viernes, 6 de marzo de 2015

¡Nixon No! Uno de los mejores cuentos de Salvador Garmendia



Guadalupe Isabel Carrillo Torea

El texto que presento a continuación pertenece al libro Miradas a la ciudad que me publicara la Universidad Autónoma del Estado de México en 2011. Es libro impreso que pronto pasará a digital, pero en el “mientras tanto” de estos años quiero compartir en el blog la reseña que hice a uno de los mejores cuentos del escritor venezolano Salvador Garmendia.




¡Nixon No!
El  relato que nos ocupa goza de una singularidad que lo enriquece y podría situarlo entre los más interesantes de la enorme producción de Salvador Garmendia. En primer término la estructura  que apuesta a la presentación de dos discursos paralelos  es poco usual dentro de la narrativa breve, que exige no sólo la economía descriptiva sino también la sencillez y precariedad en las técnicas narrativas. Sin embargo, la capacidad de innovación que caracteriza la prosa garmendiana anticipa su aceptación como una más de sus buenas creaciones.

   Los dos discursos están diseñados con narradores diferentes: uno en primera persona se encuentra en un viejo restaurante caraqueño en el que reflexiona largamente sobre aspectos cotidianos propios de la urbe. El segundo es un narrador que explica siempre en plural, más bien como narrador testigo,  la situación que se vivía en la ciudad de Caracas el día 13 de mayo de 1967 –la fecha se señala expresamente pero no corresponde a la realidad ocurrida en 1958- cuando Richard Nixon, como Vicepresidente de Estados Unidos,   y su esposa visitan el país. La reacción de la ciudadanía fue en extremo violenta, al punto de que el  Vicepresidente norteamericano tuvo que cancelar los actos públicos que tenía planificados para ese día.

   El relato se desarrolla  a través del contrapunteo de los dos textos que se interrumpen sin previo aviso. El autor los distingue no sólo por las diferencias de estilo, de narradores y situaciones, sino que se apoya en el uso de la letra cursiva para el segundo, de modo que no haya posibilidad de confusión de parte del lector. Las dos anécdotas, aunque referidas a situaciones distintas, confluyen en un mismo día y en una misma ciudad bajo la influencia también de un solo acontecimiento: la conmoción producida por la visita de Richard Nixon. El uso de espacios diferentes da pie a que el lector alcance una imagen totalizadora del pulso de la ciudad a través de los acontecimientos que ocurren en ella y en los que participa masivamente sus habitantes.

Primer apartado
El primer texto proyecta a la ciudad a través de un espacio público limitado; es un restaurante en el que de forma reducida encontramos los más variados elementos del universo citadino, de tal forma que tanto narrador como lector se sienten espectadores del gran teatro urbano al mirar lo que allí ocurre. El famoso local se encuentra extrañamente vacío a las dos de la tarde, hora en que llega nuestro personaje. Con mirada retrospectiva, él mismo explica detalladamente lo que allí suele ocurrir. Mantiene, no obstante, el mismo tono agresivo que se percibía en el cuento anteriormente analizado, donde personas y cosas son vistas a través del tamiz de la mediocridad que pareciera caracterizar a los seres de ciudad:

Las mesas vacías, increíblemente solas a esta hora, las dos de la tarde, en que el tumulto es habitual en el restaurante “Álvarez”, tanto como la acometida de los mozos que se cruzan cargados de platos vaporosos y la espera junto a las columnas encaladas de los grupos de comensales retrasados que trabajan en las oficinas y los almacenes de la cuadra, todos en un mismo empaque de mediana prosperidad,[…]y en menor cantidad, mujeres aclimatadas a una robusta soltería, más discretas, acaso, en su comportamiento, aunque sin llegar a reprimir una que otra carcajada chillona que haría volver la cabeza a ese tipo de cliente solitario y malhumorado que nunca deja de mostrar su mediano compendio de fealdades en estos lugares. (1970: 81)

   La descripción de situaciones y personas que regularmente decoran un espacio público orientado a la convivencia y al cruce de ideas, se transforma en el escenario que permite al narrador exteriorizar agriamente su opinión sobre aquello que suele conformar la fauna citadina y que él ambienta con el uso de  adjetivos que los afean. Por ejemplo, a los mozos los llama “piezas de edad decrépita”; la servilleta es “el trozo de almidón calcificado encima de mis piernas”; las mesas vacías van “cubriendo de una soledad frágil todo el cuadro del patio central y los corredores laterales”. 

