sábado, 20 de julio de 2013

CARMEN ARISTEGUI; EL PODER DEL PERIODISMO HONESTO


Guadalupe I Carrillo





Escucho todas las mañanas el noticiero de Carmen Aristegui.  Son de esos programas maratónicos que empiezan a las seis de la mañana y terminan a las diez. Obviamente tiene un equipo que le acompaña, pero la voz, la personalidad y la inteligencia brota a raudales de Aristegui. La periodista, que también desarrolla  un programa de entrevistas en CNN en Español, debe su éxito no solo a la constancia de tanto años laborando en el medio, sino fundamentalmente, a su valentía y honradez.
   Personaje polémico, ha protagonizado innumerables eventos públicos de los que no siempre ha salido victoriosa. Quizás los resultados han sido en su contra, pero en medio de los vendavales, sí salió airosa su fama y su prestigio.  Le doy seguimiento desde hace una década. Aún recuerdo cuando trabajaba en la emisora del Grupo Radio Centro. Una mañana, como otra, Aristegui, con serenidad, pero no sin la presencia de emociones encontradas dijo a la audiencia que ese día se despedía del programa, por diferencias editoriales entre ella y el Grupo Radial. En los meses anteriores la periodista había estado denunciando la muerte de una anciana indígena a consecuencia de la golpiza y violación indiscriminada de un grupo de militares que, además, no habían recibido ningún tipo de sanción. También por aquel entonces le daba seguimiento a las denuncias de un grupo de ex sacerdotes por los abusos cometidos por el tristemente célebre fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel.  El arzobispo de la Ciudad de México, en una homilía dominical sancionaba con dedo acusador a “todos aquellos que no tienen comprensión ante las debilidades ajenas”; convirtiendo los horrores cometidos por Maciel en una simple “debilidad”.
   Aristegui se despidió con dignidad, pero no pudo incorporarse de nuevo a otro programa del mismo corte sino años después. Ahora está en MVS, en la 102.5 de frecuencia modulada. También allí mantuvo su línea de denuncia, de cuestionar al sistema, a las autoridades, a los políticos. De nuevo la audiencia subía como la espuma hasta que se tropezó  con el autoritarismo. Era el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, hacía semanas corría el rumor de que el presidente bebía en exceso y que en ocasiones se había presentado en público con visibles muestras de la turbación que provoca el alcohol. Algunos diputados de la oposición a su partido colocaron un afiche con una fotografía de Calderón adormilado. Se preguntaban en letras grandes si era justo darle las riendas del poder a un borracho. Aristegui retomó el tema y se preguntó, con los bueno modales que la caracterizan, por el alcoholismo del presidente. En menos de media hora salió del aire, y un rato después se escuchaba un comunicado de la planta radial en el que señalaban el cierre del programa y la  salida de la periodista de esa estación. Ese escándalo que dio la vuelta al país, llenó de indignación a las voces más críticas y a todos los que  luchamos por la libertad de expresión; porque en esta ocasión, incluso el comentario más básico era sancionado. Días después, en medio de una multitud que la rodeaba, Aristegui leyó un comunicado en el que claramente señaló que su salida había sido producto de una petición directa de la casa presidencial, de tal modo que calificó la acción como “berrinche presidencial”. Después de varios días de negociaciones los dueños de MVS la instalaron de nuevo tras los micrófonos.  
