jueves, 18 de diciembre de 2014

ENCUENTRO CON LA LIBERTAD




Para Sara: con interminable gratitud




 Guadalupe Carrillo Torea


El mes de diciembre se asocia al frío –al menos en estas latitudes-, a las fiestas y, sobre todo, a los buenos deseos. En México suelen hablar del período “Guadalupe-Reyes”, esto es, que las parrandas arrancan el 12 de diciembre, día de la celebración de la Virgen de Guadalupe, y no concluyen sino hasta el 6 de enero, conmemoración de la llegada de los Reyes Magos.

   Aunado a la fiesta, las felicitaciones y las reflexiones están a la orden del día; las veremos profusamente en Facebook, en tuiter (ya la Real Academia de la Lengua españolizó la palabra con el uso de una sola t), y en ese ciber espacio que nos colma de información.

   No suelo conmoverme con la Navidad porque la asocio inevitablemente al ventajismo comercial que nos impulsa al consumo desaforado y porque siento que nos están imponiendo patrones de conducta.  Obviamente se trata de una percepción subjetiva que podría ser rebatida con argumentos muy valiosos. Mi pretensión es humilde: solo expongo lo que siento y pienso; no quiero llevar el agua a mi molino para que también, ustedes, queridos lectores, se ubiquen en esta zona de  los descreídos. Justamente, sobre eso quería sentarme a teclear: la desconfianza con la que veo las fiestas decembrinas han tenido un hermoso revés esta semana. Acabo de concluir un trabajo en equipo –de dos personas, pero equipo al fin- que se extendió por dos años y que tuvo su cierre mágico el pasado martes. Fue una experiencia novedosa para mí. Cada quince días me sentaba a conversar la vida; a escarbar en recuerdos amables o perturbadores,  en acontecimientos menudos, en detalles que el afecto va dejando desperdigados en esa espacio interior que llamamos alma y que por tanto tiempo abandonamos; la dejamos al garete, para recogerla después hecha un guiñapo.

   A mí me había ocurrido algo así, pero el diálogo franco se convirtió en ensalmo que sanó de raíz los raspones de la desesperanza; la mirada sombría dio paso a ese chorro de luz que me mostró que el camino no era tan sinuoso como imaginaba y que, al cruzarlo, podría encontrarme conmigo de nuevo, con la serenidad a cuestas, tratando de alcanzar la armonía interior convertida en certeza.

   Se trató, pues, de eso que popularmente se conoce como terapia y que yo llamé “encuentro con la libertad”. De una a otra sesión mi universo emocional hizo un largo registro de lo bueno y lo malo. La postura neutral de un buen terapeuta – y la mía es excelente- da pie a la aceptación  del otro de manera incondicional. No hay juicios morales, por tanto, las batallas que relatas no tendrán como respuesta la descalificación, al contrario: entrarás de puntillas a ese espacio sanador donde la empatía tiene su reino; y la tristeza que ocurre la entiende, la asimila también el que está frente a ti, en una dimensión tan semejante a lo que tú percibes que te llega a abrumar su comprensión.

   El terapeuta escucha el dolor, y, con la paciencia milenaria del orfebre, lo transmuta, hace de él enseñanza imprescindible; ya no habrá Fatum que te arrincone en una orilla de la vida. Tomar las riendas de cada uno de tus días no solo es consigna, también rotunda convicción.

    Acudir a un psicólogo va en contra de la autosuficiencia, valor muy cotizado en una sociedad que se define desde su soberbia y su individualidad; se ve mal que puedas declararte incapaz de resolver tus propios conflictos. Cuántas veces tildamos de débiles a quienes van en busca de ese otro que pueda mostrarnos horizontes más amplios y  tonos menos grises. Para mí, la experiencia fue, justamente, a la inversa. Nunca he sentido mi geografía emocional tan robustecida como lo percibo ahora: cuestionarme, inconformarme con mis reacciones inmediatas se ha convertido en lugar común, en un saludable ejercicio de humildad. Aprendí que fallar no es sinónimo de pérdida sino de un rehacernos constantemente, día a día, por siempre, para mirar después, nítidamente, el arcoiris.

   

viernes, 14 de noviembre de 2014

ANCLAS DE LA INFANCIA




Guadalupe I Carrillo T


Esa mañana en la que la rutina se adueñaba del día, recibí un whasaap de mi primo Guillermo. El formato telegráfico del mensaje instantáneo nos ciñó a pocas oraciones en las que compactábamos la alegría que se avecinaba. Guillermo me auguraba una cercana visita a tierras mexicanas y una posible prolongación de su estancia aquí.

   El encuentro podría haberse quedado en la intrascendencia familiar en la que dos primos hermanos vuelven a verse después de una larga ausencia, pero no fue así. Habían transcurrido unos diez años desde la última vez que lo había visto, en una rápida visita de no más de media hora. En realidad, a excepción de la niñez, los tejidos de nuestras vidas se  bordaron a kilómetros de distancia; en ciudades y países muy distantes, en intereses diferentes e historias de vida independientes. Sin embargo, desde el momento en que nos vimos, supe  que ese primo al que apenas había visto en los últimos 30 años, era el hermano de la infancia, de aquel territorio común al que asistimos como ciudadanos de honor un grupo de más de 20 primos.

   La sensación de anclaje afectivo y de empatía se instaló como un invitado más y ha estado presente desde entonces. Parecía que nuestra última conversación había sido el día anterior. El tiempo que sana heridas, también nos trae olvidos o indiferencia. No ocurrió así entre nosotros. Los años se convirtieron en paréntesis porque el afecto, intacto, se había actualizado.
 
   Las coincidencias que se mueven a su ritmo, en esta ocasión hicieron alarde de abundancia: de nuevo hace un mes a través del whassaapp recibí varios mensajes de mi gran amiga Beatriz Virginia. Su hija mayor está haciendo una especialidad en México y ella vendría a visitarla por unas semanas. Quería que nos viéramos.

    Nacer y crecer en una ciudad pequeña como Valera, localizada en el Estado Trujillo, en Venezuela,  te aporta la sensación de familiaridad continua. Sientes que el espacio geográfico es una prolongación de tu casa, de tus afectos. A todos conoces, las caras nunca son extrañas. En ese ambiente vi el rostro de Beatriz desde el primer grado de primaria hasta el último del bachillerato. No solo era compañera de escuela, era mi gran amiga en los años en que la despreocupación se erige como bandera y las ganas de reír son consigna diaria. No entendíamos que en realidad estábamos dibujando  en nuestro interior eso que  se llama afecto incondicional.

   La elección profesional nos distanció físicamente: otros lugares, otras rutas a seguir…esporádicamente coincidíamos en la ciudad, pero siempre en visitas breves, con prisas.

