jueves, 18 de diciembre de 2014

ENCUENTRO CON LA LIBERTAD




Para Sara: con interminable gratitud




 Guadalupe Carrillo Torea


El mes de diciembre se asocia al frío –al menos en estas latitudes-, a las fiestas y, sobre todo, a los buenos deseos. En México suelen hablar del período “Guadalupe-Reyes”, esto es, que las parrandas arrancan el 12 de diciembre, día de la celebración de la Virgen de Guadalupe, y no concluyen sino hasta el 6 de enero, conmemoración de la llegada de los Reyes Magos.

   Aunado a la fiesta, las felicitaciones y las reflexiones están a la orden del día; las veremos profusamente en Facebook, en tuiter (ya la Real Academia de la Lengua españolizó la palabra con el uso de una sola t), y en ese ciber espacio que nos colma de información.

   No suelo conmoverme con la Navidad porque la asocio inevitablemente al ventajismo comercial que nos impulsa al consumo desaforado y porque siento que nos están imponiendo patrones de conducta.  Obviamente se trata de una percepción subjetiva que podría ser rebatida con argumentos muy valiosos. Mi pretensión es humilde: solo expongo lo que siento y pienso; no quiero llevar el agua a mi molino para que también, ustedes, queridos lectores, se ubiquen en esta zona de  los descreídos. Justamente, sobre eso quería sentarme a teclear: la desconfianza con la que veo las fiestas decembrinas han tenido un hermoso revés esta semana. Acabo de concluir un trabajo en equipo –de dos personas, pero equipo al fin- que se extendió por dos años y que tuvo su cierre mágico el pasado martes. Fue una experiencia novedosa para mí. Cada quince días me sentaba a conversar la vida; a escarbar en recuerdos amables o perturbadores,  en acontecimientos menudos, en detalles que el afecto va dejando desperdigados en esa espacio interior que llamamos alma y que por tanto tiempo abandonamos; la dejamos al garete, para recogerla después hecha un guiñapo.

   A mí me había ocurrido algo así, pero el diálogo franco se convirtió en ensalmo que sanó de raíz los raspones de la desesperanza; la mirada sombría dio paso a ese chorro de luz que me mostró que el camino no era tan sinuoso como imaginaba y que, al cruzarlo, podría encontrarme conmigo de nuevo, con la serenidad a cuestas, tratando de alcanzar la armonía interior convertida en certeza.

   Se trató, pues, de eso que popularmente se conoce como terapia y que yo llamé “encuentro con la libertad”. De una a otra sesión mi universo emocional hizo un largo registro de lo bueno y lo malo. La postura neutral de un buen terapeuta – y la mía es excelente- da pie a la aceptación  del otro de manera incondicional. No hay juicios morales, por tanto, las batallas que relatas no tendrán como respuesta la descalificación, al contrario: entrarás de puntillas a ese espacio sanador donde la empatía tiene su reino; y la tristeza que ocurre la entiende, la asimila también el que está frente a ti, en una dimensión tan semejante a lo que tú percibes que te llega a abrumar su comprensión.

   El terapeuta escucha el dolor, y, con la paciencia milenaria del orfebre, lo transmuta, hace de él enseñanza imprescindible; ya no habrá Fatum que te arrincone en una orilla de la vida. Tomar las riendas de cada uno de tus días no solo es consigna, también rotunda convicción.

    Acudir a un psicólogo va en contra de la autosuficiencia, valor muy cotizado en una sociedad que se define desde su soberbia y su individualidad; se ve mal que puedas declararte incapaz de resolver tus propios conflictos. Cuántas veces tildamos de débiles a quienes van en busca de ese otro que pueda mostrarnos horizontes más amplios y  tonos menos grises. Para mí, la experiencia fue, justamente, a la inversa. Nunca he sentido mi geografía emocional tan robustecida como lo percibo ahora: cuestionarme, inconformarme con mis reacciones inmediatas se ha convertido en lugar común, en un saludable ejercicio de humildad. Aprendí que fallar no es sinónimo de pérdida sino de un rehacernos constantemente, día a día, por siempre, para mirar después, nítidamente, el arcoiris.