viernes, 16 de agosto de 2013

Aimé Césaire: Padecer la Xenofobia y transformarla


 Guadalupe Isabel Carrillo Torea



Igual que hay hombre_hiena y hombre_pantera

Yo seré un hombre_judío

un hombre_cafre

un hombre hindú de Calcuta

un hombre de Harlem_que_no_vota

el hombre_hambruna, el hombre_insulto, el hombre tortura podrían en cualquier momento agarrarlo, molerlo a golpes _matarlo sin más_sin tener que rendir cuentas a nadie, sin tener que excusar con nadie

Aimé Césaire


El fenómeno de la Xenofobia, de carácter mundial, lo vemos arraigado en algunos países más que en otros. La globalización y las migraciones masivas han permitido que el sentimiento de rechazo hacia el extranjero esté cada vez más generalizado o, también a la inversa, es decir, cuando el extranjero  se planta en otros países en actitud xenófaba hacia éste que visita. 

   Dentro de las muy variadas formas en que se manifiesta la xenofobia el racismo es una de las más duras pues es capaz no sólo de llegar a la agresión sino a la marginalidad sistemática del otro,  a la exclusión social y en consecuencia a desarraigos. Sin embargo la otra cara del fenómeno nos puede mostrar también lo de que Edgar Samuel Morales ha designado muy acertadamente como  la inversión de los estigmas (Morales Sales, 2000), esto es que aquello que nos hiere se convierta en nuestra identidad para ser mostrada con orgullo.

   Como expresión de vida la literatura ha registrado  el tópico desde diversos discursos. En el caso que nos ocupa tomo la obra poética de Aimé Césaire, escritor franco caribeño fallecido hace pocos años. Fue Césaire figura emblemática dentro del surrealismo francés de los años 30 y su obra Cuaderno de un retorno al país natal,  que es La Martinica, ha sido considerada un himno a la negritud, a la justicia  y un grito desgarrado que denuncia el racismo en su más cruel expresión la conquista y la esclavitud posterior. A propósito de la obra nos dice Philippe Ollé_Laprinne en un artículo publicado en la Revista Letras Libres en el 2003:

Este escritor francés del Caribe denunció la condición inaceptable del hombre negro explotado y humillado durante siglos. Pero también, a través de estos ataques virulentos, desarrolló un discurso que es un llamado a la dignidad y a la justicia para todos, con una sorprendente actualidad, como si precisamente el tiempo tuviera la virtud de recuperar el vigor del grito para darle mayor resonancia a las palabras del poeta.


   Se trata pues de un canto lírico con resonancias de crudeza y realidad, de solidaridad hacia la tierra y de aceptación de su negritud, concepto que el mismo poeta creara en 1935 en su revista  El estudiante negro  donde publicaban poetas en su mayoría venidos de las colonias de dominio francés. El poema fue publicado en París en 1939 en la revista Volonté pero de manera fragmentaria. Años más tarde lo publicaría en su totalidad en la revista Tropiques editada en la Martinica, de la que él fungía como director. El fortuito encuentro de André Bretón con el poema de Césaire en 1941 en la misma isla fue lo que produjo la proyección internacional del poema y de su autor que se convertiría en uno de los grandes del surrealismo., así lo afirma Miguel Ángel Flores en su artículo “El cuaderno de una vida en el país natal (Amié Césaire, 1913_2008)”  en la Revista Tiempo 22. Archipiélago.

   El poema expresa la inquietud de un hombre , de una comunidad, de un país que no se le había otorgado aún la posibilidad de manifestarse como tal. Esto fue durante muchos años el aliento de vida que mantuvo a las islas antillanas en pie de lucha. Alcanzar una identidad se convirtió en imperativo insoslayable por parte de intelectuales, políticos y artistas de origen caribeño.

