Guadalupe Carrillo Torea
Tengo cuatro perros Golden Retriver:
Dos con nombres que remiten a mi raíz, Venezuela: Catire, que sería el güero
mexicano o el rubio español, y Cotufa, la palomita de maíz. De ellos descienden
Pelusa y Pepucha. Tres hembras y un
macho.
Aunque es una obviedad decirlo, los amo con la alegría y el entusiasmo
con el que ellos me aman a mí. La incondicionalidad en el afecto, que en ellos
es un sello definitivo, me ha permitido crear la conciencia de la solidaridad
con los demás seres caninos.
En días pasados encontré en internet el
anuncio de una casa de acogida perruna que pedían donativos de croquetas y
arroz para sus huéspedes. La dirección era muy cercana al lugar donde trabajo
así que dejé un mensaje diciéndoles que deseaba ayudarles. Respondieron
enseguida dejándome un número telefónico. Me comuniqué, intercambiamos datos y
al día siguiente me acerqué con mi bulto y mis paquetes de arroz.
Se trata de un espacio muy amplio
dividido en tres patios. Una pequeña habitación que funciona de comedor,
oficina, para los dos responsables del
lugar que albergan la cantidad astronómica de 115 perros. Debo reconocerlo:
nunca en mi vida había visto tanto peludos de cuatro patas juntos. En uno de
los patios abierto había unos cuarenta animalitos. Estaban muy tranquilos; el chico
que me los presentó me aclaró que acababan de comer y eso los serenaba por
varias horas. En el otro adyacente se encontraban unos veinte; allí permanecían
aquellos que les costaba más convivir con los demás o quienes habían sido
recién rescatados y se encontraban en condiciones de salud precarias –los
testimonios del maltrato animal son desoladores y las fotografías de los
pequeños agredidos y famélicos, una muestra de crueldad avasallante-. En un
tercer jardín había unos seis y dentro de la casa, en habitaciones más
pequeñas, los de raza chica que pueden permanecer encerrados por algunas horas,
pero que también contarán con su rato de libertad. La oficina estaba repleta de
sacos de croquetas que, voluntarios habían donado desde hacía varias semanas. En Facebook el grupo se llama "Adopciones caninas, salva una vida" y desde allí pedían la ayuda para alimentos y lo que un samaritano perruno pudiera ofrecer.
La diferencia del comportamiento de un perro que le tocó el triste
destino de estar en la calle y el de uno que ha sido cuidado, atendido y amado,
es abismal. Aquellos llevan el miedo y
el hambre como una gran cicatriz; acercarte a ellos supone, muchas veces, su
huida, pues creen que, de nuevo, serán golpeados. Sin embargo, en esta casa de
acogida, apuestan por los que se
encuentran en esta primera situación. Los reciben, los acompañan y les cambian
la vida.
El trabajo que realizan, de una nobleza desconcertante, supone la
entrega de casi todo su tiempo. Hacen guardias para que los animales allí
reunidos nunca estén sin compañía humana. Y la política de adopción comienza
por el reconocimiento de las casas donde irán a vivir y el acuerdo de toda la
familia que verdaderamente desee al perro. De lo contrario, no los entregan,
prefieren continuar con ellos. Se trata pues de una obra altruista, donde las
voluntades se unieron para hacer el bien
a quienes te lo agradecerán con una mirada, con la movida de su cola, con el
afecto incondicional. Serán los más felices al verte y los más tristes al darse
cuenta que te vas. Entonces la gratitud, con la que muchas veces lucramos, es,
en este caso, real, verdadera, trasparente.