Guadalupe
Isabel Carrillo Torea
“Además
de sembrar la muerte, sembrarían el azar de la muerte”.
Mario
Szichman
La narrativa que Mario Szichman ha ido ofreciéndonos por
décadas se ha ubicado en dos vertientes: una inicial donde se rescata las
raíces judías de su autor y la experiencia que ese pueblo ha vivido en tierras
latinoamericanas después del exilio europeo; allí encontramos a Los judíos del mar dulce, publicada en 1971 y reeditada en 2013 y A las
20:25 la Señora pasó a la inmortalidad, de 1981. La otra, aún más
prolífica, se ubica en lo que conocemos como novela histórica tradicional.
Desde la premiada novela Los papeles de
Miranda, que sale a la luz en el 2000, pasando por Las dos
muertes del general Bolívar (2004,
2012), y Los años de la Guerra a Muerte ( 2007, 2013) y concluyendo con la reciente
publicación de Eros y la doncella
(2013) por la Editorial Verbum, de Madrid en la que se pone en escena los
demenciales años de la Revolución francesa.
En esta ocasión, Szichman vuelve a sorprendernos con la publicación de La Región Vacía 2014, de nuevo con la
editorial Verbum, que ya se encuentra a la venta en versión impresa y digital.
El lector se enfrenta a un argumento de orden histórico que complica la
categorización que ha venido dándose en la crítica tradicional sobre la novela
histórica: se trata de un acontecimiento ocurrido recientemente, que supuso un
parte aguas no solo en la historia
nacional de Estados Unidos, sino de todo el orbe: la caída de las torres
gemelas en Nueva York.
Tanto el autor como muchos de sus
lectores vivimos en aquel 11 de
septiembre del 2001 –virtual o físicamente- la tragedia que se narra y las nefastas consecuencias que ocasionó a nivel internacional. Artistas de
distintas disciplinas han dado cuenta del hecho. Por ello el trabajo de puesta
en escena supone, para el autor, un reto mayor: cómo abordarlo desde otro
ángulo en el que se pueda decir lo innombrado. Szichman lo logra ampliamente en
estas páginas. El autor se distancia del tópico cliché que hemos encontrado en novelas y películas, esto es,
resaltar la vida de las víctimas ya idealizadas, y de sus familiares desde un agigantado sentido de drama épico.
El tono del narrador baja sus decibeles y recurre a la sobriedad, para
hurgar en la minucia; en los personajes famosos como Osama Bin Laden o George
W. Bush, y en los anónimos que tuvieron protagonismo como los anteriores. Se
detiene, a través de la narración de los hechos, en razones y sinrazones; cuestiona la
victimización sistemática que sirvió para beneficio político y comercial;
en el fetichismo que se desencadenó en la búsqueda de los restos de
aquellos que, simplemente, se habían evaporado en la pira demoledora en que se
convirtió el World Trade Center.
Szichman reflexiona en torno a la satanización de quienes llevaron a
término el estallido de los aviones comerciales; revisa sus razones últimas y nos advierte
que, como seres humanos, todos estamos conformados por aquello que delineó
nuestro perfil interior. El narrador explica, al referirse a los piratas
aéreos: “La furia de todos ellos, una furia incubada en siglos de frustración,
apaciguada en cinco rezos diarios, propulsada por la injusticia, atenuada por
escasos momentos de ternura y espoleada por la aflicción, por la eterna
aflicción, movería edificios enormes, disiparía hasta sus cimientos. Sus vidas
se disolverían en un instante sin dolor, como si nunca hubieran existido” (p.
62). Igualmente reconoce la manipulación de la que fueron objeto los familiares
que, sin darse cuenta, desdibujaban el rostro real de sus muertos para
reconstruir uno a la medida de sus nostalgias. Al referirse a la protagonista
madre de dos víctimas, explica el narrador: “Comenzó a frecuentar un grupo de
familiares de víctimas tratando de mostrar compasión, pero ya a los pocos días
descubrió que los muertos de todos esos familiares se habían hecho más buenos
gracias a la muerte”. (p. 67).
La interpretación de esta monumental tragedia, llevada de la mano de una
prosa impecable, es uno de los grandes aciertos de Szichman. Personajes y
hechos pasan por el filtro de las motivaciones explícitas y soterradas que
explican de otro modo acciones y reacciones. Por ejemplo abunda en la
inestabilidad material de las torres desde su diseño y construcción. Cuando
fueron calificadas como las más grandes del mundo, los dispositivos de
seguridad habían hecho alarde de una
fortaleza que hablaba de la precariedad de la que se sujetaban los dos
monstruos de concreto (ver p. 48). La simulación era el tácito lema a seguir
por autoridades y agencias comerciales que veían exclusivamente sus beneficios,
no los de la colectividad.