   La semana pasada recibí de nuevo un mensaje suyo. Ya estaba en México y, por fin, el miércoles nos encontramos. Sé del valor de la amistad, pero ahora podría levantar un monumento a ella,  más aún cuando te encuentras con alguien a quien quieres sin fisuras, y palpas en sus gestos el afecto irreversible. Es el antídoto ante la desesperanza, es la ruta que te aleja de la desilusión.


jueves, 30 de octubre de 2014

REPRESENTACIÓN LITERARIA DE MÉXICO EN LA OBRA AMULETO DE ROBERTO BOLAÑO







Guadalupe I Carrillo Torea

El texto que les presento a continuación fue escrito como ponencia para el Simposio que se celebró los días 27 y 28 de este mes de Octubre en el Centro de Investigación donde trabajo. Es el último documento que escribo sobre Roberto Bolaño. Con él concluye el Proyecto de Investigación que desarrollé sobre su obra, tomando en cuenta los contextos de México y Chile representados en ella. Fue una experiencia difícil porque debo admitir que, pese a lo rescatable de la obra de Bolaño, siempre me ha producido una sensación de absoluta entropía cada uno de los textos que he leído. También me genera una desazón mayor las muy hiperbólicas alabanzas de que ha sido objeto. La labor de la crítica literaria debe pasar por el filtro de la mesura. Cuando no ocurre así, el lector siente que se asoma a mundos fantásticos que las letras no están mostrando y que ellos inventan. Mis respetos hacia la extensa obra de su autor. Dejo a otros el trabajo de sensores. Yo me detengo aquí.





La narrativa de Roberto Bolaño  está ambientada en un entorno urbano. Durante los años en que el autor vivió en México, se radicó en la capital, ciudad que describe profusamente.  Sus personajes, que conviven en la urbe,  serán producto de ella, padecerán sus conflictos y en oportunidades se verán atrapados en su complejidad.

La trama de la novela Amuleto ocurre en la Ciudad de México de los años sesenta, en los convulsos días de la represión estudiantil de 1968.  Su protagonista y narradora, Auxilio Lacouture,  uruguaya que emigra a  México, una suerte de hippie indigente que vive del peregrinar de una pensión a otra, queda atrapada en los baños públicos de la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM la tarde del 26 de septiembre de 1968, cuando el ejército toma la Ciudad Universitaria para reprimir a sus estudiantes. Allí permanecerá escondida durante más de diez días.

   Esta anécdota será el referente fundamental de  la obra, y se traduce en la denuncia más importante. La voz nos dirá: “Esta será una historia de terror. Será una historia policiaca, un relato de serie negra y de terror. Pero no lo parecerá. No lo parecerá porque soy yo la que lo cuenta. Soy yo la que habla y por eso no lo parecerá. Pero en el fondo es la historia de un crimen atroz” (1999: 11).  Las líneas argumentales que se despliegan en la obra no diseñarán una “historia policiaca”, ni de terror. Al contrario, se tratará del monólogo de una mujer que, atrapada en esta suerte de campo de batalla, divaga sobre sus experiencias en la ciudad, con los intelectuales famosos de la época y con aquellos que querían serlo. En tono de urgencia, la protagonista repite una y otra vez sus obsesiones: la fecha probable en que llegó a México, el encuentro con los poetas españoles exiliados,  el sentirse madre de la poesía mexicana, entre otras, para que el lector pueda reconocer en ella el perfil de un personaje psíquicamente perturbado, que vive en el mundo de la precariedad, enganchada a sus fantasías:

Lo único cierto es que llegué a México en 1965 y me planté en la casa de León Felipe y en la casa de Pedro Garfias y les dije aquí estoy para lo que gusten mandar. Y les debí de caer simpática, porque antipática no soy, aunque a veces soy pesada, pero antipática nunca. Y lo primero que hice fue coger una escoba y ponerme a barrer el suelo de sus casas y luego a limpiar las ventanas y cada vez que podía les pedía dinero y hacía la compra. Y ellos me decían con esa musiquilla ríspida que no los abandonó nunca, como si encircularan las zetas y las ces y como si dejaran a las eses más huérfanas y libidinosas que nunca, Auxilio, me decían, deja ya de trasegar por el piso, Auxilio deja esos papeles tranquilos, mujer, que el polvo siempre se ha avenido con la literatura. (1999: 13)

    Aunque nos hable de su extraña relación con los poetas españoles León Felipe y Pedro Garfias, a quienes les sirve haciéndoles la limpieza de sus apartamentos,  o nos cuente sobre sus ida y venidas a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM donde veía al poeta y crítico  Rubén Bonifaz Nuño disertando sobre Ovidio y a Augusto Monterroso escuchándolo embelesado, (1999:24), constantemente vuelve a los días en los que permaneció encerrada en el cuarto piso de la facultad y desde donde veía moverse a los granaderos golpeando a los estudiantes. De allí su insistencia en que la novela denuncia ese “crimen atroz”, que menciona en las primeras líneas.
   Lentamente vemos perfilarse un personaje sumergido en la bohemia intelectual de la época, que quiere relacionarse con los nombres más prestigiosos que habitaban el DF – Remedios Varo, Lilian Sepas y su hijo pintor; José Emilio Pacheco-  porque además de ver a los famosos, convivía cercanamente con los poetas jóvenes, entre ellos, Arturo Belano, protagonista de la novela Los Detectives Salvajes (1998).

  La memoria de Auxilio conduce la novela. Entre las historias que entreteje la voz narrativa encontramos algunos con referente histórico y otras mero producto de la imaginación de la protagonista quien  lo dice explícitamente-, como es el caso del encuentro con Remedios Varo[1], a la que nunca conoció, y otras vividas años después del momento en que las recuerda en su encierro en los baños de la Facultad; así ocurre en los encuentros con Arturo Belano.  El énfasis no está entonces en relatar hechos verdaderamente vividos, sino en la selección subjetiva que la memoria de Auxilio realiza. Laura Fandiño, en un ensayo intitulado “El orden de la Memoria en Amuleto (1999) de Roberto Boñalo” señala al respecto:

Interesa observar a través de los episodios mencionados la importancia otorgada a la dimensión fictiva, a la capacidad de imaginar historias u otros mundos posibles, lo que permite sobrevivir a una realidad adversa.  El hecho de que las historias imaginadas/alucinadas por Auxilio tengan el mismo estatuto que cualquier otra que relata como efectivamente acaecida, nos permite realizar la siguiente observación: que las operaciones selectivas de la memoria subjetiva (en oposición a la memoria tramada desde los discursos oficiales) no trabaja únicamente con la Res factae , con los hechos, sino también con la res fictae , con los significados que pueden otorgarse a esos hechos desde el ámbito de la imaginación de la creación y desde la locura generada por una situación límite.[2]

   El contrapunteo entre los hechos reales y los imaginados,  expuestos sin ningún orden  generan la sensación de desbarajuste, de cómo el caos exterior experimentado por Auxilio detona otro caos interior donde  el tiempo no se percibe como un continuo, sino de forma desconcertante y desordenada.  La misma Laura Fandiño advierte que el cronotopo bajtiniano, esa fusión del tiempo en el espacio definido por el crítico ruso, serían  los baños de la facultad desde donde Auxilio desarrolla todo su discurso. El lugar sugiere lo fronterizo; del otro lado está la sordidez que acecha a Auxilio en la medida en que su encierro se alarga en el absurdo y la destrucción. Aunque Bajtín concebía los cronotopos como espacios que propiciaban el encuentro, la convivencia social; en este caso será el desencuentro lo que brote de este cronotopo. Es el territorio de la huida, el refugio ante la adversidad que le acecha.

