jueves, 8 de mayo de 2014

El Bautizo

Guadalupe Isabel Carrillo T

Un mes antes nos habían dado el aviso de lo que pretendía ser un gran acontecimiento: el bautizo de la sobrina-ahijada. Por su comportamiento, esta vecina del pueblo que acababa de invitarnos a la fiesta, nos había demostrado con los años que su manera de relacionarse no pasaría de saludos efusivos cada vez que nos cruzábamos de carro a carro. Había simpatía entre nosotros y ellas pero la sensación de barrera permanente nos mantuvo al margen sin saber bien si acercarnos más o mantener la distancia que tácitamente se  dispuso en la cotidianidad. Se trataba de una familia de varias hermanas solteras y un hermano, padre de la niña protagonista del evento, que iban y venían a esa majestuosa casa construida a cuenta gota –hacía siete años del inicio de la construcción y aún no era habitada, solo eventuales fines de semana-.
   Los vimos pasar tantas veces sin acercarse a nadie que no fueran ellos mismos; la construcción se detuvo por tantos meses para reiniciarse a marchas forzadas; con quejas de vecinos que reclamaban un mal trazo de linderos, con el frío rechazo de la gente del poblado, que preferimos esperar a que aquellos posibles amigos dieran los primeros pasos para la amistad.
   El día se aproximaba pues no solo la vecina se acercó a avisarnos que nos invitaba a una celebración que se efectuaría un mes después. Además se tomó la molestia de llevarnos tarjeta de invitación una semana antes.
   Como somos amigueros por naturaleza y esa gente nos causaba cierta sensación de agrado y al mismo tiempo de desconcierto; dijimos desde el primer momento que iríamos sin falta y lo agendamos para no errar en la fecha.
   Los primeros tropezones vinieron al pensar en el regalo para la bautizada. Conocíamos al padre de la niña y su aspecto no era el de un hombre joven. Corpulento, moreno; si bien aún no se apreciaban canas en su escasa cabellera, le  calculaba fácilmente unos cuarenta y cinco años. Podría ocurrir que compráramos un vestido para una niña menor de un año y que la aquella pequeña hubiera sido bautizada con más edad. El desconcierto se superó con la selección de unos aretes que le quedarían a una pequeña de entre un año hasta los cinco.
   Tres días antes del evento notamos gran movimiento alrededor. Instalaron un tráiler en el terreno de al lado que se encontraba vacío y que también fue usado como estacionamiento para los visitantes. En el jardín del enorme terreno donde se levantaba la casa se montó fierro a fierro una elegante lona blanca en forma de techo de salón de fiesta; pero, además, para evitar pisadas incómodas en el irregular césped, se afincó un piso de madera laminada. Hubo plantas de luz y enormes linternas.
   El día del festejo calculado para las dos de la tarde, los ruidos no se hicieron esperar. Desde la mañana un ejército de hombres y mujeres iban y venían colocando mesas y sillas. De varios camiones salían cajas de refrescos, de utensilios de cocina: ollas, bandejas, cubiertos; mantelería y decorado asomaban la cercana conclusión de que se trataba de algo en grande.
   Estábamos entusiasmados con lo que se vislumbraba pero la salida de nuestra casa se prolongó por la inquietud que nos generaba el desconocimiento de cada uno de los invitados. Y lo dicho se hizo realidad: llegamos al lugar; en la puerta de entrada se encontraba el padre de la niña y una de sus hermanas; pero quien nos había invitado, la hermana mayor que llevaba la batuta de la fiesta y a quien más conocíamos, no estaba. Con esa sensación de timidez que nos alcanza cuando nos sentimos solos entre una masa de desconocidos, tuvimos que acercarnos a la que, pensábamos, era la mamá de la niña, pues la llevaba en brazos y la pequeña tenía puesto un trajecito muy semejante al que se suele usar en los bautizos.
