miércoles, 19 de junio de 2013

La cotidianidad, una sorpresa permanente


 
Guadalupe Isabel Carrillo T
 

   Siempre podemos suponer que hablar de cotidianidad es sinónimo de “más de lo mismo”, esto es, la rutina que nos marca nuestro ejercicio diario de actividades: levantarte, salir a trabajar, ir a comer, regresar otra vez a casa… Sin embargo, en medio de esa repetición, las posibilidades de salir de la rutina viviendo situaciones insólitas es tan frecuente como la repetición misma.

   En los últimos días he vivido experiencias si no extrañas, por lo menos poco comunes. Eran más o menos las doce del mediodía del día lunes. Ya no había clases en la universidad así que aproveché para hacer algunas diligencias. Compras en el súper y de allí a la tienda en la que venden la cerveza más rica de todo el país: La Bohemia. Conversaba con la chica que atiende allí cuando de pronto vimos que se acercaba  tambaleante un hombre de unos treinta y tantos años. Su indecisión, que se reflejaba al caminar, iba de la mano de una mirada sombría, incluso distraída. Aquel hombre padecía  un naufragio personal del que no lograba salir.

   Sin ningún tipo de preámbulo nos dijo: “Acaba de morir mi hijo, el pequeño. No tengo dinero para enterrarlo”. Tratándose de una tienda en la que se vende sobre todo alcohol, y viendo su rostro, no era difícil deducir que estaba en un estado de ebriedad considerablemente intenso. El hombre prosiguió con la predecible segunda parte: “¿Podrían prestarme dinero para ir a enterrarlo?”. El desconcierto logró borrarnos el entendimiento a las dos mujeres que lo veíamos entre atónitas e inseguras.  El argumento del hombre, a todas luces descabellado, era falso. Su voz, la expresión del rostro, no reflejaban la pena por la muerte de un ser tan cercano como podría ser un hijo pequeño. Su relato impregnado de tragicidad solo pretendía el muy prosaico deseo de que le diéramos dinero; no diez pesos, no veinte. Por lo menos unos doscientos pesos para el supuesto entierro del hijo. Ambas nos miramos en silencio y las dos,  en tácito acuerdo, seguimos conversando como si no hubiéramos escuchado ninguna petición, como si allí nadie hubiese interrumpido nuestro diálogo. El absurdo penetraba en la tienda como una densa capa que nos cubrió a los tres: Él jugaba con la muerte del hijo, nosotras vivíamos el  asombro de ver cómo los seres humanos podemos ser capaces de superar cualquier asomo de dignidad para dar paso a las necesidades básicas al descubierto: necesito el dinero, podré contar cualquier historia.

  Lo curioso de la experiencia radicó en que, al día siguiente, como un “de ja vu” me encontré caminando con mi marido por las calles toluqueñas atestadas de gente. Salíamos de un estacionamiento cuando sin ton ni son, alguien lo abordó rápidamente saludándolo como si fuera el vecino de toda la vida. La cara de extrañeza del rostro de mi esposo me decía a gritos que no conocía a aquel hombre que llevaba en sus brazos a un niño de unos dos años. El desconocido-conocido le habló de la universidad, de que había salido de allí hace unos años y no había logrado una reinserción y, saltó, de inmediato, a reconocer: “Ahora trabajo de cargador en una compañía de alimentos de comida rápida y sólo me pagan mil cuatrocientos pesos a la quincena –más o menos unos ciento veinte dólares-”; no tengo para comer –era martes- de aquí al viernes. Y el niño tampoco”.

   De nuevo nos vimos contagiados por una oleada de turbación que parecía movernos de un lado a otro. ¿No tenía qué comer en cuatro días? ¿Ni él ni su hijo? Acto seguido, y como era de esperarse, mi esposo abrió la billetera y le dio un billete de cien pesos. Sin duda, la cotidianidad da mucho de sí.

 

 

lunes, 17 de junio de 2013

La lectura ¿una forma de amar?


 

Guadalupe I Carrillo Torea

El universo de las emociones puede mirarse desde muy variados enfoques. La psicología, estudiosa del comportamiento humano, sería una de las primeras especialidades convocadas para entender la diversidad y complejidad que encierra la experiencia de sentir afecto, pasión o repulsión ante algo o alguien.