   La tragedia particular, focalizada en la UNAM y en Tlatelolco, lugar que también se menciona reiteradamente, será la raíz de la macro tragedia que ocurre en América Latina, donde sus jóvenes son masacrados. En el último párrafo de la novela Auxilio reflexiona:

Y aunque el canto que escuché hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación de jóvenes latinoamericanos sacrificados, yo supe que por encima de todo hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del placer. Y ese canto es nuestro amuleto. (1999: 154)

   La masacre que se enuncia literalmente con la toma de la UNAM, es, pues, la metáfora de la otra, del que se estaba dando en América Latina.


Las huellas urbanas

   Como ocurre también en Los Detectives Salvajes  en la novela se describe la vida cotidiana de los ciudadanos de a pie del Distrito Federal.  Los que recorren sus calles, comen en sus aceras y disfrutan de sus bares; incluso aquellos que hablan con el argot del mexicano joven: “Y yo abría la boca, medio muerta o medio dormida, y decía chido, Elena, una palabreja de argot mexicano que nunca utilizo porque me parece horrible. Chido, chido, chido. Qué horrible. El argot mexicano es masoquista. Y a veces sadomasoquista”. (1999: 54).

   Hay, pues, un trabajo de reinvención de los personajes apegados a la ciudad y a sus ritmos sofocantes, trasnochados. Podría hablarse incluso de una presentación cartográfica del Distrito Federal que nombra sus calles, explica sus rituales y su ritmo de vida matutina y nocturna, coincidiendo completamente con la propuesta estética de Los Detectives Salvajes:

Y así llegué al año 1968. O el año 1968 llegó a mí. Yo ahora podría decir que lo presentí. Yo ahora podría decir que tuve una corazonada feroz y que no me pilló desprevenida. Lo auguré, lo intuí, lo sospeché, lo remusgué desde el primer minuto de enero; lo presagié y lo barrunté desde que se rompió la primera piñata (y la última) del inocente enero enfiestado. Y por si eso no fuera poco podría decir que sentí su olor en los bares y en los parques en febrero o en marzo del 68, sentí su quietud preternatural en las librerías y en los puestos de comida ambulante, mientras me comía un taco de carnita, de pie, en la calle San Ildefonso, contemplando la iglesia de Santa Catarina de Siena y el crepúsculo mexicano que se arremolinaba como un desvarío, antes de que el año 68 se convirtiera realmente en el año 68. (1999: 27)

   El movimiento citadino va acompañado de la percepción de todos los sentidos: se visualiza, se huele, se degusta en el paladar. A la par de la apreciación de la ciudad y sus espacios públicos siempre visitados, siempre presentes, está el ambiente atemorizante que precedió los hechos de septiembre y octubre de aquel año 1968.


La novela de las coincidencias
Amuleto podría catalogarse como una novela menor, un texto anciliar, paraliteratura. Clasificaciones que pueden resultar peyorativas y que en el análisis del discurso literario son muy comunes, más aún, tras la apertura del espectro clásico y la inclusión de textos “contaminados” por la llamada cultura popular y los massmedia. Como bien aclara Regine Robin, “El rodillo compresor de la cultura de masas contribuyó ampliamente a romper la certidumbre de las fronteras del objeto literario” (Robin: 1993: 51). 

  El  embrión de Amuleto se encuentra en Los Detectives Salvajes  (1998) –de la página  190 a la 199-. Algunos estudiosos de la obra de Bolaño, como es el caso de Carolina Navarrete González, hablan de la novela como una  “reescritura”[3] ; Celina Manzoni, estudiosa de toda la obra de Bolaño, lo describe como una técnica conocida como “autofagia”[4], en la que se retoman fragmentos de otros textos para ampliarlos considerablemente; incluso aboga por una interpretación mayor al apuntar que Amuleto, nos permitiría entender mejor y desde otras perspectivas, Los Detectives Salvajes.

    Sin embargo,  la novela se enmarca insistentemente en el ambiente,  personajes y el mismo argumento de la novela anterior del autor; prácticamente queda inserta en ella como un apéndice imposible de metamorfosearse. Aunque el autor añade otras vivencias de la protagonista, la atención se desvía a la convivencia con Belano, a narrarnos el viaje a Chile por tierra –que también se narra en Los Detectives- y a explicarnos su regreso convertido en un hombre alucinado: “Cuando Arturo regresó a México, en enero de 1974, ya era otro. Allende había caído y él había cumplido con su deber, eso me lo contó su hermana, Arturito había cumplido y su conciencia, su terrible conciencia de machito latinoamericano, en teoría no tenía nada de qué reprocharse” (1999: 66).

   Lentamente, Belano se convierte en el héroe de algunos de las peripecias ocurridas en la novela, como el momento en que salva a uno de sus conocidos, Ernesto San Epifanio, de ser sometidos por el llamado “Rey de los putos de la Colonia Guerrero”: “Así que allí estaba, amiguitos, la madre de la poesía mexicana con su navaja en el bolsillo siguiendo a dos poetas que aún no habían cumplido los veintiún años, a través de ese río turbulento que era y es la avenida Guerrero, similar no al Amazonas, para qué vamos a exagerar, sino al Grijalva, el río que en su día cantó Efraín Huerta” (1999: 78). También será el poeta  que se separa de los poetas jóvenes de México para acercarse a los más adolescentes. Las referencias constantes al personaje masculino, justificadas por una preferencia personal, son tan acentuadas que le roban temporalmente el protagonismo a Auxilio para dar paso al de Belano,  privando a  Amuleto  de ser  novela independiente.

   Si bien los eventos de 1968 que se denuncian están presentes a lo largo de toda la obra, pierden la fuerza que de suyo tuvo tal acontecimiento para mostrarse en sordina en medio de los devaneos intelectuales de Auxilio, sus aventuras citadinas y sus largas tertulias con la bohemia incipiente del Distrito Federal. No hay cuestionamientos a lo ocurrido, ni se describen los actos crueles que se perpetraron en aquel entonces.

