Guadalupe Isabel Carrillo T
Un
mes antes nos habían dado el aviso de lo que pretendía ser un gran
acontecimiento: el bautizo de la sobrina-ahijada. Por su comportamiento, esta
vecina del pueblo que acababa de invitarnos a la fiesta, nos había demostrado
con los años que su manera de relacionarse no pasaría de saludos efusivos cada
vez que nos cruzábamos de carro a carro. Había simpatía entre nosotros y ellas
pero la sensación de barrera permanente nos mantuvo al margen sin saber bien si
acercarnos más o mantener la distancia que tácitamente se dispuso en la cotidianidad. Se trataba de una
familia de varias hermanas solteras y un hermano, padre de la niña protagonista
del evento, que iban y venían a esa majestuosa casa construida a cuenta gota
–hacía siete años del inicio de la construcción y aún no era habitada, solo
eventuales fines de semana-.
Los vimos pasar tantas veces sin acercarse a
nadie que no fueran ellos mismos; la construcción se detuvo por tantos meses
para reiniciarse a marchas forzadas; con quejas de vecinos que reclamaban un
mal trazo de linderos, con el frío rechazo de la gente del poblado, que
preferimos esperar a que aquellos posibles amigos dieran los primeros pasos
para la amistad.
El día se aproximaba pues no solo la vecina
se acercó a avisarnos que nos invitaba a una celebración que se efectuaría un
mes después. Además se tomó la molestia de llevarnos tarjeta de invitación una
semana antes.
Como somos amigueros por naturaleza y esa
gente nos causaba cierta sensación de agrado y al mismo tiempo de desconcierto;
dijimos desde el primer momento que iríamos sin falta y lo agendamos para no
errar en la fecha.
Los primeros tropezones vinieron al pensar
en el regalo para la bautizada. Conocíamos al padre de la niña y su aspecto no era
el de un hombre joven. Corpulento, moreno; si bien aún no se apreciaban canas
en su escasa cabellera, le calculaba
fácilmente unos cuarenta y cinco años. Podría ocurrir que compráramos un
vestido para una niña menor de un año y que la aquella pequeña hubiera sido
bautizada con más edad. El desconcierto se superó con la selección de unos
aretes que le quedarían a una pequeña de entre un año hasta los cinco.
Tres días antes del evento notamos gran
movimiento alrededor. Instalaron un tráiler en el terreno de al lado que se
encontraba vacío y que también fue usado como estacionamiento para los
visitantes. En el jardín del enorme terreno donde se levantaba la casa se montó
fierro a fierro una elegante lona blanca en forma de techo de salón de fiesta;
pero, además, para evitar pisadas incómodas en el irregular césped, se afincó
un piso de madera laminada. Hubo plantas de luz y enormes linternas.
El día del festejo calculado para las dos de
la tarde, los ruidos no se hicieron esperar. Desde la mañana un ejército de
hombres y mujeres iban y venían colocando mesas y sillas. De varios camiones
salían cajas de refrescos, de utensilios de cocina: ollas, bandejas, cubiertos;
mantelería y decorado asomaban la cercana conclusión de que se trataba de algo
en grande.
Estábamos entusiasmados con lo que se
vislumbraba pero la salida de nuestra casa se prolongó por la inquietud que nos
generaba el desconocimiento de cada uno de los invitados. Y lo dicho se hizo
realidad: llegamos al lugar; en la puerta de entrada se encontraba el padre de
la niña y una de sus hermanas; pero quien nos había invitado, la hermana mayor
que llevaba la batuta de la fiesta y a quien más conocíamos, no estaba. Con esa
sensación de timidez que nos alcanza cuando nos sentimos solos entre una masa
de desconocidos, tuvimos que acercarnos a la que, pensábamos, era la mamá de la
niña, pues la llevaba en brazos y la pequeña tenía puesto un trajecito muy
semejante al que se suele usar en los bautizos.
