domingo, 13 de julio de 2014

La región vacía: Después de la caída



 Guadalupe Isabel Carrillo Torea

“Además de sembrar la muerte, sembrarían el azar de la muerte”.
Mario Szichman

La narrativa que  Mario Szichman ha ido ofreciéndonos por décadas se ha ubicado en dos vertientes: una inicial donde se rescata las raíces judías de su autor y la experiencia que ese pueblo ha vivido en tierras latinoamericanas después del exilio europeo; allí  encontramos a Los judíos del mar dulce, publicada en 1971 y reeditada en 2013 y  A las 20:25 la Señora pasó a la inmortalidad, de 1981. La otra, aún más prolífica, se ubica en lo que conocemos como novela histórica tradicional. Desde la premiada novela Los papeles de Miranda, que sale a la luz en el 2000, pasando por  Las dos muertes del general Bolívar  (2004, 2012), y Los años de la Guerra a Muerte  ( 2007, 2013) y concluyendo con la reciente publicación de Eros y la doncella (2013) por la Editorial Verbum, de Madrid en la que se pone en escena los demenciales años de la Revolución francesa.
   En esta ocasión, Szichman vuelve a sorprendernos con la publicación de La Región Vacía 2014, de nuevo con la editorial Verbum, que ya se encuentra a la venta en versión impresa y digital. El lector se enfrenta a un argumento de orden histórico que complica la categorización que ha venido dándose en la crítica tradicional sobre la novela histórica: se trata de un acontecimiento ocurrido recientemente, que supuso un parte aguas no solo  en la historia nacional de Estados Unidos, sino de todo el orbe: la caída de las torres gemelas en Nueva York.
   Tanto el autor como muchos de sus lectores  vivimos en aquel 11 de septiembre del 2001 –virtual o físicamente- la tragedia  que se narra y las nefastas consecuencias que  ocasionó a nivel internacional. Artistas de distintas disciplinas han dado cuenta del hecho. Por ello el trabajo de puesta en escena supone, para el autor, un reto mayor: cómo abordarlo desde otro ángulo en el que se pueda decir lo innombrado. Szichman lo logra ampliamente en estas páginas. El autor se distancia del tópico cliché que hemos encontrado en novelas y películas, esto es, resaltar la vida de las víctimas ya idealizadas, y de sus familiares  desde un agigantado sentido de drama épico.
    El tono del narrador baja sus decibeles y recurre a la sobriedad, para hurgar en la minucia; en los personajes famosos como Osama Bin Laden o George W. Bush, y en los anónimos que tuvieron protagonismo como los anteriores. Se detiene, a través de la narración de los hechos,  en razones y sinrazones; cuestiona la victimización sistemática que sirvió para beneficio político y  comercial;  en el fetichismo que se desencadenó en la búsqueda de los restos de aquellos que, simplemente, se habían evaporado en la pira demoledora en que se convirtió el World Trade Center.
Szichman reflexiona en torno a la satanización de quienes llevaron a término el estallido de los aviones comerciales;  revisa sus razones últimas y nos advierte que, como seres humanos, todos estamos conformados por aquello que delineó nuestro perfil interior. El narrador explica, al referirse a los piratas aéreos: “La furia de todos ellos, una furia incubada en siglos de frustración, apaciguada en cinco rezos diarios, propulsada por la injusticia, atenuada por escasos momentos de ternura y espoleada por la aflicción, por la eterna aflicción, movería edificios enormes, disiparía hasta sus cimientos. Sus vidas se disolverían en un instante sin dolor, como si nunca hubieran existido” (p. 62). Igualmente reconoce la manipulación de la que fueron objeto los familiares que, sin darse cuenta, desdibujaban el rostro real de sus muertos para reconstruir uno a la medida de sus nostalgias. Al referirse a la protagonista madre de dos víctimas, explica el narrador: “Comenzó a frecuentar un grupo de familiares de víctimas tratando de mostrar compasión, pero ya a los pocos días descubrió que los muertos de todos esos familiares se habían hecho más buenos gracias a la muerte”. (p. 67).
    La interpretación de esta monumental tragedia, llevada de la mano de una prosa impecable, es uno de los grandes aciertos de Szichman. Personajes y hechos pasan por el filtro de las motivaciones explícitas y soterradas que explican de otro modo acciones y reacciones. Por ejemplo abunda en la inestabilidad material de las torres desde su diseño y construcción. Cuando fueron calificadas como las más grandes del mundo, los dispositivos de seguridad habían hecho alarde de una  fortaleza que hablaba de la precariedad de la que se sujetaban los dos monstruos de concreto (ver p. 48). La simulación era el tácito lema a seguir por autoridades y agencias comerciales que veían exclusivamente sus beneficios, no los de la colectividad.