   La anécdota de la mujer atrapada tiene un referente real. Elena Poniatoska dice haberla entrevistado dos años después de los eventos en la UNAM, según la investigación de la ya citada Carolina Navarrete González quien apunta:

Auxilio Lacouture es el personaje elegido por Bolaño para narrar una de las peripecias más insólitas ocurridas durante la ocupación militar en la UNAM. Conviene tener en cuenta que se encuentran antecedentes de la existencia histórica de una mujer uruguaya llamada Alcira que, al igual que la protagonista de Amuleto, habría permanecido encerrada en un baño de ciudad Universitaria en septiembre de 1968 durante las jornadas de represión del movimiento estudiantil decretada por Gustavo Díaz Ordaz. Al respecto, Elena Poniatowska entrega datos sobre dicho episodio y sobre su encuentro con la uruguaya:
El terror al Ejército Mexicano hizo a Alcira esconderse en los escusados de mujeres y allí permaneció quién sabe cuántos días, aterrada, tomando solo agua, esperando el momento en que ya no escucharía las botas militares para salir de su escondite. A Alcira habría yo de verla dos o tres años más tarde en el entierro de una gran escritora mexicana, Rosario Castellanos. Bajo la lluvia, Alcira repartía, como sudarios, poemas de Rosario que ella misma había pasado a máquina la noche anterior. [5]

   La presencia permanente de referentes reales, de anécdotas plenamente autobiográficas en las que no se pretende esconder el gesto especular, es también una constante en la obra de Bolaño; esta característica ha llevado a muchos de sus críticos a resaltar su inclinación hacia ese real visceralismo, movimiento diseñado por aquellos poetas jóvenes reunidos con Belano en los bares del DF y de los que da cuenta la novela Los Detectives Salvajes.  Indiscutiblemente estamos frente a una obra de creación literaria. No obstante, las precisas referencias a  personajes y lugares perfectamente identificables en la memoria contemporánea reciente, podrían llevar al lector a olvidar el carácter ficcional de la novela.

    El éxito del escritor, las reseñas que alaban sus obras encontrando en ellas riquezas estéticas encriptadas que se pierden de vista, es un lugar común dentro de la crítica literaria actual, más aún después de su muerte prematura, que  ha proyectado la calidad de su obra a dimensiones casi míticas. Atemperar los ánimos e inclinarse a la objetividad, sería una mejor postura para visualizar con más tino y sin gestos hiperbólicos la obra de Roberto Bolaño.

  






BIBLIOGRAFÍA
Bolaño, Roberto. 1999. Amuleto. Editorial Anagrama, Colección Compactos. Barcelona. 154 Páginas.
________________. 1998. Los Detectives Salvajes. Editorial Anagrama. Barcelona. 609 Páginas.
Marc Angenot, Jean Bessiére, Douwe Fokkema, Eva Kushner. (Compiladores) Teoría literaria. 1993. Siglo XXI Editores, México. 471 Páginas.
Robin Régine: “Extensión e incertidumbre de la noción de literatura”. De la página 51 a la 56.

HEMEROGRAFÍA

Carolina Navarrete González: “Amuleto de Roberto Bolaño, de la representación especular al rito sacrificial”. Revista de Cultura # 45. 2005. Sao Paulo.

Fariño, Laura: “El orden de la memoria en Amuleto (1999) de Roberto Bolaño. Página 3. En la Revista del “VI Encuentro Interdisciplinario de las Ciencias Sociales y Humanas”. Argentina. 2009.
Celina Manzoni: “Reescritura como desplazamiento y anagnórisi en Amuleto de Roberto Bolaño”. En Revista “Hispamérica”. Año 32. N° 94. Pp: 2532.






[1] EN la página 91 del libro el personaje señala: “Son tan pocos los que se acuerdan de Remedios Varo. Yo no la conocí. Sinceramente, me encantaría decir que la conocí pero la verdad es que no la conocí… No porque tuviera vergüenza  de ir a verla a su casa, no porque no apreciara su obra, sino porque Remedios Varo murió en 1963 y yo en el 1963 aún estaba en mi lejano y querido Montevideo”…y más adelante añade: “luego escucho unos pasitos y alguien abre la puerta y es Remedios Varo. Tiene cincuentacuatro años. Es decir, le queda un año de vida” (página 93)
[2] Fariño, Laura: “El orden de la memoria en Amuleto (1999) de Roberto Bolaño. Página 3. En la Revista del “VI Encuentro Interdisciplinario de las Ciencias Sociales y Humanas”. Argentina. 2009.
[3] Carolina Navarrete González: “Amuleto de Roberto Bolaño, de la representación especular al rito sacrificial”. Revista de Cultura # 45. 2005. Sao Paulo.
[4] Celina Manzoni: “Reescritura como desplazamiento y anagnórisi en Amuleto de Roberto Bolaño”. En Revista “Hispamérica”. Año 32. N° 94. Pp: 2532.
[5] La cita a Elena Poniatoska corresponde a un artículo publicado en el diario La Jornada, el lunes 7 de julio del 2003, titulado “Soldados de Salamina de Javier Cercas. México Df.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

El mal y lo siniestro como eje ficcional en Estrella Distante de Roberto Bolaño







GUADALUPE I CARRILLO TOREA






Estrella Distante es, posiblemente, una de las novelas mejor logradas de Roberto Bolaño. Concebida como novela corta, mantiene al lector en una constante tensión al narrar una historia en que el mal, y, más aún, lo siniestro se despliega a través de su protagonista: El joven Alberto Ruiz Tagle, más tarde  el teniente Alberto Wieder, miembro activo del ejército al mando del General Augusto Pinochet.

   Las acciones que realiza este personaje serán el hilo conductor de la novela. Si bien lo siniestro urde la trama en su totalidad, se pueden  apreciar tres partes bien definidas en las que, coincidiendo con Cristian Montes,  se hace presente el ritual del mal. Ya en el primer capítulo se muestra el verdadero rostro de aquel joven enigmático que asistía a los talleres literarios en la ciudad de Concepción. El hombre mesurado que no caía en provocaciones, no parecía experimentar pasión alguna y gustaba de escribir poesía, pasaba prácticamente desapercibido, de no ser por la atracción que su porte y buenos modales provocaban en  las mujeres que también iban al taller. Especialmente en las gemelas Garmendia, dos chicas que se habían convertido en las estrellas del grupo.