   Aimé Césaire emplea las palabras aún no enunciadas y se convierte en portavoz no sólo de los habitantes de su Martinica natal, sino también de los negros de América y África. La cultura europea de la que se alimenta el poeta serán los elementos a través de los cuales va tejiendo su denuncia en la obra. Como bien apunta Miguel Ángel Flores “La lengua podía ser francesa pero debía ser tamizada por los matices que imponía el ámbito del Caribe”. También Agustín Bartha  en el prólogo a la obra de Césaire coincide con el crítico anterior y señala:


La palabra del poema era francesa, surrealista y africana, pero no se adhería completamente a ninguna de esas denominaciones. El poema sigue siendo dentro de la lírica moderna francesa un cuerpo extraño y duro, pero está por lo menos localizado…y se ve en su luz de lámpara enterrada en lo hondo de una gran herida (Bartha, Agustín, 1969: 9)


Es esa “gran herida” lo que nos interesa analizar ; ver el poema como un canto dolorido y a la vez jubiloso. La escritura habla de un mundo abyecto que se entrelaza con la hermosura de una naturaleza llena de vida y la herencia de los ancestros negros.  Miguel Ángel Flores comenta con acierto: “El ritmo del poema está marcado por el ruido de las lluvias y el soplo de los vientos, por los desplazamientos del mar y las voces de los ancestros que dieron nombre lo mismo a elementos naturales que a cantos del rito. (Flores, 2008: 22).

   Sumado al sentido temático de la exaltación de la belleza y el dolor encontramos el concepto de negritud  y de nacionalismo; todo ello se convierte en eje estructural del poema. La negritud se proyecta como  una fuente continua de sufrimiento que el yo poético proclama desde el inicio, extendiéndose a lo largo de todo el poema. Pero en su otra cara también se asume como el rescate de las tradiciones procedentes de África, la historia de la esclavitud, de las vejaciones  que ésta conlleva  y el acabamiento al que fue sumida la población.

   Como concepto teórico y bandera ideológica la negritud se convirtió en la sólida postura de quienes habían decidido dejar de lado la sumisión para sustituirla por la voluntad de renacer en una identidad que, aun siendo diferente, luchaba por su independencia y por el respeto debido a lo otro cercano a nosotros pero no por ello idéntico.

   Aimé Césaire mostrará en su obra una resemantización de lo que es la negritud como parte esencial del concepto de nacionalismo que se va construyendo en el poema. El sentido temático de la obra parte del  título: Cuaderno de un retorno al país natal; supone la vuelta de quien ha vivido alejado  de su patria y a cuyo regreso encontrará la infancia, y su raíz que está en la tierra y en las tradiciones centenarias a  las que siempre estuvo vinculado.

   El poema parte de una suerte de estribillo que se repite anafóricamente en el transcurso de  toda la obra; al comienzo  reiteradamente, después con espacios de mayor distancia. “Al final del amanecer” puede ser entendido denotativamente: el retorno culmina “al final del amanecer”. A su vez se transforma en el encuentro con un mundo que no vive en su amanecer.

   El hablante instala su discurso en un presente detenido; todo ocurre “al final del amanecer”. Se trata de memoria y anticipación. Existe un pasado en el recuerdo y un futuro que se desea y que se construye en el texto a manera de realidad. Combinando indistintamente la prosa y el verso libre  el poema se inicia a modo de conjuro: el hablante desea expulsar aquello que lo aleja de sus “profundidades” y dice: …vete, detesto a los lacayos del orden y a los abejorros de la esperanza, vete, mal amuleto, chinche de frailuco”(Césaire, 1969: 23).

   Si nos preguntamos  por la connotación a la que alude el yo lírico con expresiones como “mal amuleto” o “chinche frailuco”, veremos que la respuesta brotará líneas más adelante cuando el mismo yo revela: “eres tú, sucio odio”; la maldad, la tortura y las vejaciones se han ido convirtiendo en ese odio demoledor que se hunde en aquellos que han sido rechazados y maltratados.

