Guadalupe I Carrillo T
La
prolongada rutina laboral llegaba a su fin, o a su paréntesis, para ofrecernos
unos días de descanso. Tendríamos dos semanas de vacaciones en las que habíamos
planificado salir cuatro días a la bella y siempre sorprendente ciudad de
Oaxaca. El viaje en carro era inevitable
pues con nosotros viajaban también libros, sillas, neveras y mucho entusiasmo
para compartir con seres entrañables que nos esperaban.
Salimos
las nueve de la ma ñana de la Marquesa; el tráfico era fluido, sin dejar
de lado el tropezón de un gran camión que encontramos varado entre una barda
del carril de ida y la otra del regreso. Grúas, ambulancias, bomberos trataban
de levantar la imprudencia de aquel camionero que se traducía en el enganche de
su camión sobre las murallas viales. El episodio había ocurrido muy poco tiempo
antes y esto nos permitió pasar el atolladero con relativa rapidez; unos quince
minutos perdidos fue el saldo registrado del incidente. Sin embargo quizás era el
signo premonitorio de lo que se convertiría nuestro viaje: un clamor unánime frente
al caos nacional llevado a la vía pública.
Había
transcurrido una hora de trayecto. El recientemente inaugurado Circuito
exterior Mexiquense, que bordea gran parte de los estados que nos separaban de
Oaxaca, se veía espléndido en su amplitud
y luminoso bajo los rayos del sol. Esa luz se convirtió en calor sofocante
cuando nos detuvimos ante una interminable fila de autos y camiones de
dimensiones gigantescas. Estábamos atorados en una kilométrica cola que se
perdía en el horizonte. De inmediato el internet portátil cumplió con su labor
informativa. Cinco minutos más tarde leía los titulares que explicaban lo
ocurrido: Los habitantes del municipio mexiquense de Nextlalpan habían tomado
las casetas de peaje de la ruta de ida y de vuelta y no dejaban pasar ningún
vehículo desde la madrugada de ese día. Habían estado sometidos a constantes
robos, invasiones de predios y no soportaban un segundo más de indiferencia de
parte de las autoridades. La rabia se había alzado en son de guerra y ni
siquiera la presencia de los granaderos y de la policía municipal los harían cambiar de opinión.
Pero los que estábamos allí, muchos sumidos en absoluto desconocimiento de la raíz
de tal desastre, empezábamos a resentir el lado injusto que nos regalaban. Ni
para atrás, ni para adelante. Nadie se movía; la mayoría empezaba a bajarse de
sus autos haciendo amistades provisionales que solo estos escenarios nos
permiten realizar generosamente. El sol picaba en la piel y en el ánimo que se
desgastaba minuto a minuto. Habían pasado ya dos horas: nos comunicábamos con
la familia de Oaxaca, con las autoridades de las casetas de cobro; reclamos,
voces que alzaban la desesperación y la impotencia. La mayoría de los allí
detenidos eran traileros acostumbrados a maratones viales, a horas
interminables dentro de sus cabinas. Algunos decidieron lavar las trompas de
aquellos monstruos de acero, otros avisaban no solo su tardanza; avizoraban la
pérdida de todo el día en aquella pista. Nosotros, lamentablemente, apostamos
por la desesperación y decidimos buscar alguna salida, aunque esta supusiera
desviarnos de la ruta más directa hacia Oaxaca. Estábamos a unos metros de la
salida a Querétaro, Algunos camiones que nos impedían el paso lograron arrimar
su lomo de metal y eso nos permitió que unos cincuenta carros nos deslizáramos
por esta alternativa. De los autobuses de pasajeros se descolgaban como changos
mujeres, hombres y niños que optaban por este otro acceso en otro camión que
los llevara a otra ciudad. La apuesta era salir de esa cárcel monumental donde
no había rejas, ni techo, ni puertas o ventanas pero en la que la libertad era
tan improbable como lo sería en las celdas de alta seguridad.
Al fin salimos de aquel laberinto borgeano.
