Guadalupe Carrillo Torea
Para
Alicia, Francisco, Anabel y José María,
los
primeros Vaysianos.
La
pregunta que formulo como título de este texto es la reflexión que ha estado
rondándome durante las últimas semanas. A mis 20 años soñaba con la libertad.
Era el tesoro más preciado: la autonomía económica, si bien precaria, me
permitió alquilar junto con mis primos Alicia y Francisco un apartamento en el
que nos sentíamos a nuestras anchas. Recorrí mi infancia junto a esos primos
tan queridos y nos conocíamos bien. Habíamos rellenado de risas y aventuras los
años de la adolescencia. Las vacaciones nos unían en los mismos espacios: en
las hojas secas de la finca de mi papá, en las cajas grandes que convertíamos
en lavadoras humanas o en Caracas. Capucal, la casa de la Gran Mamá, o la Quinta Unión, de la querida tía Leonor, eran esos lugares
comunes donde el afecto echaba raíces sólidas, interminables.
Todo
ello nos convenció de que podíamos lanzarnos a la aventura de convivir por
nuestra cuenta los tres juntos. Un año más tarde se unió al grupo Anabel, mi
sobrina mayor, cercana en edad y en el deseo de ser independientes; y por
último mi hermano José María, que iba y venía entre nuestro departamento y su
novia.
La camaradería se fue convirtiendo en
nuestro rasgo distintivo. ¿Peleábamos? Muchas veces, pero los desencuentros no
alcanzaron el afecto. Él crecía intacto. Ese amor filial nos hizo cómplices
frente a los nudos que va tejiendo la vida y nos permitió salir ilesos de la
tristeza, del desánimo, de la desilusión.
Esa década de los 20 años en la que te vas
haciendo adulto, te insertas en el mundo laboral con sus exigencias y también
sus discontinuidades. Entrábamos a lo que muchas veces llamamos “la vida dura”,
de la que te haces responsable, de la que tienes tanto que aprender. Pero
hacerlo en familia, con los tuyos, con la sangre que duele y también hace
feliz, es ubicarte en la mejor esquina del mundo. Desde ella desandamos caminos
sinuosos; cruzamos por otros más amplios. Tuvimos éxitos y fracasos;
tanteábamos la vida pretendiendo acariciarla, aunque muchas veces salía magullada. Pero estábamos juntos, y eso nos daba una seguridad pétrea.
El
tiempo que pasa inexorablemente nos llevó a latitudes opuestas. Pasan los años
sin vernos, ya no solo a ellos, a gran parte de esa familia numerosa de la que
tengo el placer de pertenecer. La
diáspora venezolana, sin embargo, ha tenido la luminosa consecuencia de acercar
a muchos de los primos que han optado por México como segundo hogar. Hace un
año se estableció en Ciudad de México el primo Guillermo – cuya infancia
compartí en la risa y la picardía- y su esposa. Ahora, pocos meses atrás me
encontré con María Eugenia y Gastón. Probablemente habrían pasado unos 25 años
desde la última vez que la vi. Y de nuevo se produjo la magia: nos abrazamos
mientras la alegría nos pisaba los talones, sin paréntesis que recordar, con el
cariño en el aquí y el ahora.
Reencontrarte con la familia, esa que estuvo
en la raíz de tu infancia, en tu adolescencia y juventud ha llenado mis pulmones de gratitud. Y me
digo, sí importa, claro que importa rescatar los afectos, actualizarlos,
apretarlos a ti para que sigan ahí, latiendo siempre.