miércoles, 12 de agosto de 2015

EL ASOMBRO QUE ACORRALA





Regresábamos de comer por las calles de Toluca. Dejar el carro lejos y obligarte así a caminar unas diez cuadras es un ejercicio agradable y sano.  Estábamos a unos pasos de acceder a la puerta del automóvil cuando pasó rozándonos la voz asustada de un hombre con acento extranjero, italiano, para más señas; venía conduciendo una camioneta Honda. Solo gritaba con desesperación  la palabra “¡Aeroporto!”. Mi esposo se detuvo y le contestó en su idioma que se estacionara para explicarle qué rumbo tomar. Creí que se trasladaba al aeropuerto de la ciudad, pero no. Quería salir de esas calles para dirigirse a la Ciudad de México y en ella continuar a la terminal aérea Benito Juárez.

   Samuel se acercó al carro del hombre atribulado que se había estacionado unos metros adelante, mientras yo esperaba dentro del nuestro. Después de unos cuantos minutos los dos  estaban frente al auto y Samuel me pedía con un gesto de mano que saliera a saludarlo. El italiano cumplía con la célebre tradición que los caracteriza: manoteaba, era alegre, expresivo con su cuerpo que movía aún nerviosamente. Una y otra vez nos decía cuánta gratitud sentía de que un mexicano que camina al azar por la calle pudiese explicarle en su lengua cómo llegar a su destino. Saludó feliz, preguntó nuestros nombres y nos explicó con ayuda de gestos y de palabras a media lengua entre el inglés, el español y el italiano que venía de Valle de Bravo donde había asistido a una convención de la marca Hugo Boss.

   Nosotros regresábamos a la universidad después de la comida,  así que vestíamos con cierta formalidad. Samuel llevaba saco y corbata. Nuestro recientemente conocido lo elogió por su buen vestir y en un extraño gesto de generosidad le explicó que le quería regalar uno de los trajes que le habían ofrecido en la convención. Fue corriendo a la camioneta y volvió con un traje negro con tenues líneas de color morado envuelto en el típico plástico que entregan en las tintorerías. Insistía con gestos y manos que no se sintiera ofendido por el regalo; él quería devolver el acto samaritano con ese obsequio. Abrió la puerta de nuestro auto y colocó allí el traje.

   Nuestro asombro se materializó en gestos de desconcierto; nos mirábamos uno al otro y él veía nuestra sorpresa dibujada en los rostros. De pronto me miró y me dijo eufórico: “Guadalupe, ¿qué talla es? ¿Media? ¡Viene!”. Entró a su camioneta a toda prisa, rebuscó en distintas prendas también enfundadas en plásticos y me mostró varios modelos de chamarras. Que cuál quería, que escogiera: la café o la roja. O quizás la beige. “Me gusta más  la café”, dije con cierta inquietud. La desmesura se estaba convirtiendo en el timbre de voz de este desconocido; algo se estaba desviando de la normalidad y no me gustaba.

   Después de unos minutos de forcejeo verbal, donde el italiano insistía en mostrar más y más chamarras, y dos trajes de caballero que también quería darle a Samuel, dimos la media vuelta, ahora con más determinación,  y le repetimos que no hacía falta ningún regalo, que buen regreso…

   De nuevo en el carro, listos para arrancar, vemos regresar al italiano a paso firme con media docena de ganchos de los que colgaban chamarras y trajes. Su rostro desencajado se acercó a la ventana del auto. Los ojos pequeños parecían salírsele de las órbitas porque ahora sí estaba desesperado: “¡Tomen todo esto, per favore!” y de inmediato vino la petición: “Somos seis”, dijo apurado –aunque en ese momento estaba solo él-; “Regálenme una cena para seis y se quedan con todo”. El desconcierto era ya atmósfera que se respiraba con dificultad. Lo decía todo con tanta rapidez y tan atropelladamente que mi primera reacción fue pensar en la dificultad de llevar a cenar a seis personas que ni conocíamos y que estarían en el DF. Pero sus manos se asomaban al interior del carro frotando los dedos: pedía billetes mexicanos. “Para no cambiar dólares en el banco, me dan para la cena”.


   La adrenalina avanzó por todo mi cuerpo en busca de una salida rápida frente al acoso del hombre que a cada segundo se acaloraba más. Con torpeza sacamos nuestras carteras. Busqué dos billetes de doscientos pesos, Samuel hizo lo mismo, y se lo pasamos a él que los contaba con fruición. La sensación de atropello se apoderó de mí. El italiano contaba los billetes, 800 pesos, y nos preguntaba, como si no entendiera, qué cantidad le ofrecíamos, si aquello alcanzaría para seis personas…hasta que nos hartamos y la franqueza se asomó para quedarse: - Oiga, nosotros no queremos esa ropa. - No tenemos por qué darle dinero. El hombre indignado me gritó: - ¿Cree que con 40 euros –ya había hecho la cuenta mentalmente de los 800 pesos- me alcanza? Y añadió con fuego en los ojos: ¡Con eso no compro ni un capuchino! Samuel le pasó todos sus trajes,  también el que había regalado en un primer momento, le quitó el dinero de las manos y arrancamos de allí, de esa desagradable experiencia. Con los ochocientos pesos  acá, en México, me indigestaría de capuchinos.