Se hace referencia del alambicado sistema que ofrecía el FBI para
confirmar la seguridad máxima nacional. La realidad que se puso al descubierto
después del atentado fue otra: constantes errores por parte de los encargados
de la supervisión de los aeropuertos, omisiones a gran escala, advertencias en
las que se veía claramente la próxima emergencia nacional fueron insuficientes
y hasta ignoradas con premeditación por parte de la agencia: “Tantas cosas que
podrían haber salido mal. En primer lugar estaban los controles de seguridad en
los aeropuertos. ¿Cómo harían los 19 miembros de Al-Qaida para atravesarlos?
Pues de la manera más inepta posible. Las sirenas de alarma se activaron a cada
paso, lejos de causar aprensión, facilitaron el operativo. Los seres
atolondrados suelen despertar menos sospechas que quieres se pasan de vivos”
(p. 59), nos aclara el narrador. La presencia del personaje Patrick Cassidy, ex
funcionario del FBI que había sido retirado de su cargo, al que en un último momento se le asigna la seguridad de
buena parte del World Trade Center, confirma
la laxitud con la que había sido asumida
las señales de alarma de un ataque próximo a las torres. A la crítica del
sistema de seguridad, se suman las del poder; la fría y premeditada violencia,
el fanatismo religioso, los mesianismos ancestrales.
La polifonía de voces que allí encontramos nos dan un panorama
totalizador donde lo humano y sus meandros más profundos se yerguen como única
excusa, o razón última posible. De allí que podamos ver la estructura
novelística como un gran collage en
el que convergen los hechos, sus ejecutores, las víctimas, y ese “día después”
en el que tanto autoridades como hombres de a pie no sabían cómo enfrentar el
vacío al que se les había orillado.
En este impase que se prolonga a lo largo de toda la novela brotan sus
dos protagonistas: Marcia, madre de dos ejecutivos que mueren dentro de la
Torre Norte, y Jeremiah, periodista que cubrirá las calamitosas secuelas de la
destrucción de las torres. Sus dramas personales se entretejen con este otro
macro- drama. La afición de Marcia a la composición de collages la convierte en
el espejo de ese collage mayor que es la novela. Ella utiliza materiales
variados para sus obras: recortes de revistas, fotografías, trozos de tela, pinturas…el novelista
recurrirá igualmente a muy diversos escenarios, y a un número importante de
miradas: la mesiánica de Bin Laden, la insegura de Bush, la sufriente de Marcia
y la impersonal de Jeremiah, como una suerte de llamado a la reflexión sobre la
verdad última de los acontecimientos.
No se pretende justificar lo sucedido. La novela viene a ser un
ejercicio de comprensión que permite a su autor re-escribir una historia para
entenderla como parte constitutiva del mundo.
Si bien la muerte es el desenlace para casi todos los
personajes que habitan la novela, también en sus páginas se da la bienvenida a
la vida que, sin alardes, se acepta como una bendición. De allí que la cotidianeidad
emerja inevitablemente al mostrarnos, en ese gran collage, sucesos en apariencia banales que se convierten en el guiño
de su autor para suavizar el tono dramático que el hecho de suyo
posee. Veremos entonces la visita de Marcia a su tío Augustus, dramaturgo
venido a menos, que la invita a la puesta en escena de una obra teatral donde
el absurdo se hace presente. La obra se había representado durante años sin
ninguna modificación, aunque el tío acuñaba siempre que se trataba de una
nueva. Y su título, “La luciérnaga” no coincidía con un guion en el que jamás
se le mencionaba. Sin embargo para el tío toda justificación era posible al
señalar que se trataba “de una obra de vanguardia”.
El énfasis en el histrionismo, que ya se ha visto en otras novelas de
Szichman, como es el caso de Eros y la
Doncella, se repite en La región
Vacía. Así lo vemos en la extraordinaria escena en la que Bin Laden señala
con sus manos el número de los impactos de los aviones en el atentado
milimétricamente organizado por él. El arrobamiento con el que el terrorista va
contando uno a uno los choques de aquellos aviones, presagian la razón final de
sus motivaciones: eliminar el poder hegemónico de Estados Unidos; una tarea que
asume como encargo divino.
La calidad argumental de la novela va de la mano de una esmerada prosa
que evita dramatismos o tonos sensacionalistas. La palabra de Szichman tiene la
mesura de quien conoce de cicatrices, abandonos y también de hallazgos felices,
por ello la belleza deviene en ahínco, en énfasis inevitable. La capacidad del
autor de encarnarse en sus personajes y reproducir la sensibilidad que los
caracteriza es realmente magistral. La nitidez de la tristeza, o el fervor de
la alegría se explayan en sus páginas para ofrecernos historias saturadas de
claroscuros tal como lo es, ya sabemos, la vida.
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