lunes, 8 de agosto de 2016

La hora violeta

Guadalupe I Carrillo T




Acabamos de regresar al trabajo después de dos semanas de gratas vacaciones. Esos días en los que me sumergí en mi bosque, en los pinos centenarios, también pude hacerlo en lecturas que me alejaran de la cotidianidad universitaria. Escogí para leer un libro  que hacía días me había llamado la atención: La Hora Violeta, del escritor y periodista español Sergio del Molino.

   Ese título seductor, que alude a la hora de la tarde en que cae el sol y todo pareciera violeta,   vino de la mano del contenido: narrar la terrible vivencia de la muerte de su hijo Pablo, a quien  le fue diagnosticada una leucemia fulminante. Pablo tenía diez meses de edad cuando encontraron su sangre alterada y no llegó a cumplir los dos años.

   El  tópico podría llamar a la desmesura emocional, sin embargo el autor logra conjugar el dolor, en su más puro estado, con esa ternura ancestral que siente un padre por su hijo y que suaviza el tono desgarrado: Sergio del Molino buscará, afanosamente, entre agujas, sábanas y paredes de hospital la infancia cristalina que se le va de las manos al hijo:

Hijo, ¿qué te duele, qué puedo hacer? En tu cuna respiras y transpiras con los ojos abiertos, mirando algo que no está aquí, concentrado en tu dolor. Como un animal herido en el bosque, me digo. Casi puedo oler la alfombra de agujas de pino que hay bajo tu cara, y la fragancia de la resina, y escuchar el zumbido de las cigarras y ver los puntos de sol entre las ramas de los árboles. Y tú ahí, yaciente, como un jabalí alanceado que espera la llegada de los perros, ese impertinente galgo que te olisqueará para comprobar que sigues vivo. La cara contra las agujas de pino, el bosque borrándose de tu cuerpo. Animal herido, mi hijo. Animal herido, Pablo.

   El libro cubre un amplio espectro vivencial: desde que Pablo padece una crisis aguda de fiebre, pasando por el momento en que se les comunica al autor y a su esposa el diagnóstico de la leucemia mieloide, para dar paso a la experiencia del hospital, la más larga, la más desgastante. Hay una mirada atenta a sí mismo,  a la torpeza con la que vive el desconcierto de una cotidianidad inédita y, por ello, aplastante: “Despierto ahogado, respirando muy deprisa y con mucho sudor. Me cuesta entender dónde estoy, y el sonido pautado y metódico de la bomba que infunde quimioterapia a mi hijo tarda unos segundos en devolverme una leve sensación de realidad”.

   La consigna del discurso, de principio a fin, es la de no dejarse vencer por el sufrimiento, la de otorgarle al hijo un acompañamiento sereno, dibujar la esperanza cada día, apostar por la vida. Por ello el discurso no cae en demagogias sentimentales, ni en tonos de tragedia delirante. Encontramos risas, y ecos infantiles por todas partes:

Pablo, en su trono, centro del mundo. Como cualquier otro niño en su primer cumpleaños, no entiende por qué hay tanto tío y tanto abuelo a su alrededor, pero no se muestra tímido ni asfixiado. Le gusta el ambiente de juerga, después de tantas semanas de encierro y silencio hospitalario. Le encanta que la gente que lo rodea no lleve batas blancas y solo tenga intención de besarle y darle regalos.

   Hay, pues, un rescate del Pablo niño, de Pablo, un bebé que apenas balbucea el afecto de familia y amigos. A través de sus páginas, el autor logra presentar el privilegio de la paternidad, del amor a ese pequeño que lo cubre todo. Tiene, además, el pudor de omitir los últimos días de su hijo, para hablarnos del tiempo posterior. De los cambios en sus vidas, de la ausencia en el hogar. El escritor fantasea con la posibilidad de hacer de su hijo un personaje feliz, y con un gesto de elocuente ternura nos dirá:

Si Pablo fuera mi personaje, no habría muerto. Viviría para siempre en una habitación de hotel como el astronauta de Kubrick…Si yo pudiera inventarme esta historia, comerías tantas perdices que nos saldrían picos y alas. Y no habría nadie en todo Saskatoon, ni en todo Canadá, ni en todo el hemisferio norte que se riera tan alto y con tanta alegría como mi hijo. Pero esta historia la han escrito otros por mí. Yo solo la estoy llorando. ( Página 277)

   Recomiendo estas páginas que no salen de la ficción. Se presentan como la crónica de un hombre que unge sus demonios sentimentales a través de la palabra, de la honestidad con que escribe este andar, inexorablemente, hacia la muerte del hijo. Es una despedida en la que, contradictoriamente, se eterniza la breve vida de Pablo en esas páginas que lo regresan, lo convocan, lo abrazan en el recuerdo.