   La transformación del personaje, que aún utiliza su antiguo nombre, se presenta cuando visita a las hermanas Garmendia, que se han refugiado  en una casa de campo, herencia de sus padres, mientras pasan las primeras semanas  del vendaval social causado por la caída de Salvador Allende y el comienzo de la dictadura militar. Allí Ruiz Tagle mata a las jóvenes y a su tía con la destreza y la frialdad de un asesino consumado:

Unas horas después Alberto Ruiz-Tagle, aunque ya debería empezar a llamarle Carlos Wieder, se levanta. Todos duermen. Él, probablemente, se ha acostado con Verónica Garmendia…Lo cierto es que Carlos Wieder se levanta con la seguridad de un sonámbulo y recorre la casa en silencio. Busca la habitación de la tía. Su sombra atraviesa los pasillos en donde cuelgan los cuadros de Julián Garmendia y María Oyarzún junto  con platos y alfarería de la zona…Justo cuando se desliza al interior de la habitación escucha un ruido de un auto que se acerca a la casa. Wieder sonríe y se da prisa. De un salto se pone junto a la cabecera. Su mano derecha sostiene un corvo. Ema Oyarzún duerme plácidamente. Wieder le quita la almohada y le tapa la cara. Acto seguido, de un solo tajo, le abre el cuello. En ese momento el auto se detiene frente a la casa. Wieder ya está fuera de la habitación y entra ahora en el cuarto  de la empleada. Pero la cama está vacía. Por un instante Wieder no sabe qué hacer: le dan ganas de agarrar la cama a patadas, de destrozar una vieja cómoda de madera destartalada en donde se amontona la ropa de Amalia Maluenda. (1996: 32)

   Después del crimen, Wieder hace desaparecer los cadáveres;  meses más tarde, el cuerpo de Verónica Garmendia será encontrado en una fosa común. Este es uno más de los rostros que encarnan el mal: el desprecio hacia los cuerpos de los asesinados y la necesidad de ocultarlos como si se tratara de huellas fácilmente borrables. Sepultarlos en una fosa común, convertirlos en ceniza, arrojarlos al mar, serán algunas de las prácticas más recurridas por los regímenes dictatoriales a los que se hace alusión en la novela.

    Su siguiente aparición, considerada como la segunda parte de ese ritual siniestro,   será cuando Wieder se presente como militar, experto aviador que pilotea máquinas de la segunda guerra mundial. El narrador, que funge como testigo y en otras ocasiones como personaje secundario, reconoce a Wieder en el piloto que realiza vuelos rasantes sobre el cielo santiaguino. Alberto B, el narrador, está temporalmente preso y en el patio de la cárcel ve con pasmo que ese acróbata del aire es Ruiz-Tagle convertido en teniente. Wieder escribe versos bíblicos en latín. Ese recurso hiperbólico, muy propio del estilo de Bolaño, a través del cual Wieder se manifiesta públicamente como un individuo de gran erudición, aristocratiza el mal, ubicándolo dentro de una atmósfera de pureza, en la cual el exterminio humano es visto como un acto  de designio divino, que el ejecutor realiza con la más absoluta indiferencia, o incluso como una obligación imperante. Cristian Montes, especialista en la obra de Bolaño, nos explica a propósito de los versos escritos en el cielo:

En el ritual del mal activado, las frases bíblicas actuarán como una amenaza en sordina para todos los que no comparten la teoría de la pureza a la cual adhiere Wieder, misión que lo erige como un ángel, pero, como dice uno de los presos políticos: “el ángel de nuestro infortunio”. Wieder impondrá en los otros el poder que adjudica a las entidades superiores que nutren su radical megalomanía…La pureza conquistada y la eliminación de toda suciedad –en este caso los opositores al régimen militar- implica la superación de valores como la compasión, la piedad y cualquier límite que imponga la moral de los hombres. El poeta del aire que asesina, pero que también ama los crepúsculos y la belleza en sus múltiples formas, se comporta como un ángel exterminador que hace de la seducción el dispositivo visible de la maquinaria del mal. [2]

   La reflexión de Montes nos encamina hacia la expresión de lo siniestro en su más elevada posibilidad: el poder de la palabra que se emparenta con el arte y con la gloria misma.  El narrador explica: “Por entonces Wieder estaba en la cresta de la ola. Después de sus triunfos en la Antártida y en los cielos de tantas ciudades chilenas lo llamaron para que hiciera algo sonado en la capital, algo tan espectacular que demostrara al mundo que el nuevo régimen y el arte de vanguardia no estaban, ni mucho menos, reñidos” (1996:  86).

    Así lo veremos en el siguiente espectáculo que realizará Wieder en los cielos santiaguinos. Aquel estuvo signado por los malos augurios de un clima enrarecido, lleno de nubes y de inminentes chubascos. Sin embargo no impidió que el discurso lapidario de Wieber se hiciera presente. El primer verso que se dibujó decía: “la muerte es amistad”; para continuar con un segundo verso: “La muerte es Chile”, y otro más: “la muerte es responsabilidad”. De los nueve versos escritos en el aire la palabra muerte estuvo presente como sujeto indiscutible. Al final Wieder escribe: “La muerte es mi corazón”, para concluir: “toma mi corazón”.[3] La muerte se presenta no solo como la salida que cualquier régimen autoritario utiliza, va más allá. En este caso  involucra el sentido de pureza, que ubica al asesino como ese ejecutor sin vacilaciones, que no solo siente que cumple mandatos superiores, sino que banaliza el mal, convirtiéndolo en lugar común.

   La compleja elaboración del personaje nos lleva a reflexionar sobre lo que muchos autores se han planteado acerca de la formación intelectual de asesinos cuya erudición descollaba socialmente. Al respecto Steiner afirma: “Sabemos que algunos hombres que concibieron y administraron Auschwitz habían sido educados para leer a Shakespeare y Goethe, y que no dejaron de leerlos” (Steiner, 2003: 19). Si bien el sentido ético de la vida no está reñido con la cultura, tampoco es su alma gemela; la novela será un ejemplo fehaciente de ello y de la manera en que el poder totalitario deviene en monstruosas expresiones de maldad. La literatura ha ido registrándolo a lo largo de la historia. De esa novela negra que se centraba en la investigación de crímenes propia del género policiaco, vemos que en el siglo XX el mal se diversifica en amplios modos: el que viene del caos urbano, de la inseguridad y la delincuencia, como podría verse en las novelas narcos, y aquel otro que describe la barbarie cometida por regímenes totalitarios. Es la perversión del poder que se enquista en sociedades enteras, impulsándolas a perpetuarse mediante actos de la más pura abyección. La segunda Guerra Mundial en Europa y las dictaduras en América Latina delinearán formas distintas de representar el mal en la literatura.

   La tercera etapa del ritual del mal se da de manera inmediata. Wieder prepara una exposición de fotografías en la habitación que se le ha alquilado. Invita a diferentes grupos de amigos, casi todos militares, y después de una larga espera, permite que entren de manera individual. Dentro, y para pasmo de la mayoría, Wieder ha colocado en la pared fotos de cadáveres, de desaparecidos y, también, de conocidos: “Según Muñoz Cano, en algunas de las fotos reconoció a las hermanas Garmendia y a otros desaparecidos. La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados, aunque Muñoz Cano no descarta que en un treinta por ciento de los casos estuvieran vivas en el momento de hacerles la instantánea”. (1996: 97). En  esta oportunidad se acentúa el sentido de lo siniestro, transformándose en una ceremonia de sadismo exacerbado. La maldad en estado puro se revela sin titubeos, sin un solo gesto de pudor.
   A pesar de que el evento fue denunciado y Wieder expulsado  del ejército, los militares en funciones dieron muestras de una débil sed de justicia. Fue citado en varias ocasiones a juicios a los que no asistió y nunca fue sentenciado.