   Recientemente su programa ha dado de qué hablar pues de nuevo la conducta de funcionarios públicos de renombre se ha visto no solo empañada sino maltrecha. La familia de Ana María Orozco, ex pareja del ministro en retiro, y antiguo Presidente de la Suprema Corte de Justicia, Genaro Góngora Pimentel, que había cosechado su prestigio por fama de hombre justo y cabal,  estaba presa desde hacía once meses. No solo había sido su ex pareja, también el ex ministro había engendrado dos hijos con ella. Dos niños que padece autismo, uno severo, el otro moderado. El “buen” ex ministro le había dado un cheque a Ana María por el monto de dos millones de pesos para que ella comprara una casa para sus dos hijos en la que vivirían los tres. La mujer lo hizo y la condición última era que esa casa estuviera a nombre de los niños. Imagínese el lector el destino de una propiedad a nombre de dos personas que padecen de una enfermedad que los descalifica para cualquier asunto de orden legal. Ana María pidió que las escrituras estuvieran a su nombre y Góngora Pimentel la acusó de “fraude generalizado”; logró que la detuvieran, que la incorporaran a la velocidad del rayo a la prisión de Santa Marta Acatitla y que la despojaran de la custodia de sus hijos. Solo cuando la madre y la hermana de Ana María denunciaron tantas injusticias que llovían sobre su hija en el programa de Carmen Aristegui, fue cuando el sol empezó a salir en el rostro de Ana María. Aristegui lo denunció, habló con Ana María por teléfono en muchas ocasiones y por fin vino el milagro: el solemne Góngora Pimentel envió una carta pública que Aristegui leyó en el programa y confesó su ofuscación. No habló por teléfono, no se presentó, justificando su ausencia por su avanzada edad –tiene casi ochenta años-.
   Todo parecía que ya el final feliz había llegado para quedarse. Sin embargo todavía Ana María estaba en prisión; claramente se estaban dando largas a su salida. Otra vez, Aristegui, convertida en la práctica en juez, hizo pública la tardanza. El ex ministro tuvo que manifestarse nuevamente y enviar directamente a sus abogados para desistir en su denuncia. Pocas semanas después salía Ana María Orozco de la cárcel. Hubo una nueva apelación por parte de Góngora Pimentel para que volviera a prisión. Y aquí ya la patraña había crecido en tal magnitud que el público se organizó. Abrieron páginas en las redes sociales en las que el lema era “No somos Góngora Pimentel”. Ahora sí, el desprestigio era absoluto. Se hizo público, además, el documento en el que el ex ministro detallaba la cantidad mensual que destina a la alimentación de sus hijos: 4000 pesos, en donde desglosaba el costo de cada alimento con la meticulosidad de un ama de casa. Señalaba lo que consumirían en fruta, en tomates, en cebolla (media cebolla), en carne, en pollo, tortillas, frijoles, arroz…y el informe más triste: decía que no había asignado nada para el entretenimiento de los pequeños porque según él, “se ven imposibilitados para divertirse”, a causa de su padecimiento. A esto los gritos de indignación no se hicieron esperar, y los artículos que desde entonces han salido en periódicos y revistas manifestando la vileza del ex ministro son incontables.
   Habría anécdotas infinitas que contar de los casos que Aristegui ha logrado desentrañar y muchos de ellos llevados a buen puerto, pero el meollo del asunto se concentra en una realidad: el poder que el periodismo es capaz de desarrollar y ostentar. En nuestro caso, en el personaje Aristegui, podemos sentirnos satisfechos, aplaudir. Es una mujer honesta y tiene un alto sentido de justicia. Su preparación intelectual la acreditan ante el interlocutor mejor preparado. Pero ¿y cuando las televisoras, los periódicos, las revistas con el inevitable sesgo ideológico logran distorsionar la realidad?;  cuando muestran versiones editadas en las que solo vemos lo que ellos pretenden, sea esto erróneo, injusto, bajo.  La labor periodística tiene una relevancia que muchos de sus profesionales olvidan, o quieren olvidar para alcanzar fines personales o de una empresa, un corporativo. El sentido  ético del periodismo se ha ido desdibujando hasta convertirse en un manoseado manejo de la noticia, de la realidad. Quizás haya que rescatar figuras como la de Carmen Aristegui para  hacer de nuestras naciones lugares dignos para la vida de todos.

