lunes, 4 de agosto de 2014

¿Vacaciones?

Guadalupe I Carrillo T

La prolongada rutina laboral llegaba a su fin, o a su paréntesis, para ofrecernos unos días de descanso. Tendríamos dos semanas de vacaciones en las que habíamos planificado salir cuatro días a la bella y siempre sorprendente ciudad de Oaxaca.  El viaje en carro era inevitable pues con nosotros viajaban también libros, sillas, neveras y mucho entusiasmo para compartir con seres entrañables que nos esperaban.

   Salimos  las nueve de la mañana de la Marquesa; el tráfico era fluido, sin dejar de lado el tropezón de un gran camión que encontramos varado entre una barda del carril de ida y la otra del regreso. Grúas, ambulancias, bomberos trataban de levantar la imprudencia de aquel camionero que se traducía en el enganche de su camión sobre las murallas viales. El episodio había ocurrido muy poco tiempo antes y esto nos permitió pasar el atolladero con relativa rapidez; unos quince minutos perdidos fue el saldo registrado del incidente. Sin embargo quizás era el signo premonitorio de lo que se convertiría nuestro viaje: un clamor unánime frente al caos nacional llevado a la vía pública.
Había transcurrido una hora de trayecto. El recientemente inaugurado Circuito exterior Mexiquense, que bordea gran parte de los estados que nos separaban de Oaxaca, se veía espléndido  en su amplitud y luminoso bajo los rayos del sol. Esa luz se convirtió en calor sofocante cuando nos detuvimos ante una interminable fila de autos y camiones de dimensiones gigantescas. Estábamos atorados en una kilométrica cola que se perdía en el horizonte. De inmediato el internet portátil cumplió con su labor informativa. Cinco minutos más tarde leía los titulares que explicaban lo ocurrido: Los habitantes del municipio mexiquense de Nextlalpan habían tomado las casetas de peaje de la ruta de ida y de vuelta y no dejaban pasar ningún vehículo desde la madrugada de ese día. Habían estado sometidos a constantes robos, invasiones de predios y no soportaban un segundo más de indiferencia de parte de las autoridades. La rabia se había alzado en son de guerra y ni siquiera la presencia de los granaderos y de la policía municipal los harían cambiar de opinión.
   Pero los que estábamos allí, muchos  sumidos en absoluto desconocimiento de la raíz de tal desastre, empezábamos a resentir el lado injusto que nos regalaban. Ni para atrás, ni para adelante. Nadie se movía; la mayoría empezaba a bajarse de sus autos haciendo amistades provisionales que solo estos escenarios nos permiten realizar generosamente. El sol picaba en la piel y en el ánimo que se desgastaba minuto a minuto. Habían pasado ya dos horas: nos comunicábamos con la familia de Oaxaca, con las autoridades de las casetas de cobro; reclamos, voces que alzaban la desesperación y la impotencia. La mayoría de los allí detenidos eran traileros acostumbrados a maratones viales, a horas interminables dentro de sus cabinas. Algunos decidieron lavar las trompas de aquellos monstruos de acero, otros avisaban no solo su tardanza; avizoraban la pérdida de todo el día en aquella pista. Nosotros, lamentablemente, apostamos por la desesperación y decidimos buscar alguna salida, aunque esta supusiera desviarnos de la ruta más directa hacia Oaxaca. Estábamos a unos metros de la salida a Querétaro, Algunos camiones que nos impedían el paso lograron arrimar su lomo de metal y eso nos permitió que unos cincuenta carros nos deslizáramos por esta alternativa. De los autobuses de pasajeros se descolgaban como changos mujeres, hombres y niños que optaban por este otro acceso en otro camión que los llevara a otra ciudad. La apuesta era salir de esa cárcel monumental donde no había rejas, ni techo, ni puertas o ventanas pero en la que la libertad era tan improbable como lo sería en las celdas de alta seguridad.
