viernes, 22 de mayo de 2015

ANIVERSARIO



Guadalupe Carrillo Torea




Este mes habrían cumplido 58 años de casados.

   Ella traía aires marinos en su ropa, en su andar determinante a pesar del temor. Había recorrido miles de kilómetros en ese barco que la dejó en el puerto de la Guaira para desplazarse después en carrito público a la perdida ciudad de Valera, en el Estado Trujillo. Fueron doce horas de trayecto por carretera. Y a pesar de hablar el mismo idioma, todo era tan extraño, tan ajeno al puerto de mar de su infancia que se sentía paralizada. El destino: un hospital, para vivirlo desde la mirada de la enfermera, de la trabajadora a tiempo completo. Sin familia, sin amigos; solo con trabajo que llevar adelante.

   Él vivía ahí hacía tantos años que la ciudad se convirtió en la única memoria reconocible; esa ciudad calurosa, al pie de las montañas andinas era una apuesta de vida; quería a su tierra,  amaba el bullicio de sus niños, el lamento  de sus enfermos a quienes deseaba sanar. Sus tres hijos lo acompañaban, le distraían la soledad. Ambos coincidían en el tiempo completo para el trabajo: él, médico, ella, enfermera instrumentista. Coincidencias que, a tantos días y horas de distancia, te acercan al desconocido para que la vida cambie por completo.

   Él sabía que estaban contratando enfermeras del extranjero y no estaba de acuerdo. Si hay tanta carencia laboral, ahora resulta que importamos enfermeras. El colmo. Ella capoteaba obstáculos; la lucha por una rápida y temprana adaptación le urgía. El hospital lo dirigían unas monjitas con verdadera vocación de servicio: “Nuestra Señora de la Paz”, se leía a la entrada del nosocomio. ¿Encontraré la paz? Se preguntaba ella. ¿Vendrá la estabilidad?

   La forzada soltería a la que se había reducido la vida de él le dio bocanadas de fiesta improvisada: era guapo y simpático. La picardía se leía en sus ojos cada vez que se acercaba a alguna falda atractiva, una y otra vez. La fama de roba corazones se había asentado en él como raíz, pero ella no lo sabía.

   Esa mañana en que actuaría como instrumentista por primera vez le advirtieron: “El cirujano es el doctor Pedro Emilio, recuerda que es muy exigente y rápido. Dicen que su dedo tiene un radar para localizar de inmediato la lesión, el tumor o el apéndice”. Eran años en que la anestesia se reducía a una bocanada de cloroformo y la velocidad se convertía en la clave del éxito.

   A pesar de las semanas transcurridas en su nuevo hogar, no se habían cruzado.  Entró a la sala pre-operatoria. Él tenía las manos levantadas, listas para recibir los guantes, cuando la vio. Su traje impecablemente blanco contrastaba con el cabello negro con algunos brillos de plata. El gesto asustadizo no inhibió aquel brillo de sus ojos que los hacían más hermosos. Fue como si lo hubiera atravesado un rayo. Esa enfermera a quien había criticado por ser extranjera era la mujer más guapa que jamás hubiera visto. Poseía una belleza espontánea, sin artilugios, sin cosméticos restauradores.


    Su colega lo esperaba para pasar al quirófano pero se detuvo. “Doctor Gil, vamos a saludar a la señorita Torea que recién llegó al hospital”. Ambos se habían esterilizado las manos pero esa réplica no importó. Se acercó efusivamente y le dio la mano atrapando su mirada café. A partir de entonces aquel lugar adquirió un mágica atmósfera en la que transitaron con el entusiasmo de esos enamoramientos devastadores que solo pueden concluir en unión matrimonial. Era un hombre noble y ella una mujer buena: el proyecto de estar juntos hasta el final resultó. Hoy no son recuerdo, son presencia y caricia en alma.