su guardia nocturna a la espera de algún
acontecimiento que exija su presencia. El narrador nos muestra, a través de la
descripción del espacio y de las sensaciones que experimenta el personaje, a un
individuo anodino, sumergido en la rutina de un mundo laboral que rechaza. Su
nombre se omite al igual que sus características físicas; sólo están presentes
sus reflexiones y la resignación que lo acompaña a lo largo de la vigilia:
Hasta este mes trabaja en la División Contra Homicidios,
pedirá traslado a otra dependencia, ya no soporta el olor a placenta fresca
cada vez que descubre un nonato envuelto en papel periódico o tener que tomar
miles de contradictorias declaraciones de quienes habiendo visto todo, no
recuerdan o no quieren recordar nada de lo que les pueda ser útil en la
resolución de un caso. Como si llevara esferas de plomo en la sangre siente su
cuerpo más pesado que nunca, se entierra en el asiento de la patrulla y cierra
los ojos para no seguir viendo lo que ocurre a su alrededor. El oficial que
conduce el vehículo lo ve condescendientemente, y aunque la autopista está
desolada, disminuye la velocidad, dándose así unos minutos adicionales al
detective para que repose en el asiento contiguo. La patrulla avanza sin prisa
hacia el lugar de los hechos, nadie tiene urgencia en llegar. (2006: 33)
El
sentimiento de resignación y rechazo que padece nuestro protagonista lo ubican dentro de esa
especie humana que mira la vida con desencanto; una suerte de insatisfacción lo
invade, inhibiendo sus deseos. Ser policía
y cumplir con el deber más allá de sus aficiones personales, lo perfilan
como esa voz oficial que asiste a las entrañas nocturnas de la ciudad y a sus
deformes expresiones. Él mismo se define como “turista nocturno”, aquel que
mira, pero no forma parte del mundo que se construye en la noche; ese
distanciamiento nos permite observar la ciudad desde un extrañamiento en el
cual se la define como una suerte de inframundo; en ella habitan seres
prácticamente fantasmales que podrían
realizar las mayores atrocidades.
La legalidad que progresivamente el relato
va diseñando, nos muestra un argumento muy semejante al de un texto policiaco: un crimen ha ocurrido en
la habitación de un hotel. Un hombre se encuentra muerto y semidesnudo en la
alfombra de la habitación. Una mujer se desmaya desnuda en el lobby del hotel,
mientras la tercera yace desvanecida en la misma habitación 405. Aparentemente
se trata de un crimen pasional por el desenvolvimiento de los actos: primero se
instalan las mujeres, media hora más tarde aparece el hombre sin conocer el
número de la habitación y dando el nombre de su esposa –una de esas mujeres-.
La entrada del hombre a la habitación y los gritos posteriores alarman al
personal del hotel que llama a la
Policía.
En su papel de reconstructor de los hechos,
nuestro personaje ve con claridad la supuesta infidelidad de una frente al
drama del otro que, personalmente, vengará su honor mancillado. Episodios que
se repiten en su larga trayectoria como Jefe de Homicidios y que lo mantiene en
la rutina de siempre.
El
narrador elabora el argumento a través un suspenso que atrapa al lector; sin
embargo no es esta anécdota el asunto central. La atención se detiene en un
evento aparentemente secundario: En la habitación contigua, la 404 se han dado
cita otras dos mujeres y un hombre por unas cuantas horas de esa madrugada. Su
entrada y salida del hotel se ha realizado con tranquilidad, sin llamar la
atención de nadie. Hasta el momento el foco narrativo alumbraba al personaje
masculino únicamente; todo lo veíamos a través de su mirada distante; el
inframundo al que asiste casi todas las noches le asquea, haciéndolo sentir
extranjero en tierra de nadie. Sin embargo, el movimiento focal modifica su
orientación para mostrarnos la ciudad nocturna desde la mirada de aquellos que la habitan
involucrándose en sus devaneos:
El silencio superficial de la noche esconde una dinámica
profunda. Hacia la media noche la ciudad está encendida de extremo a extremo,
una frenética actividad se está llevando a cabo en los sótanos de los clubes,
los hospitales, los salones de baile, la medicatura forense, los cibercafés,
las funerarias, las discotecas, los cementerios. Sucesiva y simultáneamente,
telúricos movimientos sacuden el lecho ocasional en el que los amantes se dan
encuentro. Por los cuatro puntos cardinales la lava ardiente del deseo mueve la
tectónica de placas del inconciente colectivo, que estalla en erupciones de
semen, sudor y sangre. Son los seres de la oscuridad que cada noche se despojan
de su piel diurna para deslizarse por el asfalto capitalino, reptando por entre
calles y avenidas, destilando feromonas e inyectando su veneno. Son los seres
de la noche, esos que a la luz del día se esconden bajo la piel de un pastor de
iglesia, una secretaria, un padre de familia, un estudiante universitario o una
niña de su casa. (2006: 29-30).