Al atravesar Zumpango, el poblado más cercano, nos encontraríamos con el Arco
Norte, un nuevo camino que nos llevaría a la ciudad de Puebla y de ella a
continuar hacia Oaxaca. Sin embargo ese
lunes no soplaban aires de buena suerte. Zumpango se prolongaba como una
pesadilla y el llamado Arco Norte se hacía cada vez más inalcanzable. Después
de cientos de preguntas a peatones de aspecto vernáculo, logramos salir de
aquel atolladero que se llama desconocer una senda. Al fin palpábamos el lugar
común y el viaje continuó.
No soy supersticiosa; más bien me calificaría
de poco crédula de aquello que no soy capaz de ver. Esta vez fue distinto,
parecía que la mala suerte se colaba en nuestro carro para quedarse: a 40
kilómetros de la ciudad tuvimos que realizar otra larga parada: estaban reconstruyendo
la carretera y esta se reducía a un solo carril. A nosotros nos tocó esperar a
que la fila de los carros de ida pasaran. Y ya en la ciudad se celebraba la
fiesta estatal más importante: La Gelaguetza se presentaba con todo su esplendor
en el auditorio de Cerro del Fortín. El movimiento de las distintas
delegaciones que van a la fiesta llevando sus ofrendas nos obligó a desviarnos
por el centro de la ciudad y dar infinidad de vueltas antes de que un taxi nos
aterrizara en nuestro destino: zona de fácil acceso pero que esa noche ya no
encontrábamos. Nuestro viaje que debía tener una duración de unas seis horas se
extendió al doble: hicimos doce horas de trayecto.
Desafortunadamente esta pequeña odisea de
asfalto, producto del hartazgo de pobladores a los que no se les escuchan sus
peticiones, a quienes se les abandona en su precariedad, se extendió en los
cuatro días que estuvimos en Oaxaca. El día martes unos cien choferes de
camiones de carga de la Confederación Nacional de Transportes de México –CTM-
apostaron sus vehículos en fila en el carril de alta velocidad a lo largo de
toda la ciudad de Oaxaca. Allí estuvieron dos días. Se enfrentaban a los dirigentes
del Consejo Nacional de la Productividad pues los acusaban de ser responsables
de la muerte de Giovani Delfino Cano, un joven de 25 años que fue baleado el 30
de enero. El día 30 de julio, uno antes de nuestro regreso a la Marquesa, ambos
grupos se golpearon a pedradas y garrotazos, dejando camiones calcinados y un
buen número de heridos.
Pero esto no fue suficiente. Ese mismo día
treinta nos acercamos al centro de la ciudad. El zócalo de Oaxaca es uno de los
más bellos y vistosos que he conocido en México. La alegría se cuelga de las
ramas de los árboles, de los juguetes infantiles y de una marimba incansable
que pareciera decirnos que también allí la ternura es posible. Al llegar a ese
zócalo añorado me quedé helada: una abigarrada montaña de tiendas de campaña
invadía todo. Los maestros de la sección 22 lo habían tomado para estar allí
día y noche. De esa forma daban su voz de alerta a la posible aprobación de la
ley educativa sin que se tomara en cuenta el consenso magisterial.
Pero la guinda no fue esta. Aún nos
esperaba el día de nuestro regreso, el 31 de julio, una manifestación a pie de
cientos de personas que nos cerraban el acceso a la salida a México. Solo nos
faltaban dos cuadras para llegar a ella. Tuvimos que bordear por horas la
ciudad colapsada, en la que sus habitantes solo conocen el alarido como la ruta
irreversible para ser vistos, o por lo menos, para no ser, de nuevo, esquivados
por la indiferencia.
Que un país funcione en estos términos, que
grupos minoritarios opten por la irracionalidad y el zafarrancho en su versión
más hiperbólica para lograr que los tomen en cuenta, nos habla de un deterioro
moral, político y social que toca alarmas incendiarias. No dejes, México, que
esta marea cubra tu bella tierra y tu enorme riqueza. Mis granos de arena son,
pues, estas palabras.