   Una larga descripción de ese mundo invadido por la miseria conforman lo que es para el yo poético el objeto deseado. Lentamente el texto evoca geografías antillanas y territorios de mayor familiaridad para él hasta encontrar el hogar materno, vaciado por la pobreza:

…y eso forma pantanos de herrumbre en la pasta gris sórdida apestosa de la paja, y cuando el viento silba,  estas disparidades hacen extraño el ruido, como una crepitación de fritanga al principio, luego como un tizón que se sumerge en el agua con el humo de las ranitas que vuelan…Y el lecho de tablas de donde se ha levantado mi raza, toda mi raza de este lecho de tablas, con sus patas de caja de kerosene, como si el lecho tuviera elefantiasis (1969: 43)


   La descripción de lo local se amplía a la raza, humanizada como ese ser que “se levanta en un lecho de tablas”. La asociación hecha en el poema inicia en la tierra, pasa hacia la infancia del yo poético, al hogar ya perdido para, extensivamente, asemejarlo con toda la comunidad de su isla, o lo que es lo mismo, con su raza.

   A lo largo del poema el hablante ahonda en una alternancia entre su pasado (infancia que recuerda) y el presente (la experiencia que enfrenta) estableciendo la inevitable semejanza. En ambos persiste la atmósfera de desolación, se vive el sufrimiento y se padece la pobreza. Realidades que desea exhibir en su mayor crudeza. Sin embargo, junto a ellas, el yo se acerca a la naturaleza y, desde ella, inaugura el mundo a través de la palabra; Miguel Ángel Flores lo califica  como “lenguaje adánico”:

Volveré a hallar el secreto de las grandes comunicaciones y de las grandes combustiones. Diré tormenta. Diré río. Diré tornado. Diré hoja. Diré árbol. Seré mojado por todas las lluvias, humedecido por todos los rocíos. (Césaire, 1969: 47)

   Este mundo que se crea de nuevo constituye “la tierra donde todo es libre y fraternal, mi tierra”(1969: 49). En el poema se va cimentando un concepto distinto de la negritud. Salir de Europa es un imperativo, el yo desea volver, lleno de nostalgia, a encontrarse con su tierra pobre. Sólo desde ella podrá construir un discurso nuevo, que proviene del colonizado y que parte de su tierra, no de la lejanía. Por eso dice el poeta: “Abrázame sin temor… y si sólo sé hablar, hablaré para ti” (1969: 49).

   Con esta afirmación se abre un nuevo horizonte en el que el Yo lírico hace suya la tierra natal, la misma que los colonizadores consideraron “su propiedad”. La abraza con todo lo que es, sin excluir lo abyecto del presente y del pasado. Desde esa aceptación se actualiza una negritud que cobija no sólo al negro de Martinica o las Antillas, también a todos los diseminados por el mundo:

¡Y yo digo Burdeos y Nantes y Liverpool

y Nueva York y San Francisco

no hay un trozo de este mundo que no lleve

mi huella digital

y mi calcáneo sobre la espalda de los rascacielos

y mi mugre

en el centelleo de las gemas (1969: 59)


   El Yo lírico se define como hombre negro; esa identidad lo convierte en ciudadano del mundo. Con ello la negritud se convierte en condición universal. Al preguntarse por su identidad y la de su pueblo el yo responde llamándose “árbol” cuya raíz está en el suelo de su tierra. Se denomina a sí mismo “Congo” haciendo definitiva la identificación con la naturaleza:

                        ¿Quiénes y cuáles somos? ¡Admirable pregunta!

                        A fuerza de contemplar los árboles me he convertido en un árbol

y mis largos pies de árbol han cavado en el suelo

anchos sacos de veneno, altas ciudades de osamentas

a fuerza de pensar en el Congo

me he convertido en un Congo rumoroso

de bosques y de ríos

donde el látigo restalla como un gran estandarte

el estandarte del profeta (1969: 61)


   La descripción de su tierra interpela a todas las tierras en las que habita el hombre negro, la raza universal que subsiste y quiere superar su condición de inferioridad en la que ha sido instalada gracias a los colonialismos milenarios. Ajeno a cualquier idealización, los versos se convierten en un campo de batalla de la conciencia de quien escribe. Se sabe malo, pobre, se sabe hombre y gracias a esto se acepta y se ama en su realidad:


                        Y para mis danzas

                        Mis danzas del mal negro

                        Para mí mis danzas

                        La danza rompe_argolla

                        La danza salta_prisión

                        La danza es_hermoso_y _bueno_y_legítimo_ser_negro (1969: 127)


   El yo que se levanta y se califica de “hermoso” y “bueno” se ha distanciado del discurso del colonizador. Será el colonizado quien elabore un proyecto nuevo, desde su tierra, considerándolo as;i mismo “legítimo”.