Ciudad nocturna:
pos-apocalipsis cotidiano
La
presencia de los “seres de la noche”, como son descritos en el relato, no es un
referente más dentro del marasmo urbano que aquí se proyecta. Son más bien las
representaciones de lo que Boris Muñoz,
tomándolo a su vez de Carlos Monsiváis,
ha venido a llamar como pos-apocalipsis. Para Muñoz la ciudad
contemporánea, esa ciudad caos que deviene en acabamiento, mantiene su vida más
allá de su evidente sentido destructivo. Advierten ambos autores la llegada de
un Apocalipsis que ha conducido a las grandes metrópolis a convivir con tal situación,
al extremo de instalarse en ese pos-apocalipsis que dibuja sus entrañas
hostiles como una forma más de vida.
La oscuridad juega un papel clave para que
la vida de los que a plena luz cumplen roles de ciudadanos comunes para
transformarse en la noche en aquello que ansían profundamente. Secretas fantasías
se convierten en perversiones consumadas de esos “seres de la noche” que
parecieran, según se describe en el relato, formar una tribu con visos de
animalidad:
No todos los que
transitan en la oscuridad de la noche pertenecen a ésta,
los seres de la noche no son simples
personas que por error se han salido
de sus cálidas camas. Los seres de la noche son aquellos que se
alimentan en la penumbra y han aguzado sus sentidos más allá de cualquier
límite, siendo capaces de oler a kilómetros a otros de su especie. Se reconocen
a sí por las feromonas que destilan a su paso, beben las secreciones corporales
de sus víctimas y se aglomeran entre las grietas de la ciudad, donde celebran
orgiásticos las milenarias fiestas del dios Baco. Ocasionalmente matan a los
que consideran turistas, animales diurnos que por capricho personal invaden su
territorio (2006: 33).
El placer como fin en sí mismo lleva a
quienes lo experimentan a buscar nuevas alternativas que, muchas veces,
implican la fractura de lo establecido. Transgredir normas y sistemas es una
manera de rediseñar las pulsiones de la ciudad, hecha a fuerza de rupturas y
nuevas componendas. Por ello el foco a través del cual veremos a la urbe
nocturna proviene de uno de los “seres de la noche”. Camila, la esposa del
oficial de policía, se encuentra en su cama cuando él regresa después de una
noche de vigilia y crueldad. El oficial busca su cuerpo con elocuente deseos de
poseerla mientras ella recuerda entre sueños la experiencia que recién vivió en
la habitación 404 de uno de tantos hoteles de la ciudad. Refiriéndose al
oficial nos detalla el narrador:
Camila tiene su
mente ocupada en los recuerdos, y él no sabe que cuando se dirigía semidormido
al lugar de los hechos, Camila era atravesada por el conducto excretor con un
mástil del tamaño de una torre. No sabe que los dedos de aquella amiga jugaron
con el clítoris erecto de su esposa. No sabe tampoco que ella bebió sus fluidos
genitales. Mientras él se despertaba sobresaltado en medio de una pesadilla,
seis brazos y seis piernas se enlazaban en el eterno ritual de semen, sudor y
sangre.
Esa noche, en la suite 404 de un hotel capitalino, los
emisarios del dios Baco oficiaron el bautismo (2006: 40).
Los recuerdos de Camila se vierten en su
inconsciente con la libertad de quien se permite vivir en la transgresión, habitar en los
bordes de la legalidad y, en último término, construir su propio
pos-apocalipsis que no sólo se definirá en términos destructivos, de
acabamiento; lo escatológico, que se manifiesta mediante escenarios o
situaciones sórdidas y perversas, es parte del corolario que acompañarán a los
habitantes nocturnos que re-diseñan a la
ciudad; la oquedad, por tanto, se impone
como registro del paisaje citadino; es la urbe sin dimensiones concretas que se
construye con las formas de vida de quienes la habitan.
Ciudad abismo- ciudad
cimiento
A propósito del cambio que las urbes
experimentan en la actualidad, Boris Muñoz apunta: “la ciudad ya no puede ser
concebida como un espacio estable, sino como una dinámica de permanente cambio
y, en consecuencia, de desequilibrio” (Muñoz,
2003: 82).
Los calificativos con los cuales definimos
las metrópolis del siglo XXI van encaminados a perfilar un rostro de urbe que
pareciera envuelta en una dinámica desenfrenada de experiencias perversas,
decadentes, productoras permanentes de excrecencias y basura. Lo caótico es
parte de su condición de masa gigante cuyos espacios han sido totalmente
cubiertos. El mismo Boris Muñoz detalla
las condiciones de lo escatológico
presentes en el relato:
La primera acepción de escatología se refiere al conjunto
de expresiones o imágenes relacionadas con el excremento. La segunda alude al
estudio de las creencias relativas a los Últimos Días desde la perspectiva
religiosa del fin de los tiempos. Estos dos sentidos de lo escatológico más que
agotar el término lo amplían. Por eso combinarlos en un tercero que conjugue a
ambos, puede ayudar a aclarar cómo el discurso sobre los desechos se articula
con símbolos apocalípticos que aluden a la realidad como una instancia
amenazada por un inminente y múltiple colapso económico, social y ambiental
(Muñoz, 2003: 81)
La cita
transcrita, que habla de la
Ciudad de México, refiere, igualmente, el escenario y sentido
del relato que nos ocupa. La narrativa actual que fija su atención en ese irremediable
marasmo, reconstruye un imaginario urbano paradójico, diverso pero, al mismo
tiempo, inclusivo, donde lo pos-apocalíptico se convierte en una propuesta
estética, más allá de cualquier condición valorativa y crítica.
