miércoles, 3 de septiembre de 2014

ESA SORPRESA INTERMINABLE


GUADALUPE I CARRILLO TOREA


   La facultad de humanidades convocaba a nuevos grupos de alumnos a participar en el programa de Maestría y Doctorado en Humanidades. Uno de los muchos requisitos que se les exigen a los estudiantes es la asistencia a lo que bautizaron “curso de inducción”. Es decir que nosotros los profesores debemos inducirlos, inclinarlos, arrastrarlos al mejor puerto posible: la realización de un proyecto de investigación coherente con las especialidades escogidas que más tarde se convertirá en su trabajo de tesis. Con él podrán alcanzar el grado al que aspiran.

   Por fortuna para mí, estoy tanto en el área de Estudios Latinoamericanos como en el de Estudios Literarios. Tendría por tanto dos sesiones de curso de inducción. La de Latinoamericanos fue la primera: unos trece alumnos escuchaban con interés y un dejo de temor ante lo desconocido lo que les explicaba: mi línea de investigación, las publicaciones obtenidas producto de esos trabajos, los proyectos actuales. Les relataba mi cartografía académica, que se mezclaba inevitablemente con la de mi vida,  con mis inquietudes. Esos trabajos que, si bien teóricos, te suavizan la corteza interior hasta convertirla en piel de algodón.

   El turno siguiente fue para los chicos de Estudios Literarios. Mi especialidad en letras hizo que entrara al aula con la convicción de quien se sabe en terreno familiar: toda mi formación universitaria se centra en las letras: licenciatura, maestría, doctorado, y mi relación con la literatura ha sido de apego absoluto. Es un amor sin fisuras.

   Previamente había enviado por correo electrónico a los alumnos una investigación mía sobre el discurso narco. En ella abordaba la crónica y la novela que asumen el tópico en toda su amplitud. Unos doce chicos escuchaban los avatares que tanto la universidad como el sistema educativo en turno nos lleva a enfrentar. Unos años nos pedían investigación solitaria. No se podían anotar dos personas en un mismo proyecto, era el individualismo llevado a su máxima expresión. En el último sexenio panista fue al revés: No solo estabas obligado a hacer tus proyectos en grupo;  para tener identidad en la universidad  había que formar parte de un Cuerpo Académico, constituido por tres investigadores como mínimo. Tus trabajos, publicaciones y participaciones en congresos u otros eventos se harían en grupo.

   El cambio lleva también a que la mirada del especialista amplíe sus horizontes. Si desarrollo una investigación y miro en ella lo literario, no puedo dejar de lado la multidisciplinariedad. Estos cambios que nos va regalando el andar universitario te desvía de rumbos unívocos y te concede flexibilidad; lo plural viene a ser la clave para la inclusión.

   Con estas reflexiones inicié mi diálogo con los chicos. Después de mostrar publicaciones y contar el ir y venir de lecturas, escritura y largas horas de estudio, les pregunté por sus proyectos de tesis: Uno había decidido estudiar los caligramas en la obra de Octavio Paz. Otro más, las imágenes poéticas como generadoras de conocimiento. Una tercera me habló de su gusto por la teoría literaria y especialmente por el estructuralismo, así que quería ahondar su estudio en esta rama. El siguiente quería hacer un estudio comparativo en la obra de Mariano Azuela. Prácticamente todos los chicos se inclinaban hacia investigaciones de orden teórico, ultra especializadas. A partir de ahí mi atmósfera interior empezó a enrarecerse. Que la práctica literaria sea la suma de disquisiciones abstractas, o terminologías infinitas; que acercarse a la literatura implique el aislamiento de todo lo demás que no sea el arte en sí mismo, creía yo, era un asunto no solo superado, sino francamente erróneo.

   El ambiente empezó a caldearse cuando pasamos a los comentarios sobre mi estudio del discurso narco. Un chico comentó en tono de indignación contenida, la pertinencia de una investigación semejante. No solo por la inevitable propaganda que se le hace al tema, sino también por el valor artístico de aquellos discursos. Hablaban de lo transitorios que podrían ser y de su muerte prematura.

   La chica que le encantaba el estructuralismo señaló que se sentía tan ajena al tópico que no tenía nada que opinar. Ahí me dejé llevar de mi condición de primera oradora, y le insistí que tenía que comentar “algo” del artículo. Es que creo que no es literatura, fue su lacónico comentario. Ya a esas alturas del asombro, no hubo disimulo en mi reacción: Jóvenes, les dije alarmada, quieren convertir a la literatura en un punto microscópico. No olviden que el texto literario representa lo que nos rodea, la historia del hombre está allí. De suyo, la literatura no podría nunca desvincularse de la vida cotidiana y de aquella más hiperbólica.

   El diálogo, si bien alcanzó tonos bastante bizarros, no llegó a la separación sino al consenso. Admitieron la apertura que ha alcanzado el espectro que llamamos literatura: no hacerlo sería dejar fuera los discursos de las minorías, llámense poesía femenina, literatura testimonial, narcoliteratura…antipoesía, poesía conversacional. Tantas expresiones que se han incorporado a ese decir,  a ese pronunciar el arte con todos sus  ricos matices.


   Si arrinconamos a la literatura, dejará de ser esa expresión de las humanidades que tanto la enaltece.