   Edward Said en su ensayo Representar al colonizado (1996)  a propósito de la obra de Cuaderno…  insiste en que  la propuesta del libro se postula como un verdadero “desafío anti_imperialista”. Explica Said que tanto Césaire como Fanon estaban conscientes de la necesidad de que el nacionalismo hasta entonces asumido debía ampliarse , para que no se convirtiera en obstáculo para la liberación real de su raza. Concebir el nacionalismo desde el soporte teórico del colonizado los convierte en súbditos de aquellos que construyeron para el negro una identidad tan ajena a la tierra:

De hecho Fanon y Césaire _obviamente hablo de ellos como modelos_ cuestionan directamente el asunto de la identidad y del pensamiento identitario, ese convidado de piedra de la presente reflexión antropológica sobre la “otredad” y la “diferencia”. Lo que Fanon y Césaire exigían de sus propios partidarios, aún durante el calor de la lucha, era abandonar las ideas fijas de la identidad colonizada y la definición culturalmente autorizada. Ellos decían “sé tú mismo diferente para que tu destino  como pueblo colonizado pueda ser diferente”; de ahí  por qué  el nacionalismo a pesar de su obvia necesidad, es también el enemigo. (Said, 1996: 57)


    Lo dicho por Edwar Said fue justamente lo que expresó Césaire en Cuaderno…, convirtiendo la obra en un proyecto de singulares propuestas ideológicas e incluso étnicas. Se trata de una apuesta por la dignidad en un sentido de totalidad; ser hombre debería ser un concepto incluyente donde las razas se incorporen sin aspirar a la otredad que menciona Said. Amié Césaire, el más autorizado defensor de su raza nos dice en palabras subversivas y esperanzadoras: “Ninguna raza posee el monopolio de la belleza, de la inteligencia, de la fuerza, y hay lugar para todos en el encuentro de la conquista”.

El poema Cuaderno…fue la obra de mayor trascendencia escrita  por Aimé Césaire. La estructura del poema, el manejo de un lenguaje que pareciera moverse al ritmo de la naturaleza y de su amor hacia la raza negra lo dignifican y lo convierten en un hombre adelantado a su época. Nació y murió en La Martinica y desde ella mantuvo la coherencia de su pensamiento de apertura, sin dejar de lado el amor conmovido por su tierra. Así nos habla de sus anhelos:

                        Y yo busco para mi país no corazones de dátil, sino corazones de

Hombre que, para entrar en las ciudades de plata por la gran puerta trapezoidal, golpeen la sangre viril, y mis ojos barren mis kilómetros cuadrados de tierra paternal y enumero las llagas con una especie de júbilo y las hacino unas sobre otras como raras especies. (1969: 126)


   Ese fue el hombre que luchó en su tierra, desde su tierra y para su tierra que fue, en realidad, el mundo desgarrado que había que abrazar.









BIBLIOGRAFÍA


Césaire, Aimé. 1969. Cuaderno de  un retorno al país natal. Editorial Era. México. 129 Pp.


Morales Sales, Edgar Samuel. 2001. Estigmas sociales y nuevo orden en América Latina. Editorial UAEM. Toluca. México.


Said, Eward. 1996. Representar al colonizado. Editorial de Bolsillo.  México.



HEMEROGRAFÍA

Flores, Miguel Ángel. “El cuaderno de una vida en el país natal” . En la Revista Tiempo Archipiélago. México. 2008.