  Se hace referencia del alambicado sistema que ofrecía el FBI para confirmar la seguridad máxima nacional. La realidad que se puso al descubierto después del atentado fue otra: constantes errores por parte de los encargados de la supervisión de los aeropuertos, omisiones a gran escala, advertencias en las que se veía claramente la próxima emergencia nacional fueron insuficientes y hasta ignoradas con premeditación por parte de la agencia: “Tantas cosas que podrían haber salido mal. En primer lugar estaban los controles de seguridad en los aeropuertos. ¿Cómo harían los 19 miembros de Al-Qaida para atravesarlos? Pues de la manera más inepta posible. Las sirenas de alarma se activaron a cada paso, lejos de causar aprensión, facilitaron el operativo. Los seres atolondrados suelen despertar menos sospechas que quieres se pasan de vivos” (p. 59), nos aclara el narrador. La presencia del personaje Patrick Cassidy, ex funcionario del FBI que había sido retirado de su cargo, al que en un último momento se le asigna la seguridad de buena parte del World Trade Center, confirma la laxitud con la que había  sido asumida las señales de alarma de un ataque próximo a las torres. A la crítica del sistema de seguridad, se suman las del poder; la fría y premeditada violencia, el fanatismo religioso, los mesianismos ancestrales.
   La polifonía de voces que allí encontramos nos dan un panorama totalizador donde lo humano y sus meandros más profundos se yerguen como única excusa, o razón última posible. De allí que podamos ver la estructura novelística como un gran collage en el que convergen los hechos, sus ejecutores, las víctimas, y ese “día después” en el que tanto autoridades como hombres de a pie no sabían cómo enfrentar el vacío al que se les había orillado.
    En este impase que se prolonga a lo largo de toda la novela brotan sus dos protagonistas: Marcia, madre de dos ejecutivos que mueren dentro de la Torre Norte, y Jeremiah, periodista que cubrirá las calamitosas secuelas de la destrucción de las torres. Sus dramas personales se entretejen con este otro macro- drama. La afición de Marcia a la composición de collages la convierte en el espejo de ese collage mayor que es la novela. Ella utiliza materiales variados para sus obras: recortes de revistas, fotografías,  trozos de tela, pinturas…el novelista recurrirá igualmente a muy diversos escenarios, y a un número importante de miradas: la mesiánica de Bin Laden, la insegura de Bush, la sufriente de Marcia y la impersonal de Jeremiah, como una suerte de llamado a la reflexión sobre la verdad última de los acontecimientos.
   No se pretende justificar lo sucedido. La novela viene a ser un ejercicio de comprensión que permite a su autor re-escribir una historia para entenderla como parte constitutiva del mundo.  Si bien la muerte es el desenlace  para casi todos los personajes que habitan la novela, también en sus páginas se da la bienvenida a la vida que, sin alardes, se acepta como una bendición. De allí que la cotidianeidad emerja inevitablemente al mostrarnos, en ese gran collage, sucesos en apariencia banales que se convierten en el guiño de su autor para suavizar el  tono dramático que el hecho de suyo posee. Veremos entonces la visita de Marcia a su tío Augustus, dramaturgo venido a menos, que la invita a la puesta en escena de una obra teatral donde el absurdo se hace presente. La obra se había representado durante años sin ninguna modificación, aunque el tío acuñaba siempre que se trataba de una nueva. Y su título, “La luciérnaga” no coincidía con un guion en el que jamás se le mencionaba. Sin embargo para el tío toda justificación era posible al señalar que se trataba “de una obra de vanguardia”. 
   El énfasis en el histrionismo, que ya se ha visto en otras novelas de Szichman, como es el caso de Eros y la Doncella, se repite en La región Vacía. Así lo vemos en la extraordinaria escena en la que Bin Laden señala con sus manos el número de los impactos de los aviones en el atentado milimétricamente organizado por él. El arrobamiento con el que el terrorista va contando uno a uno los choques de aquellos aviones, presagian la razón final de sus motivaciones: eliminar el poder hegemónico de Estados Unidos; una tarea que asume como  encargo divino.
   La calidad argumental de la novela va de la mano de una esmerada prosa que evita dramatismos o tonos sensacionalistas. La palabra de Szichman tiene la mesura de quien conoce de cicatrices, abandonos y también de hallazgos felices, por ello la belleza deviene en ahínco, en énfasis inevitable. La capacidad del autor de encarnarse en sus personajes y reproducir la sensibilidad que los caracteriza es realmente magistral. La nitidez de la tristeza, o el fervor de la alegría se explayan en sus páginas para ofrecernos historias saturadas de claroscuros tal como lo es, ya sabemos, la vida.

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