Guadalupe I Carrillo T
La
noticia de la muerte del actor Robin Williams resulta no solo dolorosa, es
cruel; se engarza dentro de ese terrible remolino que es el absurdo de donde
salió contaminado por la derrota. Su carrera artística de impecable factura, contaba
con el sello indeleble de la mirada comprensiva hacia un ser humano que se sabe
frágil, débil en su estabilidad y, por ello, profundamente compasivo.
La
risa fácil que era capaz de hacer brotar en los numerosos espectadores que
disfrutamos hasta las lágrimas de su humor contagioso y magistral será la
imagen imborrable de nuestro ya añorado Robin. Porque cuando un ser humano es,
por naturaleza, luminoso, su presencia resulta imprescindible.
De las numerosas películas que protagonizó,
rescato “La Sociedad de los poetas muertos”, película estrenada en 1989, con el
guion de Tom Schulman que adaptó al cine la novela homónima de la
norteamericana Nancy H. Kleinbaum. La historia asentada en 1959 nos muestra la
experiencia de un grupo de jóvenes de entre 16 y 18 años de edad que entran a
cursar sus últimos años de preparatoria en la famosa Academia, una de las
instituciones más prestigiosas de Estados Unidos, cuyo legado más robusto se
traducía en el más rancio conservadurismo; en la preservación de los valores
que por décadas los norteamericanos consideraban pilares de la moral y buenas
costumbres: “Tradición, Honor, Disciplina y Excelencia”, era el lema que hacían
recitar, como un ensalmo, a sus
estudiantes para que, quizás, les entrara a la piel, o a ese inconsciente que
los sistemas dominantes desean manipular en las masas, con la tenacidad de un
ladrón.
John Keating, encarnado por Robin Williams,
era el nuevo profesor de literatura de la institución. A pesar de que las
generaciones anteriores se habían enfrentado al estudio de la literatura desde
la mirada miope de una tradición anquilosada, Keating abrió el horizonte interminable
de la belleza: la poesía sería para los estudiantes el nuevo y desconocido
timón con el que recorrerían los mares de su mundo interior. De la mano de la
poesía, Keating les enseñaría ángulos impensables desde donde la vida se
convertía en caleidoscopio.
El juego entre lo literal y lo metafórico
empleado por el profesor –les animó a mirar alto y para ello todos tenían que
subirse a los pupitres- surtió un efecto curativo que rayaba en lo milagroso:
los jóvenes dejaban de lado la opresión asumida por padres y maestros y tomaban
las riendas de su felicidad. Para ello era inevitable el choque de generaciones
y lo que había comenzado como una terapia liberadora se convirtió, a la larga,
en el drama de quienes sucumben al sistema represor.
Sin embargo este final inevitable no deviene
en catástrofe para todos. A los jóvenes los había tocado la poesía en el rincón
más claro de sus almas. La literatura los había convocado a ese paraíso que se
llama libertad de pensar. Lo que parecía intocable se convirtió en lugar común:
también ellos podían romper amarras en busca de nuevos horizontes.
El
profesor Keating dejó de lado la teoría y les mostró el rostro real de la
literatura: representar la vida con la palabra exacta, llamar al ser humano por
su condición más noble, incluir la belleza en el vocabulario cotidiano: ¡Oh,
capitán! ¡Mi capitán! –eran los versos de Wall Whitman que recitaba Keating- “Levanta
y escucha las campanas/ levántate, por ti se ha izado la bandera, por ti vibra
el clarín”. Los versos que Whitman dedicara a Lincon, eran repetidos por el
profesor como ese mágico conjuro que invitaba a los chicos a izar sus propias
banderas con el aire limpio de otras costas.
Ese era también Robin Williams; la mágica
sensibilidad que brotaba en sus actuaciones nos hablaba de un hombre conocedor
de bajezas y noblezas, de allí su insistente comprensión del ser humano que se
visualizaba a través de sus incontables actuaciones. Hay un duelo en el
aplauso. Robin Williams pereció tras luchar muchos años contra una insalvable
tragedia personal. Su recuerdo quedará, para nosotros, intacto.