miércoles, 23 de diciembre de 2015

Los Incondicionales



Guadalupe Carrillo Torea



Tengo cuatro perros Golden Retriver: Dos con nombres que remiten a mi raíz, Venezuela: Catire, que sería el güero mexicano o el rubio español, y Cotufa, la palomita de maíz. De ellos descienden Pelusa  y Pepucha. Tres hembras y un macho.

    Aunque es una obviedad decirlo, los amo con la alegría y el entusiasmo con el que ellos me aman a mí. La incondicionalidad en el afecto, que en ellos es un sello definitivo, me ha permitido crear la conciencia de la solidaridad con los demás  seres caninos.
  
En días pasados encontré en internet el anuncio de una casa de acogida perruna que pedían donativos de croquetas y arroz para sus huéspedes. La dirección era muy cercana al lugar donde trabajo así que dejé un mensaje diciéndoles que deseaba ayudarles. Respondieron enseguida dejándome un número telefónico. Me comuniqué, intercambiamos datos y al día siguiente me acerqué con mi bulto y mis paquetes de arroz.

   Se trata de un espacio muy amplio  dividido en tres patios. Una pequeña habitación que funciona de comedor, oficina,  para los dos responsables del lugar que albergan la cantidad astronómica de 115 perros. Debo reconocerlo: nunca en mi vida había visto tanto peludos de cuatro patas juntos. En uno de los patios abierto había unos cuarenta animalitos. Estaban muy tranquilos; el chico que me los presentó me aclaró que acababan de comer y eso los serenaba por varias horas. En el otro adyacente se encontraban unos veinte; allí permanecían aquellos que les costaba más convivir con los demás o quienes habían sido recién rescatados y se encontraban en condiciones de salud precarias –los testimonios del maltrato animal son desoladores y las fotografías de los pequeños agredidos y famélicos, una muestra de crueldad avasallante-. En un tercer jardín había unos seis y dentro de la casa, en habitaciones más pequeñas, los de raza chica que pueden permanecer encerrados por algunas horas, pero que también contarán con su rato de libertad. La oficina estaba repleta de sacos de croquetas que, voluntarios habían donado desde hacía varias semanas. En Facebook el grupo se llama "Adopciones caninas, salva una vida" y desde allí pedían la ayuda para alimentos y lo que un samaritano perruno pudiera ofrecer.

   La diferencia del comportamiento de un perro que le tocó el triste destino de estar en la calle y el de uno que ha sido cuidado, atendido y amado, es  abismal. Aquellos llevan el miedo y el hambre como una gran cicatriz; acercarte a ellos supone, muchas veces, su huida, pues creen que, de nuevo, serán golpeados. Sin embargo, en esta casa de acogida, apuestan  por los que se encuentran en esta primera situación. Los reciben, los acompañan y les cambian la vida.

    El trabajo que realizan, de una nobleza desconcertante, supone la entrega de casi todo su tiempo. Hacen guardias para que los animales allí reunidos nunca estén sin compañía humana. Y la política de adopción comienza por el reconocimiento de las casas donde irán a vivir y el acuerdo de toda la familia que verdaderamente desee al perro. De lo contrario, no los entregan, prefieren continuar con ellos. Se trata pues de una obra altruista, donde las voluntades se unieron  para hacer el bien a quienes te lo agradecerán con una mirada, con la movida de su cola, con el afecto incondicional. Serán los más felices al verte y los más tristes al darse cuenta que te vas. Entonces la gratitud, con la que muchas veces lucramos, es, en este caso, real, verdadera, trasparente.




jueves, 10 de diciembre de 2015

¿Dónde está mi Ítaca?






"Ten siempre a Ítaca en tu mente
llegar allí es tu destino."
Constantino Cavafis.



Soy venezolana. No se trata de un toponímico que pronuncio raramente. Más allá de una nacionalidad, es una forma de ver la vida, de enfrentarla. El carácter tropical se lleva en las venas; corre libremente por todo el cuerpo, nos arranca la sonrisa.




   Sin embargo, he vivido la mayor parte del tiempo en el extranjero. Estuve cinco años en Madrid, tres en San Juan de Puerto Rico y llevo 16 en México. Aprendí a amar estas geografías, a su gente. Quizás nos vamos mimetizando en algunas costumbres. Nos enamoramos de su comida y adquirimos hábitos que no eran nuestros. Pero el venezolano gritón y dicharachero seguía siendo mi referente. Su carcajada me venía en tiempo presente. Ir a Venezuela era zambullirme en el aire fresco del Caribe. Me sentía feliz de volver allí. Ver a la familia, a los amigos. Pisar sus aceras, las calles peatonales de Caracas: Sabana Grande, Chacaíto…visitar mis tierras andinas,  sus montañas enormes y silenciosas, como quien guarda un secreto milenario. Venezuela era mi Ítaca: mis sueños empezaban en la orilla de sus playas y terminaban en la penumbra del Roraima. 