   El acento que prevalece es, pues, el de la medianía que siempre viste a la urbe y que alcanza niveles de decrepitud, de acabamiento. El proceso de cosificación parte de este primer discurso en el que advertimos el énfasis invariable de un espectador que todo lo ve con amargura; los objetos  y personas que describe, en su condición fractal, sintetizan la noción de ciudad del mismo autor.
   La utilización insistente del enfoque subjetivo que ya se había presentado en el relato “Estar solo” vuelve aquí con la misma neurótica tensión, impregnando la atmósfera de pesimismo. Es un recurso estilístico más vanguardista que contrasta con la tradicional forma de narrar  en tercera persona.

   Gran parte de la  mirada de lo exterior de nuevo se ejecuta a través de los sentidos; para el narrador los comensales que esperan se pasan “la voz de un bigote a otro, de una a otra dentadura, como una bola de saliva y aire caliente que nadie quisiera dejar caer,” (1970: 81). El sentido de lo grotesco se impone como denso aire irrespirable, como manera de definir la ciudad.

   Este primer apartado se verá interrumpido con la narración de la llegada de Nixon, y líneas más adelante, se retoma; en esta ocasión la reflexión del narrador, aún en el restaurante, todavía decidiendo el menú, da un giro completamente distinto. El hombre piensa: “Cuantos habrán muerto en esta casa…”[1] A partir de esa idea, todo el discurso se centrará en la muerte desde la perspectiva más alienante, la de su uso comercial. Carrozas fúnebres, utensilios mortuorios, limosinas negras, las coronas de flores impregnando su olor en todos los rincones de la casa, el hálito de muerte adherido al polvo… Aparentemente  estos elementos eran comunes en una época en que aquella vieja casona, descrita como “mansión” fue habitada por muchas familias que a su vez vivieron constantemente la experiencia de los entierros solemnes.

   La información sobre el pasado de la mansión es fragmentada y confusa. A modo de reflexión el narrador asoma datos incompletos en los que conjetura acerca de cuáles fueron sus dueños, o quiénes la siguieron habitando. Como comúnmente ocurría en la mayor parte de las ciudades capitales de América Latina, los grandes caserones del centro de la ciudad que habían pertenecido a familias adineradas en sus inicios, pasan a convertirse en vecindades ocupadas por numerosos grupos de gentes  venidas del interior del país. El narrador deja caer datos que parecieran coincidir con este tipo de viviendas, pero no se manifiesta claramente.

   Se detiene obsesivamente en el recuerdo de la muerte, que asume como el mejor inquilino de aquel lugar. La inclinación al morbo que caracteriza la prosa de Garmendia se patentiza en las líneas del primer apartado.  El narrador convierte  las antiguas pompas fúnebres en asunto central, deteniéndose perezosamente en detalles minúsculos del aroma de las flores,  la disposición del cadáver, o el trabajo de los mortuorios, las recepciones que elegantemente presentaban y que se convertían en el atractivo de la multitud, asomada a balcones, ventanas y puertas. El personaje exacerba el tema al asumir que el olor a vieja muerte lo ha impregnado también a él, al extremo de señalar al mesero: “aquí huele a muerto, ¿verdad?” (1970:85).

