De
nuevo la editorial Grijalbo saca a la luz el último trabajo de investigación
del periodista Julio Sherer García. Su trayectoria profesional
es conocida ampliamente en México. Por su compromiso social, por la acendrada
crítica al sistema político que nos gobierna. En las últimas décadas su trabajo
se centró en la búsqueda de la posible sensibilidad de un amplio sector de la
sociedad que permanece en el olvido. Sus pasos atravesaron el umbral de barrotes, telas metálicas y
vigilancia extrema, para acercarse a los que ya han perdido la libertad y
se encuentran sumidos en reclusorios de alta seguridad.
A través del recurso de la entrevista, el
periodista ha hurgado en la vida de aquellos que se clasifican como escoria
social: los capos del narcotráfico, sus sicarios, las mujeres inmersas en ese
mundo de manera voluntaria o por simple abolengo, como la llamada Reina del
Pacífico. El rostro personal de estos individuos se traduce en el volumen que
Sherer le da a sus voces casi inaudibles,
opacadas por los muros que rodean su futuro.
En esta ocasión el desdichado turno tocó a los menores infractores: Niños en el crimen es
el título que encabeza los testimonios más desgarradores rescatados por Sherer
García en su larga trayectoria periodística. El autor visitó los Centros de
Adaptación Penitencial en donde se alojan adolescentes entre 12 y 17 años de
edad. Son asesinos confesos que pagan penas de entre 1 o tres o cinco años de cárcel.
A lo largo de sus páginas y desde una
primera persona testimonial el autor nos narra las visitas realizadas a varios
de estos centros donde tuvo acceso no solo a los expedientes de los allí
recluídos, también a diálogos directos con chicos y chicas que anhelan una libertad
arrebatada por la ejecución de crímenes inimaginables. La crueldad y más aún,
la impasibilidad que embarga a los chicos al cometer los crímenes viene a ser
la constante en casi todos ellos, sin distinción de sexo o de edad. Sin embargo
Sherer va más allá de ese perfil casi monstruoso de sus protagonistas. Los
visita desde la sensibilidad y es capaz de describirlos en el sufrimiento que
los embarga. En el trayecto realizado por la Comunidad de Tratamiento
Especializado el autor advierte:
Durante
el recorrido observo a algunos adolescentes. Se
mantienen en grupos de ocho o 10, silenciosos. En su quieta soledad,
sólo dos juegan frontón a mano. A nuestro paso, los jóvenes responden con una
inclinación de cabeza y sonríen con dificultad. En sus rostros es patente el
síndrome del encierro, la depresión. No sabría de qué manera transmitir el
sentimiento que me despertaron. Sentí su depresión, pero no como un dolor. Es
la suya una forma de quietud, una no vida,
como si sus ojos ya hubieran mirado todo lo que habría que mirar. Su hastío me
pareció una forma de muerte” (p. 21)
Más adelante y después de reflexionar con
datos duros sobre el estado de abandono en el que viven estos chicos que han
ido creciendo en la calle o rodeados de grupos delictivos, el periodista relata
las fichas personales de varios de los cientos de adolescentes que están
recluidos. Su pasado reciente, su entorno familiar casi siempre fracturado y
las dificultades personales que acompañaron su entrada al crimen. Anoto uno de
ellos, la extensión de la cita obedece a la pertinencia del cuadro delictivo:
Desde
pequeño Víctor padeció las agresiones de un padre alcoholizado…La primera
ocurrió a sus siete años, víctima de golpes en el cuerpo propinados con un
cable de acero. La segunda a los diez, cuando su padre le encajó unas pinzas en
la pierna.La madre de la criatura no intercedía por él. El miedo lo paralizaba.
Posteriormente, Víctor fue expulsado del kínder como consecuencia de las
golpizas que les propinaba a sus compañeros…En la secundaria fue expulsado por
sus incesantes pleitos con alumnos y profesores. Desde los 15 años robaba a
clientes habituales y ocasionalmente a peatones…Ingresó a San Fernando por
secuestro y homicidio agravado, delitos que cometió en complicidad de dos
muchachos mayores que él y de sus padres. La participación de Víctor en el
crimen fue directa: convenció a un niño de cinco años de edad para que lo
acompañara hasta una casa que rentaban en Iztapalapa. Ahí mantuvo al chiquito
durante una semana hasta que, todos juntos, adolescentes y adultos, decidieron
matarlo. Víctor amarró de pies y manos al pequeño y le inyectó ácido muriático
en diversas partes de su cuerpo. Los padres de Víctor recibieron una larga
sentencia. La de Víctor fue de cinco años. Lo protegió su minoría de edad. (Pp.
58-59)
La última parte del documento presenta los
diálogos sostenidos entre el periodista y algunos de los jóvenes, chicos y
chicas, presos en los centros de readaptación. Las conversaciones muestras
ampliamente la tensión en la que se sostiene la existencia de estos
adolescentes que han padecido la derrota de sus vidas, el abismo que los
acompaña. El timbre de sus voces se torna opaco, de una adultez prematura, son
aquellos que rozan continuamente los bordes de la demencia.
La revista Proceso reseñó la reciente salida
del Ponchis, el “niño sicario” que purgó tres años de cárcel. Había degollado a
cuatro personas, y descuartizado a otras dos. El 18 de noviembre de este año,
días antes de que saliera en libertad, periodistas de la Revista entrevistaron
a la presidenta del Tribunal Unitario de Justicia para adolescentes (TUJA), Ana
Virinia Pérez, quien reconoció que la terapia recibida por el Ponchis en sus
años de reclusión no fue suficiente. El adolescente de 17 años delinquirá de
nuevo. No muestra arrepentimiento ni temor por lo realizado tiempo atrás.
El libro de Julio Sherer, de una pertinencia
aplastante, se vuelve clamor desesperado. Hay que detenerse a ver a la
sociedad, la pobreza lacerante de millones de familias; el abandono no puede
seguir siendo la consigna.
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