   Hasta aquí podríamos establecer la evolución de esta singular presentación del mal. Hay, sin embargo, un último detalle de la sordidez que siempre acompañará a Wieder.  El personaje se exilia en Europa pero es buscado para que la justicia se concrete a través de la mano  de Abel Romero, “uno de los policías más famosos en la época de Allende” (P. 121), según palabras de Arturo B. Romero había aceptado la tarea de eliminar a Wieder por una suma de dinero millonaria.  En su pesquisa descubre que la perversión sigue siendo el gesto frecuente de Wieder: el ex teniente chileno trabajaba en España como fotógrafo de películas pornográficas; actores y actrices son encontrados muertos, días después,  por una mano desconocida. El narrador había sido contratado  por Romero para que confirmase  la identidad del sospechoso, a quien encontraría en  un bar semivacío de la costa española. Se omite el asesinato de Wieder por manos de Romero; solo se insinúa su veracidad.


Estrella Distante es la quinta novela publicada de Roberto Bolaño en 1996. Ese mismo año también publicó su libro de relatos La Literatura Nazi en América. En palabras de su autor, se trata de “una antología vagamente enciclopédica de la literatura filonazi producida en América desde 1930 a 2010…”. No son, pues, relatos y vidas de nazis como tal, sino de individuos o grupos cuyo comportamiento pareciera imitar el sadismo y la indiferencia con la que los grupos militares alemanes de la segunda guerra mundial hicieron uso de la maldad.

   El último relato de La Literatura Nazi en América  titulado “Carlos Ramírez Hoffman. Santiago de Chile, 1950-Lloret de Mar, España, 1998” cuenta lo que después se ampliará en Estrella Distante. La referencia a la génesis de la anécdota viene a cuento por la similitud -prácticamente un calco del anterior texto- de ambas historias. Podría hablarse de intertextualidad, que la hay. Sin embargo, las semejanzas, incluso los párrafos arrancados de un relato para trasladarlos al otro, aluden más bien a una copia extendida, quizás más trabajada a nivel argumental y con un mejor delineamiento  de sus personajes.  Pero copia al fin.

    Aunque el propio Bolaño mencionó los orígenes de la novela, sorprende que algunos críticos no mencionen este auto-plagio. Quizás la fama o el prestigio alcanzados en vida, y más aún en la memoria colectiva después de su muerte, ayuden a que esas fallas pasen de largo.



  

BIBLIOGRAFÍA

Bolaño, Roberto. 1996. La Estrella Distante. Editorial Compactos Anagrama. Barcelona, España. 157 Pp.
______________. 1996. La Literatura Nazi en América. 1996. Editorial Anagrama. Barcelona, España.
Steiner, George. 2003. Lenguaje y silencio. Ensayos sobre literatura, el lenguaje y lo inhumano. Barcelona, Gedisa.

Hemerografía
Cristian Montes. “La seducción del mal en Estrella Distante de Roberto Bolaño. Revista Mitologías Hoy. Volumen 7. Verano del 2013. Chile



[2] En el artículo “La seducción del mal en Estrella Distante de Roberto Bolaño.  Revista Mitologías Hoy. Volumen 7. Verano 2013. Página 91.
[3] Los versos arriba citados se encuentran en su totalidad entre las páginas 90 y 91.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

ESA SORPRESA INTERMINABLE


GUADALUPE I CARRILLO TOREA


   La facultad de humanidades convocaba a nuevos grupos de alumnos a participar en el programa de Maestría y Doctorado en Humanidades. Uno de los muchos requisitos que se les exigen a los estudiantes es la asistencia a lo que bautizaron “curso de inducción”. Es decir que nosotros los profesores debemos inducirlos, inclinarlos, arrastrarlos al mejor puerto posible: la realización de un proyecto de investigación coherente con las especialidades escogidas que más tarde se convertirá en su trabajo de tesis. Con él podrán alcanzar el grado al que aspiran.

   Por fortuna para mí, estoy tanto en el área de Estudios Latinoamericanos como en el de Estudios Literarios. Tendría por tanto dos sesiones de curso de inducción. La de Latinoamericanos fue la primera: unos trece alumnos escuchaban con interés y un dejo de temor ante lo desconocido lo que les explicaba: mi línea de investigación, las publicaciones obtenidas producto de esos trabajos, los proyectos actuales. Les relataba mi cartografía académica, que se mezclaba inevitablemente con la de mi vida,  con mis inquietudes. Esos trabajos que, si bien teóricos, te suavizan la corteza interior hasta convertirla en piel de algodón.

   El turno siguiente fue para los chicos de Estudios Literarios. Mi especialidad en letras hizo que entrara al aula con la convicción de quien se sabe en terreno familiar: toda mi formación universitaria se centra en las letras: licenciatura, maestría, doctorado, y mi relación con la literatura ha sido de apego absoluto. Es un amor sin fisuras.

   Previamente había enviado por correo electrónico a los alumnos una investigación mía sobre el discurso narco. En ella abordaba la crónica y la novela que asumen el tópico en toda su amplitud. Unos doce chicos escuchaban los avatares que tanto la universidad como el sistema educativo en turno nos lleva a enfrentar. Unos años nos pedían investigación solitaria. No se podían anotar dos personas en un mismo proyecto, era el individualismo llevado a su máxima expresión. En el último sexenio panista fue al revés: No solo estabas obligado a hacer tus proyectos en grupo;  para tener identidad en la universidad  había que formar parte de un Cuerpo Académico, constituido por tres investigadores como mínimo. Tus trabajos, publicaciones y participaciones en congresos u otros eventos se harían en grupo.

   El cambio lleva también a que la mirada del especialista amplíe sus horizontes. Si desarrollo una investigación y miro en ella lo literario, no puedo dejar de lado la multidisciplinariedad. Estos cambios que nos va regalando el andar universitario te desvía de rumbos unívocos y te concede flexibilidad; lo plural viene a ser la clave para la inclusión.

   Con estas reflexiones inicié mi diálogo con los chicos. Después de mostrar publicaciones y contar el ir y venir de lecturas, escritura y largas horas de estudio, les pregunté por sus proyectos de tesis: Uno había decidido estudiar los caligramas en la obra de Octavio Paz. Otro más, las imágenes poéticas como generadoras de conocimiento. Una tercera me habló de su gusto por la teoría literaria y especialmente por el estructuralismo, así que quería ahondar su estudio en esta rama. El siguiente quería hacer un estudio comparativo en la obra de Mariano Azuela. Prácticamente todos los chicos se inclinaban hacia investigaciones de orden teórico, ultra especializadas. A partir de ahí mi atmósfera interior empezó a enrarecerse. Que la práctica literaria sea la suma de disquisiciones abstractas, o terminologías infinitas; que acercarse a la literatura implique el aislamiento de todo lo demás que no sea el arte en sí mismo, creía yo, era un asunto no solo superado, sino francamente erróneo.