   Se advierte una búsqueda del resquebrajamiento tonal, mediante la ruptura de tensiones. Después de una larga descripción de los actos mortuorios, y de insistir en el olor a muerto que se había adherido a su cuerpo, el narrador corta la reflexión para dirigirse al mesero y finalmente ordenar su comida: “y por un instante pienso en lo que pasaría un segundo después, alguna especie de fractura violenta, de agua desbordada, irreparable…, pero no hay caso: uno es una mierda y está listo; en vista de lo cual, ordeno un pasticho  horneado a la romana.” (1970:85). Se establece un contraste entre la grotesca reflexión sobre la muerte caricaturizada a través de su  comercialización  y el teatro que se construye a su alrededor; de inmediato el narrador pasa  a pedir “un pasticho horneado a la romana”. Este corte abrupto imprime tal ironía  al discurso que podríamos más bien hablar de un texto mordaz, donde hay una burla abierta a la sociedad de la que se siente excluido. Ridiculizar los actos mortuorios al contrastarlos con la realidad banal de pedir un pasticho supone,  así mismo, colocar  bajo el mismo rasero todos los actos urbanos que son vistos desde la hipocresía que los construye.


Segundo apartado
El segundo texto está  escrito con letras cursivas, se omiten en casi todos los párrafos los signos de puntuación e incluso  el uso de las mayúsculas. Nos encontramos ante un ejercicio a modo de escritura automática, práctica muy común en la producción literaria de las neo-vanguardias latinoamericanas. El narrador habla a través de un nosotros activo; inmerso en la multitud, explica lo que él, como parte de la masa, realiza y ve ante  la visita de Richard Nixon.  El texto recrea  la acalorada manifestación que, de forma espontánea, ocurrió el día 13 de mayo de 1958 – y no en 1967 como se señala en el texto- en las calles de la ciudad de Caracas cuando el  entonces vicepresidente visitó el país.  El hecho histórico tuvo resonancia internacional; las fotografías del carro lleno de salivazos,  que llevaba a Nixon y a su esposa recorrieron el mundo como un hecho inédito que fue aplaudido por los grupos de izquierda que en aquella década brotaba con mayor vigor en todo el continente. [2]

   De nuevo la mirada subjetiva se hace presente a través del ánimo agresivo e hiriente de un ciudadano común que describe los acontecimientos con una óptica que mezcla la espontaneidad, la violencia del acto, la ridiculización e, igualmente, la crítica política.

nixon con cara de perro afeitado de bajo pedigree recorriendo todo el mundo ajeno con sus pistoleros rubios de luger en las costillas y su mujercita que le pasaron la mano en maiquetía cuando iba a empezar a sonreírle a los ratoncitos de la prensa todos amontonados y aguzando sus cámaras sacudiendo sus guindalejos sin que ninguno se atreviera a atravesar la distancia prevista ni romper el vidrio imaginario que los separaba de aquellas hileras de dientes bien cuidados como si fueran peces raros en un acuario (1970: 83)
 
   El narrador utiliza el vocabulario típico del caraqueño de a pie, del que vive en las zonas más peligrosas de la ciudad y cuyo comportamiento en los espacios públicos suele poseer la espontaneidad, la rudeza y el humor de estos grupos sociales que se  mantienen atentos ante los acontecimientos que ocurren en su ciudad.  Al describir a los guardaespaldas de Nixon, el narrador les llama “rubios de luger” aludiendo al color de su pelo, que contrasta con el tipo mestizo venezolano; “luger” refiere a la pistola alemana que cobró fama a partir de la Segunda Guerra Mundial y que en los años sesenta seguía usándose:

el 13 de mayo de 1967 con todo el pueblo embochinchado en caracas y la gente decente chorreada de miedo en sus casas cientos de litros de saliva regados por toda la avenida sucre y los teléfonos llenándose de ladridos en la embajada americana pueblo de mierda gritaban en las oficinas de palacio y nunca se había visto nada semejante al cadillac negro todo sudado de gargajos chorreando baba puteado hasta la misma madre le entraron a patadas como hacen los policías en el barrio negro y un tipo que le dio un puntapié del demonio salió en la portada del times y se fregó para toda la vida pasó tres años preso y después en el barrio le decían míster nixon (1970: 83).