Sin conocernos, la señora nos saludó con
mucha amabilidad. Le pregunté si ella era la mamá y, al asentir, me tomé la
libertad de preguntarle por la edad de la niña: un año, solo tenía un año.
Cruzamos pocas palabras y nos acercamos a algunas de las mesas que aún
permanecían vacías. Mi marido y yo estuvimos allí, solos los dos unas cuantas
horas y para no decaer el ánimo ante la situación que se estaba dibujando,
decidimos ser observadores más que actores. El jardín estaba lleno de juegos
para niños: al fondo un inflable que apenas se estaba convirtiendo en castillo.
En la otra esquina un señor mayor tenía dispuesta su maquinaria para hacer
algodones de azúcar. Cerca de nosotros se iba llenando una mesa con dulces,
globos, recuerditos infantiles y en el centro la flamante presencia de dos
piñatas: una de MikyMouse y otra de Mini.
Todo estaba dispuesto para que más que un
bautizo aquello fuera el gran festín de la población menor. La ternura decoraba
aquel lugar, porque no solo eran las cosas: los invitados adultos traían niños
como racimos; aquellos pequeños invadieron el lugar de carreras y risas que se
desplegaban para que los viéramos como
papalotes en el cielo.
En el transcurso de la reunión nos dimos
cuenta que aquel tráiler instalado días antes contenía dos lujosos baños, con
aire acondicionado, lavabo, alfombras, y cuatro personas que lo mantenían en la
mayor pulcritud…Esa gente había tirado la casa por la ventana. Sin embargo el
clima se tornó más que raro, desconcertante. Los invitados llegaron en traje
informal; la mayoría en pantalón de mezclilla, sombreros, camisas sport. Pero
los meseros iban vestidos de etiqueta: sacos negros con corbatines; pantalones
también negros. Su servicio era impecable, digno de la más formal celebración.
Cuando llegó la hora de la comida tipo buffet, nos acercamos a hacer fila
frente a una larga mesa que contenía los más variados platillos mexicanos. Sin embargo me llamó la atención
que la mayoría de ellos eran recetas muy sencillas, típicas de la población
campesina. También me extrañó que las bebidas, todas nacionales, se racionaban
con insistencia. Al lado derecho del templete se encontraba otra larga mesa con
más bandejas de comida a las que nadie tenía acceso; los meseros nos desviaban
directamente a la mesa central. Me acerqué a pedir otra bebida que de lejos
había observado y, gentilmente, el mesero cercano a nosotros nos comentó que
aquello estaba reservado para otros invitados.
Mientras
el padre de la niña se acercó a nuestro
lugar notamos su nerviosismo a flor de piel. Fumaba con desesperación: con el
último cigarrillo encendía el próximo; además sus brazos estaban llenos de
pulseras de cuero, oro y plata hasta el antebrazo; pero lo que más me
sorprendió fue ver en su cinturón un revólver. Era aparatoso y brotaba de su
cadera como si fuera un animal en alerta.
En una fiesta fundamentalmente infantil, con
decenas de niños corriendo por todos lados, el anfitrión iba y venía con un
arma de fuego. Su niña, cargada en los brazos de la madre, era para mí la mayor
garantía de que ese ser con el ánimo exaltado tendría que calmarse a como diera
lugar. Minutos después la explicación se presentó frente a nosotros. Una gran
parafernalia de coches y sirenas se acercaron al lugar, haciéndonos pensar que había
ocurrido algo grave. No, estábamos equivocados, de una limosina salía el gobernador
del estado, con un séquito de unos 30 guarda espaldas más los demás secretarios; todos ellos ocuparon la mayor parte del espacio que quedaba. La fiesta se convirtió en un
evento social y, por qué no, político. Nuestro conocido había echado la carne
al asador. Supongo que aquel bautizo habrá sido una inversión de cientos de
miles de pesos que solo agradarían unas horas de la vida del Gobernador. A los demás invitados en cambio, la inesperada visita nos hizo salir
lo más pronto posible de aquel confuso desencuentro entre ciudadanos de a pie y
políticos que orbitan en otras latitudes.