La experiencia de la ciudad nocturna en la
que habitan seres como fantasmas da cuenta de universos alternativos cuyas
vidas, al margen del orden y la legalidad, son capaces de mantenerse en el anonimato
que concede la oscuridad; vivir en ella; saciar deseos ocultos son algunos de
los rostros diversos y contradictorios que concede la ciudad. El narrador nos
explica: “Son los seres de la noche, esos que a la luz del día se esconden bajo
la piel de un pastor de iglesia, una secretaria, un padre de familia, un
estudiante universitario, una niña de su casa o una esposa enamorada” (2006:
40). La cita da cuenta de individuos que desarrollan vidas comunes,
reconocibles como los urbanícolas que decoran la ciudad. Describirlos en estos
términos es un modo de explicarnos que todos podemos formar parte de la fauna
nocturna, porque, en definitiva, la perversión, el excremento y el caos de la
ciudad lo construimos quienes en ella habitamos; seres del día y de la noche.
Julia Kristeva en su obra Los poderes de
la perversión (1988) señala cuáles son las condiciones ulteriores que hacen
abyectos los espacios o las personas; la escritora señala: “No es por lo tanto
la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba
una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los
lugares, las reglas. La complicidad, lo
ambiguo, lo mismo” ((1988)2004: 9).
La oscuridad como condición para el
anonimato es clave en el desarrollo del relato. Por ella los seres de la noche
actúan con libertad pues saben que no serán reconocidos. El espacio público
citadino se ha visto muchas veces vinculado a “la publicidad de acciones
sociales” esto es que “lo público, como tal conlleva un tipo de actuación
asociada a lo que “a la luz de otros” el individuo declara acerca de sí mismo,
así como lo que interpreta como señales en el comportamiento del resto de
urbanitas”[2].
La posibilidad de ser mirado implica un proceso de evaluación por parte de
terceros a través del cual se crea una atmósfera de extrañamiento en la que uno
mismo puede llegar a sentirse otro, es decir, ajeno de sí. Se trata de un
trabajo especular en el que somos capaces de vernos y crear juicios sobre
nosotros en función de la observación de los demás.
En su
obra Vigilar y castigar (1976)
Michelle Foucault especifica que las miradas se pueden clasificar como una
forma de vigilancia mediante la cual el sujeto que las padece experimenta un
sentimiento coercitivo que lo lleva a asumir códigos de comportamiento
pre-establecidos por el poder: “El ejercicio de la disciplina supone un
dispositivo que coacciona por el juego de la mirada; un aparato en el que las
técnicas que permiten ver inducen efectos de poder y donde, de rechazo, los
medios de coerción hacen claramente visibles aquellos sobre quieres se aplican”
(Foucault, 1976: 175). El acto de intimidación que describe Foucault no tiene
cabida en espacios que la oscuridad y el anonimato protegen de cualquier
intromisión. De tal modo que esa oscuridad en definitiva revela las
posibilidades reales que todos los seres humanos tenemos de realizar actos que
podrían ser reprobatorios y que revelarían nuestras más íntimas perversiones.
Si bien el desencanto como forma de vida en
la ciudad está presente; de la misma forma el pos-apocalipsis implica la
convergencia del caos y el orden, el abismo y la permanencia, la rutina y la
novedad: la experiencia urbana que nos seduce y
atemoriza. Es, en definitiva, la nueva propuesta para entender los
vaivenes de la ciudad.
BIBLIOGRAFÍA
Básica:
TORRES,
Ana Teresa; TORRES, Héctor. 2006. De la
urbe para el orbe. Nueva narrativa urbana. Editorial ALFADIL. Caracas.
Complementaria
BARTHES,
Roland. (1990) 1997. La aventura
semiológica. Paidós comunicación. 2da reimpresión. Barcelona.
FOCAULT,
Michelle. (1976) 1988.Vigilar y castigar.
Siglo XXI Editores. 14 edición. Buenos Aires.
KRISTEVA,
Julia (1988) 2004. Los poderes de la
perversión. Siglo XXI Editores. Argentina.
LOTMAN,
Iuri. 1996. Semiósfera I. Semiótica de la
cultura y del texto. Editorial Frónesis. Cátedra. Madrid.
MUÑOZ,
Boris y SPITTA, Silvia, Editores. 2003. Más
allá de la ciudad letrada: crónicas y espacios urbanos. Instituto
Internacional de Literatura Iberoamericana. Pittsburg. USA.
[1] En la página web http://www.analitica.com
VENEZUELA. 6 de septiembre de 2004.
[2] En Sincronía Otoño 2003. De la
Peña , Gabriela: “Simmel y la Escuela de Chicago en
torno a los espacios públicos en la ciudad”: http://sincronía.cucsh.udg.mx/pena03.htm