   Salí de allí para México justo el año en que ganó por primera vez Hugo Chávez. Los años pasaron y ese recuerdo que era mi patria y que yo actualizaba anualmente se enrarecía cada vez más. Los protagonistas cambiaron de cara pero no de actitud. Acentuaron vivencias típicas de los políticos: favoritismos, dividendos por debajo de la mesa, pero sobre todo hiperbolizaron el rencor. Esa ha sido la clave de los 17 años de chavismo: el rencor que se ha traducido en expropiaciones arbitrarias, presos políticos, descalificaciones incendiarias; y allá, al fondo del túnel, latía, como bomba de tiempo, el odio. Ese minotauro en el centro del laberinto se tradujo en rebatiña para unos y en brutal escacez para otros; en violencia, en actitudes rastreras de venezolano a venezolano. La cotidianidad se resolvía en las filas al supermercado y la humillación se convirtió en rutina. Pero el milagro llegó para quedarse.

    Desafortunadamente existe un virus letal que se llama poder y que lo padecen nuestros líderes políticos. La consecuencia a mediano plazo es la imposición de sus ideologías y el creer, triste falacia, que el pueblo lo soporta todo. El poder ciega, envilece, nos hace perder la perspectiva de lo que somos y de lo que nos pertenece.   Los 17 años de chavismo deja un saldo demoledor para el país y su gente. Pero instalar la esperanza era imprescindible. Y se logró.

 Busquemos nuevamente a Ítaca, que nuestro país sea ese buen puerto al que queremos llegar.
   
    
  






lunes, 19 de octubre de 2015

¿Estudiantes o clientes?

Guadalupe Carrillo Torea



El coordinador de la licenciatura se acercó esa mañana a mí con una encomienda: quería que fuera revisora de una tesis de Comunicación en la que se habían analizado tres pinturas de célebres artistas del Renacimiento: Rafael, Tizziano y Leonardo Da Vinci. Me llamó la atención que un tema tan sumamente estudiado fuera retomado por un estudiante  para su titulación. Un primer síntoma de que algo no iba bien.

   Me di a la lectura del texto. Objetivo: confirmar que a través de los cuadros, los artistas quisieron enviar algún mensaje. Claro, había que buscar algo comunicable; y como en este mundo casi todo se rige por el vínculo “emisor-receptor-mensaje”, el tema no perdía pertinencia.

   Sin embargo, al pasar de las páginas notaba estilos muy distintos en la redacción; información bastante técnica acerca del arte del Renacimiento, de la vida de los mismos pintores. Pero no había fuentes citadas, todo brotaba por generación espontánea. Tuve que detener la lectura. Encendí la computadora y me di a la tediosa tarea de reproducir largas oraciones de la tesis en Google. Brotaron cientos de links: “Wikipedia”, “El rincón del Vago”, “escritores del Renacimiento”…Ahí estaba en su totalidad la tesis. Copia fiel, sin modificar absolutamente nada.

   Esperé unas dos semanas hasta que la paciencia del tesista se doblegó y me pidió una entrevista. Claro que sí, cuando quieras. Al día siguiente estaba allí. Un chico de unos 28 años, trajeado para ir a trabajar, con el rostro lleno de cicatrices de un agresivo y prematuro acné. Su mirada delataba zozobra, inquietud. Nos sentamos con el documento en la mano. Desafortunadamente tuve que empezar a descuartizar su tesis. Heredé de la sangre gallega el diálogo directo, sin cortapisas, pero en estas tierras latinoamericanas la frontalidad lastima. Hay que suavizar el golpe,  de lo contrario esa profesora es muy dura. No me comprende.

   Del recuerdo recojo el tono de la sinceridad sin ofensas. Le mostré los links donde los párrafos de su tesis se reproducían interminablemente. Fíjate: de la página 10 a la 22 se encuentra en “El Rincón del Vago”. De la 35 a la 50 en “Temas del Renacimiento”, y de 61 a la 70 en Wikipedia…estuvimos más de 40 minutos revisando hoja a hoja su información. Las evidencias eran rotundas. Sin embargo la sorpresa no se hizo esperar. El chico me miró y con determinación me dijo: Yo no me copié nada. Pensé que no había entendido y respondí desconcertada: ¿Cómo dices? Que no me copié nada.

   He aprendido que dialogar es un arte en el que se hace indispensable la voluntad de las partes. Si alguien me dice que ahora es noche, aunque sean las cinco de la tarde con un sol espléndido frente a mí, abandono lo que nunca llegará a ser un diálogo. Y así lo hice. Con un escueto “No puedo aprobar tu tesis” terminé mi monólogo.