   El relato anterior se encuentra cargado de un evidente  humor cáustico a través del cual  logra desmontar la solemnidad –la falsedad, podría también decirse- que envuelve los eventos públicos de corte político; la  anécdota misma se encuentra cargada de contradicciones: por una parte vemos la  abyección de la masa que violentamente agrede al mandatario norteamericano, considerado siempre como el todo poderoso del planeta; a esto se añade la manera en que el narrador parodia una situación de suyo dramática al concluir que el “tipo que le dio un puntapié del demonio salió en la portada del times y se fregó para toda la vida pasó tres años preso y después en el barrio le decían mister nixon” . Más adelante se añade:

En medio de la dispersión final, con la garganta ardida, sajada a gritos, los comercios cerrados, gente de hogar agolpada en las ventanas de los edificios, asomando unas caritas de mentira, como si uno los estuviera viendo en fotografías al día siguiente, y uno y todo aquel gentío desmelenado, de camisas abiertas bajado; destrozos de pancartas en el piso, el resto de una furia despellejada (1970: 85)


   A pesar de que lo descrito es pródigo en detalles que representan ampliamente la demencia de una  masa  enardecida que invade los espacios públicos, esta es vista, nuevamente, a través del filtro del humor. El narrador señala que “se les quedó todo comprado para la recepción y los centenares de copas que se iban a llenar de demi sec se quedaron en fila como los cadetitos de natilla de conejo blanco y ni una sola se levantó a tiempo” (1970: 83). El sentido apocalíptico e incluso cosificador que presenta la ciudad  es resuelto estéticamente  por el autor mediante el uso del humor y la parodia. Asimismo, la preeminencia que las “cosas”  alcanzan como forma de recrear lo que es al ciudad y lo que somos en ella se hace evidente en las líneas que unen los dos relatos. El narrador en primera persona advierte en el restaurante: “Pero aquí no llega el ruido de la calle; tal vez se haya quedado sola, regada de papeles y algún zapato abandonado”. Los objetos aparecen como los significantes más elocuentes, los que mejor describen situaciones, sentimientos, actitudes dentro de la trama. Esta es otra de las posibilidades que la cosificación como proceso otorga, la preponderancia de los objetos sobre las personas, recurso a través del cual el autor concede un rostro a la ciudad; ella se viste de los objetos que por su carácter inanimado le imprimen ese sello. La despersonalización de los ciudadanos que participan en la revuelta es otra más de sus caras.

   El acontecimiento narrado, que históricamente ocurre en la década del sesenta, muestra una ciudad que se mueve sumida en la hostilidad, el caos, la degradación. El sentido apocalíptico que aquí se propone  es el de un espacio urbano que ha perdido su añeja costumbre de convivencia e intercambio social. Sin embargo el autor no sataniza a la urbe; más bien asume una postura de complicidad hacia todo lo que ella constituye, mediante el recurso constante del humor y la parodia que rompen las tensiones propias de una ciudad siempre en movimiento para desencadenar la risa y, en consecuencia, la aceptación de la misma a pesar la rudeza del asfalto.

Como se ha expuesto, los dos textos analizados dan cuenta de los plurales rostros que la ciudad posee en la prosa garmendiana. Las diferencias, sin embargo, se unifican a través de elementos que conforman sólidamente el estilo de un autor cuya obsesión fue siempre la ciudad y la vida que ella, indirectamente, nos diseña. Ser urbanícola es, para Garmendia, una condición humana de la que ningún habitante de ciudad puede sustraerse. Nuestros gestos, pensamientos y modos de ver la vida van signados, entonces, por la ciudad
        





[1] La cursiva es del autor.
[2] El evento puede verse en  las páginas de Youtube