martes, 16 de julio de 2013

¿De qué se ríe?


Guadalupe I Carrillo

Vivo en un paraíso. No se me tome por ingenua, digo la verdad. Por esos maravillosos azares del destino y por nuestro empeño irredento de pasear en motocicleta alcanzamos este lugar. Era uno de esos fines de semana en  que el día tiene más horas de lo usual. Podríamos perdernos por los caminos infinitos de esa región dibujada a mano: la zona de la Marquesa. El olor a madera viva, las montañas pobladas de pinos centenarios y la bruma que invadía generosamente los picos más altos permitió que, literalmente, nos enamoráramos de ese bosque. Pocas casas, algunas bellas cabañas y una calle que lo atravesaba. Estaba alejado de todo, pero lo queríamos; la ciudad vehementemente había logrado disuadirnos de sus paisajes de asfalto, de su ruido monocorde, agotador. Esta era la alternativa deseada y buscada…Hubo trámites, conversaciones, búsqueda de ese espacio para nosotros, hasta que se dio.

   Desde entonces vivimos allí, en una cabaña hecha al gusto de nuestros sueños; y a pesar de la tranquilidad, de la lejanía, de ese encontrarnos “en medio de la nada” habíamos vivido varios años convencidos de que era el sitio ideal. Digo era porque las sorpresas parecen perseguirnos adonde quiera que vayamos. No importa el rincón en el que se quiera estar, tercamente viene lo impredecible a acosarte.

   El tiempo había permitido que pateáramos las montañas infinitas veces. Conocimos rutas fascinantes que nos pedían nuestro regreso permanente; en ese ir y venir entramos en contacto con los habitantes del lugar,  supimos de sus vidas, de sus avatares, supimos también de la amistad. Donde creíamos que no había nada, descubrimos a una comunidad que podía acompañarnos y ayudarnos. Uno de los vecinos, un hombre joven que corría en las mañanas y en las tardes desaforadamente se acercó a saludarnos. A invitarnos a su casa para alguna comida. Él vivía al final de un camino de tierra. A pesar de que nuestro paisaje cotidiano eran los pinos, en su caso yo diría que se encontraba en el corazón del bosque. Su casa era pequeña; construida con lentitud, aún en obra gris. Estaba solo y el lugar acentuaba la soledad lacerando su ánimo y aumentando sus deseos de abandonar aquello. Se decidió, hizo un afiche grande con la fotografía de la casa, que no se parecía a la casa real, sino a una de revista y empezó su campaña de venta. Pasaron algunos meses pero lo logró. Caminando rumbo a su casa nos cruzamos con un automóvil en el que estaba nuestro conocido y tres hombres más. Acababa de cerrar el trato con ellos. La casa estaba vendida. Muy pronto vino la mudanza y los nuevos dueños iban y venía. Cada vez que pasábamos por ahí, pues era la ruta de uno de nuestros paseos predilectos, veíamos los avances de la  construcción. Progresivamente la nueva casa iba cobrando forma y crecía hacia arriba. Un piso, dos, tres…no, hicieron incluso un cuarto piso, pero en el sótano.

   El sitio se llenó de carros, de visitantes, de familia numerosa. Y todo nuestro poblado empezó a fijarse en ese grupo de gente. Eran extranjeros, de algún país de Sudamérica. Contrataron lugareños para la construcción de la vivienda, para la atención doméstica.  La generosidad podría ser el calificativo que mejor les calzaba. Según se decía se trataba de unos seis hermanos que se habían dado a la tarea de levantar ese emporio rural. No solo era la casa. Junto a ella construyeron caballerizas, corrales para gallinas, borregos, guajolotes…colocaron una fuente en el jardín que embellecía aquel espacio interior y lo llenaba de vida.

   La curiosidad se apoderó del poblado, incluyéndonos a nosotros. José, uno de los trabajadores de aquella familia, que también nos resolvía averías domésticas a nosotros, nos invitó a acercarnos para conocer la casa recién construida. Era empleado de confianza, conocía de las costumbres de los dueños y nos comentó: “Acérquense; ellos les temen al frío y vienen poco a la casa. Yo se las muestro”.

Una de esas tardes nos animamos en la caminata y nos acercamos al caserón. Siempre se veía el trasiego de muchas personas, así que no nos extrañó verlo en esta ocasión. Preguntamos por José a uno de los hombres que allí se encontraba. José se acercó con una sonrisa. Así, sin respirar, nos sorprende: les presento a mi patrón. El hombre  no solo nos saludó afablemente, quiso además mostrarnos el recinto de arriba a bajo. En la primera planta nos topamos con una imagen tamaño natural de la Virgen de Guadalupe. Nuestro anfitrión elogió la imagen y nos habló de su devoción mariana: “Todos los doce de diciembre hacemos acá fiestas patronales para celebrar a la Virgen”. “Espero que nos acompañen para el sábado”. Casualmente se acercaba la fecha de la conmemoración de la Virgen y la invitación brotó de forma natural; incluso el hombre insistió: quiero presentarles a mi familia, no vayan a faltar.