   El ambiente empezó a caldearse cuando pasamos a los comentarios sobre mi estudio del discurso narco. Un chico comentó en tono de indignación contenida, la pertinencia de una investigación semejante. No solo por la inevitable propaganda que se le hace al tema, sino también por el valor artístico de aquellos discursos. Hablaban de lo transitorios que podrían ser y de su muerte prematura.

   La chica que le encantaba el estructuralismo señaló que se sentía tan ajena al tópico que no tenía nada que opinar. Ahí me dejé llevar de mi condición de primera oradora, y le insistí que tenía que comentar “algo” del artículo. Es que creo que no es literatura, fue su lacónico comentario. Ya a esas alturas del asombro, no hubo disimulo en mi reacción: Jóvenes, les dije alarmada, quieren convertir a la literatura en un punto microscópico. No olviden que el texto literario representa lo que nos rodea, la historia del hombre está allí. De suyo, la literatura no podría nunca desvincularse de la vida cotidiana y de aquella más hiperbólica.

   El diálogo, si bien alcanzó tonos bastante bizarros, no llegó a la separación sino al consenso. Admitieron la apertura que ha alcanzado el espectro que llamamos literatura: no hacerlo sería dejar fuera los discursos de las minorías, llámense poesía femenina, literatura testimonial, narcoliteratura…antipoesía, poesía conversacional. Tantas expresiones que se han incorporado a ese decir,  a ese pronunciar el arte con todos sus  ricos matices.


   Si arrinconamos a la literatura, dejará de ser esa expresión de las humanidades que tanto la enaltece.

miércoles, 13 de agosto de 2014

LOS IMPRESCINDIBLES




 Guadalupe I Carrillo T




La noticia de la muerte del actor Robin Williams resulta no solo dolorosa, es cruel; se engarza dentro de ese terrible remolino que es el absurdo de donde salió contaminado por la derrota. Su carrera artística de impecable factura, contaba con el sello indeleble de la mirada comprensiva hacia un ser humano que se sabe frágil, débil en su estabilidad y, por ello, profundamente compasivo.
   La risa fácil que era capaz de hacer brotar en los numerosos espectadores que disfrutamos hasta las lágrimas de su humor contagioso y magistral será la imagen imborrable de nuestro ya añorado Robin. Porque cuando un ser humano es, por naturaleza, luminoso, su presencia resulta imprescindible.
    De las numerosas películas que protagonizó, rescato “La Sociedad de los poetas muertos”, película estrenada en 1989, con el guion de Tom Schulman que adaptó al cine la novela homónima de la norteamericana Nancy H. Kleinbaum. La historia asentada en 1959 nos muestra la experiencia de un grupo de jóvenes de entre 16 y 18 años de edad que entran a cursar sus últimos años de preparatoria en la famosa Academia, una de las instituciones más prestigiosas de Estados Unidos, cuyo legado más robusto se traducía en el más rancio conservadurismo; en la preservación de los valores que por décadas los norteamericanos consideraban pilares de la moral y buenas costumbres: “Tradición, Honor, Disciplina y Excelencia”, era el lema que hacían recitar, como un ensalmo,  a sus estudiantes para que, quizás, les entrara a la piel, o a ese inconsciente que los sistemas dominantes desean manipular en las masas, con la tenacidad de un ladrón.
   John Keating, encarnado por Robin Williams, era el nuevo profesor de literatura de la institución. A pesar de que las generaciones anteriores se habían enfrentado al estudio de la literatura desde la mirada miope de una tradición anquilosada, Keating abrió el horizonte interminable de la belleza: la poesía sería para los estudiantes el nuevo y desconocido timón con el que recorrerían los mares de su mundo interior. De la mano de la poesía, Keating les enseñaría ángulos impensables desde donde la vida se convertía en   caleidoscopio.
   El juego entre lo literal y lo metafórico empleado por el profesor –les animó a mirar alto y para ello todos tenían que subirse a los pupitres- surtió un efecto curativo que rayaba en lo milagroso: los jóvenes dejaban de lado la opresión asumida por padres y maestros y tomaban las riendas de su felicidad. Para ello era inevitable el choque de generaciones y lo que había comenzado como una terapia liberadora se convirtió, a la larga, en el drama de quienes sucumben al sistema represor.
   Sin embargo este final inevitable no deviene en catástrofe para todos. A los jóvenes los había tocado la poesía en el rincón más claro de sus almas. La literatura los había convocado a ese paraíso que se llama libertad de pensar. Lo que parecía intocable se convirtió en lugar común: también ellos podían romper amarras en busca de nuevos horizontes.
   El profesor Keating dejó de lado la teoría y les mostró el rostro real de la literatura: representar la vida con la palabra exacta, llamar al ser humano por su condición más noble, incluir la belleza en el vocabulario cotidiano: ¡Oh, capitán! ¡Mi capitán! –eran los versos de Wall Whitman que recitaba Keating- “Levanta y escucha las campanas/ levántate, por ti se ha izado la bandera, por ti vibra el clarín”. Los versos que Whitman dedicara a Lincon, eran repetidos por el profesor como ese mágico conjuro que invitaba a los chicos a izar sus propias banderas con el aire limpio de otras costas.

   Ese era también Robin Williams; la mágica sensibilidad que brotaba en sus actuaciones nos hablaba de un hombre conocedor de bajezas y noblezas, de allí su insistente comprensión del ser humano que se visualizaba a través de sus incontables actuaciones. Hay un duelo en el aplauso. Robin Williams pereció tras luchar muchos años contra una insalvable tragedia personal. Su recuerdo quedará, para nosotros, intacto. 

lunes, 4 de agosto de 2014

¿Vacaciones?

Guadalupe I Carrillo T

La prolongada rutina laboral llegaba a su fin, o a su paréntesis, para ofrecernos unos días de descanso. Tendríamos dos semanas de vacaciones en las que habíamos planificado salir cuatro días a la bella y siempre sorprendente ciudad de Oaxaca.  El viaje en carro era inevitable pues con nosotros viajaban también libros, sillas, neveras y mucho entusiasmo para compartir con seres entrañables que nos esperaban.