    Dentro de las Ciencias Sociales abundan estilos y corrientes que, a fin de cuentas, estudian procesos sociales o fenómenos antropológicos cuya raíz parte de motivaciones, de emociones pendulares que van de la adversión a la adherencia afectiva o intelectual más radical. Igualmente la expresión artística no sustrae su interés del mundo de las emociones; más aún, gran parte del quehacer artístico proviene, justamente, de lo que podemos entender como experiencia estética, esto es, del goce, del disfrute que se percibe por la contemplación de una obra de arte. La  palabra aesthesis  sería la raíz griega de lo que significó sensación, de modo que la experiencia estética se traduce en la percepción sensorial y afectiva que se manifiesta en nuestra psiquis al entrar en contacto con lo artístico.


   En esta tesitura ubicamos lo que significa un acercamiento a la literatura, vista desde la práctica de la lectura, ejercicio de carácter subjetivo en el deberían prevalecer sensaciones de interés que nos lleven al placer, al gusto, al disfrute real de lo que leemos. El extraordinario escritor  Jorge Luis Borges, en un alarde de honestidad que lo engrandece, afirmaba que lo que más le agradecía a la vida era la posibilidad de haber sido lector. Un hombre cuya escritura fascina por su perfección en el lenguaje y por el ingenio de sus argumentos, alcanzó, sin embargo, a entender el maravilloso y muy personal placer que supone el disfrute de la lectura como experiencia estética.

 
   El escritor argentino justificaba filosóficamente la trascendencia de tal fenómeno a través de las ideas de Shopenhauer, filósofo que consideraba a la humanidad sumida en el más gris de los anonimatos, viviendo existencias dormidas, anquilosadas en rutinas laborales o en ambiciones desmedidas. Para Shopenhauer la experiencia estética  es una escapatoria indispensable que nos permite abandonar la esclavitud en la están suspendidas nuestras vidas.

   En mi trayectoria como profesora universitaria he visto con gran preocupación la apatía con la que los estudiantes se enfrentan a la tarea inviolable de la lectura como parte de la dinámica enseñanza/aprendizaje. El carácter de obligatoriedad que se impone pareciera teñir el trabajo de la lectura de una capa ceniza de aburrimiento y desinterés. Asumir que leemos por mero requisito, como si se tratara de la adquisición de un banco de datos a través del cual encuentro información es ya una postura generalizada.


   Mi especialidad en literatura me ha llevado las más de las veces a cuestionarme y tratar de encontrar vías alternas que permitan descubrir a los estudiantes el maravilloso universo que albergan páginas de creación, de ficción o reflexión. El gusto por la palabra, por la belleza que proyecta; por último el caudal de conocimiento que el arte es capaz de regalarnos es de tal envergadura que rechazarlo o desconocerlo sin más es, a todas luces, un acto de irresponsabilidad no sólo para aquellos que desarrollan su formación profesional, sino para todos aquellos que estamos insertos en una sociedad cambiante de muy altos retos.
 

   El mundo hiper-informado en el que nos desenvolvemos en la actualidad lleva consigo una alta dosis de anestésico psíquico e intelectual que nos invade irremediablemente. Con las facilidades que hoy conceden el Internet y las infinitas redes cibernéticas que tenemos a disposición de forma gratuita vemos que leemos mucho, pero mal. Buscamos informaciones puntuales, de  gran especialización en las que se dejan de lado nociones universales básicas para conocer el mundo, y, más aún, al hombre que lo habita.

 
   Convertir a la lectura en un medio, nos lleva a realizarla en las peores condiciones: con prisas, con distracciones permanentes, sin ánimo de disfrutar de sus palabras. La literatura nos empuja a desarrollar una experiencia diferente del fenómeno.  La dignidad de la lectura y del arte literario exige en primer término contar un tiempo que no debe considerarse como minutos que malgasto, sino que invierto en la mejor de las tareas: el crecimiento personal y humano. Para ello requiero de un segundo ingrediente: la soledad, indispensable en la reflexión, la asimilación de ideas que se presentan y la auto corrección que me permita una comprensión total y no fragmentada del texto al que me enfrento.  El placer de la lectura inicia en la medida en que comprendo lo que se encuentra en las líneas que tengo ante mis ojos. El saber que se comunica a través de libros va de la mano del inmenso gozo que experimentamos al entrar en contacto con la sensibilidad de otros, con las voces de diferentes culturas y mentalidades, con la belleza de la palabra que nos descubre mundos inescrutables.

 El artículo fue publicado en la revista venezolana "¿Quiénes somos?"