   Al fin salimos de aquel laberinto borgeano. Al atravesar Zumpango, el poblado más cercano, nos encontraríamos con el Arco Norte, un nuevo camino que nos llevaría a la ciudad de Puebla y de ella a continuar hacia Oaxaca. Sin embargo  ese lunes no soplaban aires de buena suerte. Zumpango se prolongaba como una pesadilla y el llamado Arco Norte se hacía cada vez más inalcanzable. Después de cientos de preguntas a peatones de aspecto vernáculo, logramos salir de aquel atolladero que se llama desconocer una senda. Al fin palpábamos el lugar común y el viaje continuó.
   No soy supersticiosa; más bien me calificaría de poco crédula de aquello que no soy capaz de ver. Esta vez fue distinto, parecía que la mala suerte se colaba en nuestro carro para quedarse: a 40 kilómetros de la ciudad tuvimos que realizar otra larga parada: estaban reconstruyendo la carretera y esta se reducía a un solo carril. A nosotros nos tocó esperar a que la fila de los carros de ida pasaran. Y ya en la ciudad se celebraba la fiesta estatal más importante: La Gelaguetza se presentaba con todo su esplendor en el auditorio de Cerro del Fortín. El movimiento de las distintas delegaciones que van a la fiesta llevando sus ofrendas nos obligó a desviarnos por el centro de la ciudad y dar infinidad de vueltas antes de que un taxi nos aterrizara en nuestro destino: zona de fácil acceso pero que esa noche ya no encontrábamos. Nuestro viaje que debía tener una duración de unas seis horas se extendió al doble: hicimos doce horas de trayecto.
    Desafortunadamente esta pequeña odisea de asfalto, producto del hartazgo de pobladores a los que no se les escuchan sus peticiones, a quienes se les abandona en su precariedad, se extendió en los cuatro días que estuvimos en Oaxaca. El día martes unos cien choferes de camiones de carga de la Confederación Nacional de Transportes de México –CTM- apostaron sus vehículos en fila en el carril de alta velocidad a lo largo de toda la ciudad de Oaxaca. Allí estuvieron dos días. Se enfrentaban a los dirigentes del Consejo Nacional de la Productividad pues los acusaban de ser responsables de la muerte de Giovani Delfino Cano, un joven de 25 años que fue baleado el 30 de enero. El día 30 de julio, uno antes de nuestro regreso a la Marquesa, ambos grupos se golpearon a pedradas y garrotazos, dejando camiones calcinados y un buen número de heridos.
   Pero esto no fue suficiente. Ese mismo día treinta nos acercamos al centro de la ciudad. El zócalo de Oaxaca es uno de los más bellos y vistosos que he conocido en México. La alegría se cuelga de las ramas de los árboles, de los juguetes infantiles y de una marimba incansable que pareciera decirnos que también allí la ternura es posible. Al llegar a ese zócalo añorado me quedé helada: una abigarrada montaña de tiendas de campaña invadía todo. Los maestros de la sección 22 lo habían tomado para estar allí día y noche. De esa forma daban su voz de alerta a la posible aprobación de la ley educativa sin que se tomara en cuenta el consenso magisterial.
    Pero la guinda no fue esta. Aún nos esperaba el día de nuestro regreso, el 31 de julio, una manifestación a pie de cientos de personas que nos cerraban el acceso a la salida a México. Solo nos faltaban dos cuadras para llegar a ella. Tuvimos que bordear por horas la ciudad colapsada, en la que sus habitantes solo conocen el alarido como la ruta irreversible para ser vistos, o por lo menos, para no ser, de nuevo, esquivados por la indiferencia.
   Que un país funcione en estos términos, que grupos minoritarios opten por la irracionalidad y el zafarrancho en su versión más hiperbólica para lograr que los tomen en cuenta, nos habla de un deterioro moral, político y social que toca alarmas incendiarias. No dejes, México, que esta marea cubra tu bella tierra y tu enorme riqueza. Mis granos de arena son, pues, estas palabras.