   Salimos  las nueve de la mañana de la Marquesa; el tráfico era fluido, sin dejar de lado el tropezón de un gran camión que encontramos varado entre una barda del carril de ida y la otra del regreso. Grúas, ambulancias, bomberos trataban de levantar la imprudencia de aquel camionero que se traducía en el enganche de su camión sobre las murallas viales. El episodio había ocurrido muy poco tiempo antes y esto nos permitió pasar el atolladero con relativa rapidez; unos quince minutos perdidos fue el saldo registrado del incidente. Sin embargo quizás era el signo premonitorio de lo que se convertiría nuestro viaje: un clamor unánime frente al caos nacional llevado a la vía pública.
Había transcurrido una hora de trayecto. El recientemente inaugurado Circuito exterior Mexiquense, que bordea gran parte de los estados que nos separaban de Oaxaca, se veía espléndido  en su amplitud y luminoso bajo los rayos del sol. Esa luz se convirtió en calor sofocante cuando nos detuvimos ante una interminable fila de autos y camiones de dimensiones gigantescas. Estábamos atorados en una kilométrica cola que se perdía en el horizonte. De inmediato el internet portátil cumplió con su labor informativa. Cinco minutos más tarde leía los titulares que explicaban lo ocurrido: Los habitantes del municipio mexiquense de Nextlalpan habían tomado las casetas de peaje de la ruta de ida y de vuelta y no dejaban pasar ningún vehículo desde la madrugada de ese día. Habían estado sometidos a constantes robos, invasiones de predios y no soportaban un segundo más de indiferencia de parte de las autoridades. La rabia se había alzado en son de guerra y ni siquiera la presencia de los granaderos y de la policía municipal los harían cambiar de opinión.
   Pero los que estábamos allí, muchos  sumidos en absoluto desconocimiento de la raíz de tal desastre, empezábamos a resentir el lado injusto que nos regalaban. Ni para atrás, ni para adelante. Nadie se movía; la mayoría empezaba a bajarse de sus autos haciendo amistades provisionales que solo estos escenarios nos permiten realizar generosamente. El sol picaba en la piel y en el ánimo que se desgastaba minuto a minuto. Habían pasado ya dos horas: nos comunicábamos con la familia de Oaxaca, con las autoridades de las casetas de cobro; reclamos, voces que alzaban la desesperación y la impotencia. La mayoría de los allí detenidos eran traileros acostumbrados a maratones viales, a horas interminables dentro de sus cabinas. Algunos decidieron lavar las trompas de aquellos monstruos de acero, otros avisaban no solo su tardanza; avizoraban la pérdida de todo el día en aquella pista. Nosotros, lamentablemente, apostamos por la desesperación y decidimos buscar alguna salida, aunque esta supusiera desviarnos de la ruta más directa hacia Oaxaca. Estábamos a unos metros de la salida a Querétaro, Algunos camiones que nos impedían el paso lograron arrimar su lomo de metal y eso nos permitió que unos cincuenta carros nos deslizáramos por esta alternativa. De los autobuses de pasajeros se descolgaban como changos mujeres, hombres y niños que optaban por este otro acceso en otro camión que los llevara a otra ciudad. La apuesta era salir de esa cárcel monumental donde no había rejas, ni techo, ni puertas o ventanas pero en la que la libertad era tan improbable como lo sería en las celdas de alta seguridad.
   Al fin salimos de aquel laberinto borgeano. Al atravesar Zumpango, el poblado más cercano, nos encontraríamos con el Arco Norte, un nuevo camino que nos llevaría a la ciudad de Puebla y de ella a continuar hacia Oaxaca. Sin embargo  ese lunes no soplaban aires de buena suerte. Zumpango se prolongaba como una pesadilla y el llamado Arco Norte se hacía cada vez más inalcanzable. Después de cientos de preguntas a peatones de aspecto vernáculo, logramos salir de aquel atolladero que se llama desconocer una senda. Al fin palpábamos el lugar común y el viaje continuó.
   No soy supersticiosa; más bien me calificaría de poco crédula de aquello que no soy capaz de ver. Esta vez fue distinto, parecía que la mala suerte se colaba en nuestro carro para quedarse: a 40 kilómetros de la ciudad tuvimos que realizar otra larga parada: estaban reconstruyendo la carretera y esta se reducía a un solo carril. A nosotros nos tocó esperar a que la fila de los carros de ida pasaran. Y ya en la ciudad se celebraba la fiesta estatal más importante: La Gelaguetza se presentaba con todo su esplendor en el auditorio de Cerro del Fortín. El movimiento de las distintas delegaciones que van a la fiesta llevando sus ofrendas nos obligó a desviarnos por el centro de la ciudad y dar infinidad de vueltas antes de que un taxi nos aterrizara en nuestro destino: zona de fácil acceso pero que esa noche ya no encontrábamos. Nuestro viaje que debía tener una duración de unas seis horas se extendió al doble: hicimos doce horas de trayecto.
    Desafortunadamente esta pequeña odisea de asfalto, producto del hartazgo de pobladores a los que no se les escuchan sus peticiones, a quienes se les abandona en su precariedad, se extendió en los cuatro días que estuvimos en Oaxaca. El día martes unos cien choferes de camiones de carga de la Confederación Nacional de Transportes de México –CTM- apostaron sus vehículos en fila en el carril de alta velocidad a lo largo de toda la ciudad de Oaxaca. Allí estuvieron dos días. Se enfrentaban a los dirigentes del Consejo Nacional de la Productividad pues los acusaban de ser responsables de la muerte de Giovani Delfino Cano, un joven de 25 años que fue baleado el 30 de enero. El día 30 de julio, uno antes de nuestro regreso a la Marquesa, ambos grupos se golpearon a pedradas y garrotazos, dejando camiones calcinados y un buen número de heridos.
   Pero esto no fue suficiente. Ese mismo día treinta nos acercamos al centro de la ciudad. El zócalo de Oaxaca es uno de los más bellos y vistosos que he conocido en México. La alegría se cuelga de las ramas de los árboles, de los juguetes infantiles y de una marimba incansable que pareciera decirnos que también allí la ternura es posible. Al llegar a ese zócalo añorado me quedé helada: una abigarrada montaña de tiendas de campaña invadía todo. Los maestros de la sección 22 lo habían tomado para estar allí día y noche. De esa forma daban su voz de alerta a la posible aprobación de la ley educativa sin que se tomara en cuenta el consenso magisterial.
    Pero la guinda no fue esta. Aún nos esperaba el día de nuestro regreso, el 31 de julio, una manifestación a pie de cientos de personas que nos cerraban el acceso a la salida a México. Solo nos faltaban dos cuadras para llegar a ella. Tuvimos que bordear por horas la ciudad colapsada, en la que sus habitantes solo conocen el alarido como la ruta irreversible para ser vistos, o por lo menos, para no ser, de nuevo, esquivados por la indiferencia.
   Que un país funcione en estos términos, que grupos minoritarios opten por la irracionalidad y el zafarrancho en su versión más hiperbólica para lograr que los tomen en cuenta, nos habla de un deterioro moral, político y social que toca alarmas incendiarias. No dejes, México, que esta marea cubra tu bella tierra y tu enorme riqueza. Mis granos de arena son, pues, estas palabras.