Guadalupe I Carrillo T
La
infancia, esa etapa de la vida tantas veces celebrada por poetas y trovadores,
no siempre luce con luz propia. Tiene, como todo lo que atañe al ser
humano, claros y oscuros. En esa bruma que se llama recuerdo,
me acerco a mis siete años en la escuela para niñas que llevaban adelante un
grupo de religiosas. Cursaba el primer año de primaria; me sentía mayor por
haber salido del pre-escolar; a diario ramalazos de alegría se apoderaban de mí;
estaba estrenando una nueva etapa de vida.
La rutina de hacer fila, levantar el brazo
para la distancia entre una y otra compañera, rezar, cantar el himno nacional y
desfilar a las aulas se repetía varias veces al día: al inicio y después de
cada recreo. Esa rutina se vio de pronto alterada cuando en medio de los
empujones que traen los finales del recreo, una de las niñas de los cursos más
altos pasó junto a mí y me zarandeó con
un buen jalón de pelo. Me asustó la violencia de aquel gesto improvisado pero
lo atribuí a un descuido pasajero.
El miedo, sin embargo, se alojó en mí cinco
días después de que aquella estudiante hubiese
repetido en cada uno de los momentos en que hacíamos la fila el mismo acto: un
duro y estremecido jalón. El silencio, compañero inevitable del temor, me
mantuvo agazapada en la resignación de ser agredida. Cuando el escenario
mañanero repetía una y otra vez el momento en que mi verdugo privado volvería a
ejecutar su agresión, me quedaba paralizada, mirándola desde mi vulnerabilidad.
No aguanté más. Lo dije a mi madre, siempre
con la duda de si sería creída mi pequeña historia de tortura matutina. Creo
que la intuición de la que ella gozó toda
su vida, supo reconocer este acto de bullying que su hija padecía.
Sin hacer mayores preguntas, sin mencionar
la gravedad de lo que ocurría, mi madre actuó. Al día siguiente se acercó a mí una de
las religiosas. Me miró fijamente, con serena convicción me tomó de la mano y
me dijo: “Ven, no tengas miedo. Vamos a la fila de las niñas de sexto”. Cuando
nos acercamos allí me animó: “Señálame quién de ellas te está tirando del pelo”.
Mi dedo acusador se movió con la urgencia del sometido. La miré de frente y
dije: “Es ella”. La religiosa me acompañó de nuevo a mi fila. “Nunca más va a
ocurrir”. Fue su comentario final. Las lágrimas corrían por mi rostro
compungido; la abracé por la cintura en señal de absoluta gratitud.
Efectivamente, nunca volvió a ocurrir.
Esta
historia con final feliz, se convierte hoy en un relato rosa ante la gravedad
de lo que pasa en México con las prácticas del bullying. El día 20 de mayo, hace tres días, murió el niño de doce años,
Héctor Alejandro Martínez, estudiante de
la secundaria número siete en Ciudad Victoria, Tamaulipas. Seis días atrás sus
compañeros de clases lo sujetaron por los brazos y las piernas para convertirlo
en un “columpio” humano. El zarandeo llevó a que el cuerpo de Héctor se golpease
con la pared una y otra vez, hasta que perdió el conocimiento. Los golpes le habían
causado un traumatismo cráneo encefálico que le provocó muerte cerebral.
Esta muerte prematura producto de la
violencia de otros chicos de la misma edad, que además convivían diariamente
con el adolescente, no puede más que estremecer nuestras entrañas. La conmoción
nacional no es suficiente ante este crimen -acuñarle otro sustantivo sería caer
en eufemismos imperdonables-.
En el
portal de youtube subieron hace un par de días el acto de humillación y
maltrato al que fue sometida una adolescente de unos catorce años en la ciudad
de Zacatecas. Sus compañeros la rodearon, le echaron en cara que la chica les
escribía mensajes hirientes en las redes sociales y le pedían que se
disculpara. Inicialmente la chica se resistió, pero sus compañeros,
especialmente una de ellas, la forzaron a hacerlo con tirones de pelo que
lanzaron al suelo a la agredida. Con su cuerpo en tierra le ordenaron que tenía
que arrodillarse para pedir disculpas: “¡Te arrodillas, cabrona!”. “¡Y lo dices
recio que no te oímos!” El espectáculo duró unos cuatro minutos. A medida que
crecía la rabia en la compañera, la chica recibía una lluvia de patadas en su
estómago y piernas, mientras los compañeros, con la voz asustada ante la rudeza
inclemente de aquella acosadora, le pedían que detuviese el castigo que cobraba
dimensiones alarmantes.
Según datos arrojados por el periódico El
Economista, de acuerdo a los estudios de la OCDE, México ocupa el primer lugar a nivel
internacional con mayores casos de bullying en el nivel secundaria. La Comisión
de Derechos Humanos documentó que en 2011, el 30% de los niños de primaria
declararon sufrir de bullying; para 2013 ya la cifra subió a 40%.
La violencia que se ha apoderado de la
población adolescente cobra dimensiones escalofriantes y nos cuestiona en la
raíz de nuestro entramado social. Estas generaciones que apenas se asoman a la
vida, arrastran una herencia ancestral llamada odio, miedo, rabia. Sus
carencias son su piel, su puñetazo.
Recuerdo los versos del gran poeta pastor, Miguel Hernández, cuando
enfático decía: “No perdono a la muerte enamorada/no perdono a la vida
desatenta/no perdono a la tierra ni a la nada”.
Lo imperdonable que nombra Miguel Hernández tendría que ser el motor que nos anime a decir
BASTA. Mirar la importancia de la educación de calidad, preparar a los
maestros, darles la formación adecuada, sensibilizarlos, es el comienzo de ese
gran reto que se llama EDUCAR. Apenas el
primer paso para que nuestros alumnos sean atendidos, escuchados y también, por
supuesto, amados. Solo así se curan las heridas enquistadas en la sociedad,
solo así dejarán de pensar que la solución está en el golpe, en la humillación,
en la violencia desalmada.
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