   Sin conocernos, la señora nos saludó con mucha amabilidad. Le pregunté si ella era la mamá y, al asentir, me tomé la libertad de preguntarle por la edad de la niña: un año, solo tenía un año. Cruzamos pocas palabras y nos acercamos a algunas de las mesas que aún permanecían vacías. Mi marido y yo estuvimos allí, solos los dos unas cuantas horas y para no decaer el ánimo ante la situación que se estaba dibujando, decidimos ser observadores más que actores. El jardín estaba lleno de juegos para niños: al fondo un inflable que apenas se estaba convirtiendo en castillo. En la otra esquina un señor mayor tenía dispuesta su maquinaria para hacer algodones de azúcar. Cerca de nosotros se iba llenando una mesa con dulces, globos, recuerditos infantiles y en el centro la flamante presencia de dos piñatas: una de MikyMouse y otra de Mini.
    Todo estaba dispuesto para que más que un bautizo aquello fuera el gran festín de la población menor. La ternura decoraba aquel lugar, porque no solo eran las cosas: los invitados adultos traían niños como racimos; aquellos pequeños invadieron el lugar de carreras y risas que se desplegaban para que los viéramos  como papalotes en el cielo.
   En el transcurso de la reunión nos dimos cuenta que aquel tráiler instalado días antes contenía dos lujosos baños, con aire acondicionado, lavabo, alfombras, y cuatro personas que lo mantenían en la mayor pulcritud…Esa gente había tirado la casa por la ventana. Sin embargo el clima se tornó más que raro, desconcertante. Los invitados llegaron en traje informal; la mayoría en pantalón de mezclilla, sombreros, camisas sport. Pero los meseros iban vestidos de etiqueta: sacos negros con corbatines; pantalones también negros. Su servicio era impecable, digno de la más formal celebración. Cuando llegó la hora de la comida tipo buffet, nos acercamos a hacer fila frente a una larga mesa que contenía los más variados platillos  mexicanos. Sin embargo me llamó la atención que la mayoría de ellos eran recetas muy sencillas, típicas de la población campesina. También me extrañó que las bebidas, todas nacionales, se racionaban con insistencia. Al lado derecho del templete se encontraba otra larga mesa con más bandejas de comida a las que nadie tenía acceso; los meseros nos desviaban directamente a la mesa central. Me acerqué a pedir otra bebida que de lejos había observado y, gentilmente, el mesero cercano a nosotros nos comentó que aquello estaba reservado para otros invitados.
Mientras el padre de la niña se acercó a  nuestro lugar notamos su nerviosismo a flor de piel. Fumaba con desesperación: con el último cigarrillo encendía el próximo; además sus brazos estaban llenos de pulseras de cuero, oro y plata hasta el antebrazo; pero lo que más me sorprendió fue ver en su cinturón un revólver. Era aparatoso y brotaba de su cadera como si fuera un animal en alerta.

   En una fiesta fundamentalmente infantil, con decenas de niños corriendo por todos lados, el anfitrión iba y venía con un arma de fuego. Su niña, cargada en los brazos de la madre, era para mí la mayor garantía de que ese ser con el ánimo exaltado tendría que calmarse a como diera lugar. Minutos después la explicación se presentó frente a nosotros. Una gran parafernalia de coches y sirenas se acercaron  al lugar, haciéndonos pensar que había ocurrido algo grave. No, estábamos equivocados, de una limosina  salía el gobernador del estado, con un séquito de unos 30 guarda espaldas más los demás secretarios;  todos ellos ocuparon la mayor parte del espacio que quedaba. La fiesta se convirtió en un evento social y, por qué no, político. Nuestro conocido había echado la carne al asador. Supongo que aquel bautizo habrá sido una inversión de cientos de miles de pesos que solo agradarían unas horas de la vida del Gobernador. A los demás invitados en cambio,  la inesperada visita nos hizo salir lo más pronto posible de aquel confuso desencuentro entre ciudadanos de a pie y políticos que orbitan en otras latitudes.