   Pasamos por un gran comedor, por zonas de esparcimiento para los jóvenes. La planta alta estaba llena de habitaciones, cada una con su chimenea, con muebles nuevos y elegantes. El dueño minimizaba la grandeza de todo aquello, y nos explicaba que eran varios hermanos y, uniendo fuerzas y dinero, habían podido construir un lugar tan grande. Por último nos mostró el sótano donde nos encontramos con una cantina: barra, mesa de billar, botellas de tequila, vinos, sillas y mesas como si se tratara de una cantina pública. El amigo nos aclaró que no le gustaba beber, pero que la habían construido por el juego de billar que gustaba a todos y las reuniones familiares. Por último, y ya a la salida estaban aparcadas varias motocicletas. Con gran alegría el hombre animó a mi marido a montar en sus motos pues había visto que en nuestra casa también teníamos una; “Yo se la presto cuantas veces quiera, como si fuera suya”. El cierre de nuestra visita fue el reconocimiento de que nos ubicaban bien: Claro, dijo, usted es el profesor, verdad. Su casa es bella, queríamos una así. Salimos de allí con una extraña sensación de haber asistido a una suerte de puesta en escena, donde se ve una superficie falsa de algo misterioso y por ello inquietante.

   Los meses pasaron y aquella gente acentuaba su fama de generosidad. Invitaban a los lugareños a asfaltar algunas calles de tierra, abrieron tiendas de refacciones; compraron más y más terrenos…Nosotros nos manteníamos a distancia ante la evidencia de una fortuna creciente que se palpaba en los proyectos comunitarios del poblado.

   Una tarde regresábamos de nuestro trabajo. El ambiente se veía tranquilo. Alguien tocó el timbre; era una conocida que con sigilo me planteó: Oiga, ¿Podría José venir a su casa para estar acá un rato? La pregunta me desconcertó. Por qué querría José, el empleado de los conocidos, venir sin ton ni son a nuestra casa. Sin embargo acepté porque José era un hombre amable y de probada bondad. Al verlo asustado le pregunté: José, de qué se está escondiendo.

   Su visible agitación me inquietó aún más. Estando en la puerta de la casa vimos pasar una camioneta con un convoy de militares armados y con el rostro cubierto. Pasaban  a toda velocidad con las ametralladoras alzadas. Se dirigían a la casa nueva, a la que estaba en el corazón del bosque, donde José trabajaba como capataz. Se oyó un tiro. El miedo nos paralizó y entramos a la casa, con José incluido. Ya adentro con la palidez de quien se le va la vida nos confesó: “Mi patrón salió huyendo, vinieron los militares y se llevaron a uno de sus amigos que estaba pasando unos días en su casa”. Quisimos saber más; aquel amigo del que hablaba se paseaba en las tardes o en las mañanas caminando tranquilo a la tienda del poblado. Saludaba a la gente, era reservado pero amable. Pasó poco tiempo; de nuevo tocaron a la puerta, alguien le mandaba a José una nota. Le decían que encendiera el televisor en el canal de las noticias. No hizo falta pasar al canal de las noticias. Todos los canales habían interrumpido su programación para dar la primicia: Acababan de apresar en un operativo especial al “Muñeco”, uno de los sicarios más peligrosos; había trabajado como matón para varios Cárteles de la droga. Se dice que lo atraparon en un poblado en medio de las montañas…Dos horas más tarde, apareció el hombre; aquel que había paseado tardes y mañanas frente a nosotros. Estaba esposado con tres militares detrás de él, pero se reía. Constantemente se reía. Los hermanos de José, empleados de la familia numerosa, comentaron que el Muñeco estaba tomando el sol en el jardín, acostado en una poltrona. Los militares llegaron, lanzaron un tiro al aire. Él los miró, como esperándolos, y ellos le señalaron: ahora arrodíllate para tomarte la foto. La misma que presentaron los canales de televisión

   Al día siguiente los titulares de todos los periódicos se preguntaban: ¿De qué se reía el Muñeco?