   Semanas más tarde la asesora del joven me pidió una entrevista. Llegaron juntos a mi cubículo. La maestra de unos sesenta años, con el cabello encanecido y el gesto fatigado esperaba mis comentarios. Dije y mostré lo mismo que unos días antes. Miraba con recelo las pruebas, aunque su tono era conciliador. Haremos las correcciones, yo hablaré con él. Pero a medida que pasaban los minutos,  ese acento de aceptación inicial pasó a otro de altanería. Sentía que me decía entrelíneas “qué se creerá esta chamaquita”.

   Pasaron los meses: dos, tres, cinco. Una nueva visita de asesora y tesista me traía la novedad de la tesis corregida. Sí. Ya no había copia textual, pero todo el contenido era el parafraseo de las fuentes de internet. Escribí mi dictamen aprobatorio, anotando el matiz de que “la tesis puede pasar al examen de titulación”. Pasar, que no significa aprobar.

   El día llegó. La universidad privada que me había convocado al examen, tenía un vínculo especial con mi universidad pública. La privada está “incorporada” a la mía; quiere decir que los títulos de los estudiantes llevarán el membrete de la UAEM. Eso es un privilegio para una universidad privada y para sus alumnos.

   Me tocó ser presidenta del sínodo. Había dos maestras más: su asesora y una  suplente. El chico había invitado a la mitad del pueblo donde vive, había unas sesenta personas. Comenzó su presentación, powerpoint de por medio. Las diapositivas pasaban y él no solo trastabillaba en el discurso, con el correr de los minutos enmudeció. Y su mutismo se extendió con ahinco cuando la primera sinodal lo acribilló a preguntas que no supo responder. Ni una.

   Mi intervención, que era la última, se hizo irrelevante; el hombre había caído en un pozo de incongruencias que no lograba desenmarañar. Nos retiramos a deliberar: Reprobado; esta licenciatura nunca había tenido un caso de estudiante reprobado en su examen de titulación, señaló la supervisora con nerviosismo. Además el joven había gastado mucho dinero en impresión de tesis, pago a sinodales, ayuda a la biblioteca de la universidad; cómo hacerle presentar otra tesis, comentaban los administrativos. Y luego cómo decírselo frente a familia, amigos, conocidos. Tenían bandejas de canapés y refrescos para después del examen. El caos y el bochorno se apoderó de los directivos de la licenciatura. Se le llamó aparte. Me tocó iniciar el dictamen: No podemos aprobarte. En el examen mostraste una total desinformación. Palideció y, de nuevo, como lo hizo meses atrás, objetó: Estaba un poco nervioso, pero sí contesté a las preguntas. Me lo sé todo. Fueron los nervios. Ante la ausencia de un posible diálogo le explicamos el procedimiento a seguir: Al ser reprobado el alumno tiene derecho a presentar seis meses después la tesis. ¿La misma tesis? Creo que deberían hacer muchas correcciones a este documento, argumenté con claridad, este chico no conoce su tesis, ni la teoría que manejó. No pueden dejar que presente lo mismo.

   Una tarde de domingo, sonó mi celular. El coordinador de la licenciatura me recordaba, a través de una asistente, que al día siguiente se repetiría el examen del joven reprobado seis meses atrás, pedía disculpas por avisar tan tarde, lo habían olvidado. Cómo, si no me han entregado la tesis corregida. Es que es la misma, doctora. ¿No hubo ningún cambio? Pregunté alarmada. Ninguno.

   Fui a regañadientes, y con la decepción en los labios. La institución había permitido que todo siguiera igual: misma tesis, ninguna reflexión extra, la misma asesora… El joven nos esperaba con dos amigos. Hizo su presentación con menos inseguridad pero sin dejar de vacilar. Mi intervención apenas alcanzó los ocho minutos, de los cuales dos fueron interrumpidos por la asesora –nunca ningún sinodal puede detener el discurso de otro-. Pasamos a deliberar y lo aprobamos; allí me enteré que el tesista había reprobado a lo largo de su carrera unas 20 asignaturas;  era la reencarnación del mal estudiante. Me sentí profundamente decepcionada de mí; la presión institucional venció a la calidad académica. Había sido una pieza más de eso que se llama “estudiante-cliente” de muchas universidades privadas, que protegen el interés mayor: el bolsillo.

(Aclaro que no tengo nada en contra de las buenas universidades privadas, que abundan. Pero creo que son más frecuentes estos casos que acá narro)
  



















lunes, 28 de septiembre de 2015

La Soledad

Guadalupe Carrillo 






La semana pasada encontré un artículo del escritor venezolano Héctor Torres al que admiro por su prosa sensible y  la belleza de su palabra. El artículo se titulaba “Elogio a la Soledad”. En él Torres se define como un solitario irredento que ha encontrado desde su niñez pasión por la soledad. Por los beneficios de una soledad bien llevada que nos permite reconocernos en nuestro interior y alcanzar esa paz que siempre buscamos.

   Es un bello texto cargado de comprensión, de mirada compasiva hacia el mundo. Sin embargo en él no se habla de la soledad accidental, aquella que nos viene sin buscarla y que muchas veces trae pesadumbre: la soledad que convocan las pérdidas, las rupturas, o una larga vida que nos va arrebatando amigos, hermanos, familia. Con ella hay que lidiar de otra manera, pero para bien o para mal, ocurre que nos enfrenta con nosotros mismos.  Podría, pues,  convertirse en ademán de serenidad en la medida en que veamos en ella una oportunidad para encontrar nuestras contradicciones, nuestros miedos ancestrales y doblegarlos.

   Siempre he sido “amiguera”. Adoro el contacto afectivo: convivir con amigos, con la familia, con mis estudiantes de la universidad, con mis mascotas, pues como bien dice Antonio Machado, “un corazón solitario no es un corazón”. Sin embargo cuando busco  la soledad fructífera, ella me viste de sosiego; me sumerge en aguas apacibles y me permite tocar el equilibrio interior. En la soledad entiendes la finitud de tu aliento, mides los centímetros de tu humildad, los agrandas.

   En la soledad arranca la creación: un artista siempre  la sentirá su aliada. Y lejos de asumirla como algo inevitable, la disfruta, es agua mansa; caricia quizás. Que la soledad no sea corrosiva, que vaya contigo, lector, a mostrarte el horizonte nítido de tu vida.
  




miércoles, 9 de septiembre de 2015

Miradas al mundo a través de “La Sal de la Tierra”

Guadalupe Carrillo Torea



Las películas documentales han tenido cada vez más presencia en el mercado cinematográfico. La brevedad que las caracterizada ha ido ampliando el formato para ofrecernos composiciones en las que la imagen, la palabra, el sonido y la investigación se complementan y se transforman en una obra de arte.

   Es el caso del documental publicado en 2014 cuyo título, de clara alusión bíblica, nos sitúa en lo que debería ser el centro de nuestra atención: exaltar  la vida del hombre y sus infinitos matices, considerándolo “la sal de la tierra”. Así lo hizo a lo largo de su vida el fotógrafo Sebastiao Salgado. De origen brasileño, el artista salió de su país cuando el Brasil caía en una de sus más férreas dictaduras. El destino europeo se prolongó por muchos años junto a su esposa. En París nacería su primer hijo Juliano, quien décadas más tarde dirigiría el documental junto a Wim Wenders.


   Se trata, pues, de contarnos con la palabra, pero, sobre todo, con profusión de imágenes, la trayectoria profesional de este hombre que dejó todo de lado para dedicarse, literalmente, a recorrer el planeta en busca de los hombres. Y los encontró en los más diversos escenarios, participando en actividades inusitadas, donde la desmesura tiene su reino. Por ejemplo la siguiente fotografía tomada en una mina de oro de Brasil. Cientos de hombres vestidos de barro pasan el día entero buscando el preciado metal. Sin descanso, con la obsesión sobre sus espaldas.



   Salgado se adentraba a la selva, al valle, a la montaña y allí su cámara escarbaba en gestos y miradas. Convivía por meses en comunidades perdidas en la geografía de la tierra: grupos indígenas, campesinos, migrantes... En ese recorrido, sin embargo, la ausencia paterna se convertía en costumbre, de allí que su hijo Juliano confiesa la necesidad de acercarse a conocer al padre a través de la filmación del documental. Y así lo hizo.

   Un trabajo ininterrumpido en busca de ese hombre social lo llevaría al África, a su hambruna y la animalidad que anida tantas veces en el ser humano. Acompañó a multitudes que salían despavoridas de Ruanda durante meses. Una vez fuera del país se les llamó a un retorno hacia la muerte. A pesar de la perplejidad frente al dolor, las fotografías nos muestran la compasión deslumbrando el escenario. Un padre que limpia el cuerpo del hijo muerto para poder enterrarlo. O el niño que mantiene en pie su coraje y su determinación para salir de la desgracia.

   La devastación se apoderó del ánimo de Salgado. Cómo creer en ese hombre que destruye sistemáticamente a su prójimo. Una vuelta a la casa paterna, a centenares de hectáreas que se habían hundido en la sequía apagan aún más sus energías. Pero su compañera de vida le sugiere una posible solución: sembremos de nuevo todo. Así fue. Aquellas tierras renacieron y se convirtieron en exóticos paisajes de la naturaleza. Desde entonces Salgado también quiso rescatar esa madre tierra para creer otra vez en el hombre. 

   El documental, de extraordinaria factura artística,  está hecho con la certeza de quien plasma belleza y nobleza al mismo tiempo. Puede encontrarse en Netflix.