Ollé_Laprunne, Philippe.  “Amié Césaire”. En la Revista Letras Libres . 200

domingo, 11 de agosto de 2013

La ciudad destruida en la poesía de José Emilio Pacheco



   El discurso de ciudad se asoma con más fuerza a la literatura  de mediados de siglo XX y en ella ha permanecido hasta ahora. Es la referencia ineludible, el arraigo  de aquellos actores que diseñan un presente y esperan un futuro siempre inmerso en sus linderos de asfalto. La escritura de ciudad se traduce  tanto en novelas integrales como Adán Buenosayres, o más aún, en la génesis de grandes ciudades imaginarias que atraviesan la producción de un solo autor como la Santa María de Onetti;  o incluso en relatos que, en su intensidad y contundencia, nos hablan de la ciudad como unidad o fractura, surgiendo así una apasionante cartografía de la urbe vista en su grandeza o en su abyección, en la movilidad y dispersión de sus sentidos.

   La modernidad trae consigo situaciones también nuevas: la velocidad, los medios de comunicación, la psicodelia, el cine…ello implica un nuevo estilo de escritura. También en la poesía la urbe se hace presente; se aborda el espacio del afuera, la ciudad común, un universo heterogéneo y lleno de contrastes. 

   Tanto la poesía como la narrativa muestran de manera privilegiada las distintas soluciones estéticas dadas al tema: la ciudad está fuera y dentro del texto; es escenario pero es también núcleo generador de sentidos y sinsentidos; es representable y es también imaginable, conjetura y presencia. Hay un discurso sobre y de la ciudad; El arte abstracto y las consignas estéticas de las vanguardias exigen nuevas propuestas para crear textos poéticos, así como para ver a esa urbe cuyo crecimiento irregular proyecta, al mismo tiempo, irregulares maneras de aprehenderla.

    Los problemas urbanos que se empezaban a generar en ellas desde mediados del siglo XX se han acentuado poderosamente, contribuyendo a que la ciudad sea sinónimo de neurosis, caos, fragmentación, inseguridad, ambientes sórdidos o arrabales inescrutables. Los urbanícolas, que hemos ido adaptándonos a nuestro territorio de asfalto, estamos igualmente delineándonos rostros  con acentos cada vez más parecidos a la rudeza de nuestras urbes. Ello, construido también en la literatura, nos invita a revisar  de nuevo de qué manera el lenguaje nos permite comprender, condenar o, simplemente, recrear la ciudad literaria.

   Para abordar el estudio de la ciudad en la literatura parto de una primera reflexión que me llevó a entender a la ciudad según la línea planteada por Roland Barthes en su ensayo “Semiología y urbanismo” ((1990) 1997) en el que buscaba –a propósito de Kevin Lynch- la manera de encontrar una imagen de la ciudad, en la medida en que los citadinos somos “lectores de esa ciudad” (Barthes, 1997: 259). Para Barthes ser lector de la ciudad es una actividad inherente al habitante urbano; esto, a su vez, implica la intervención de un segundo paso: el de la escritura. Si leemos la ciudad, si la interpretamos, si la llenamos de significados, la consecuencia posible será escribirla, transformarla en discurso. El semiólogo especifica: “La ciudad es un discurso, y ese discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes, nosotros hablamos a nuestra ciudad, la ciudad en la que nos encontramos, sólo con habitarla, recorrerla, mirarla” (Barthes, 1997: 260). Más adelante insistirá: “la ciudad es una escritura; quien se desplaza por la ciudad, es decir, el usuario de la ciudad (que somos todos los que vivimos en medios urbanos) es una especie de lector que, según sus obligaciones y sus desplazamientos, aísla fragmentos del enunciado para actualizarlos secretamente” (1997: 264).

   En el ensayo antes citado Barthes desarrolla la interpretación semiológica en torno al fenómeno urbano; el factor más importante es la posibilidad interpretativa del ciudadano frente a su ciudad; los múltiples significantes que ésta aporta –habla de la “naturaleza infinitamente metafórica del discurso urbano” (1997: 264)- y los significados más variados que podemos formular en consecuencia. Todo ello transforma la imagen de la ciudad no sólo desde una perspectiva simbólica, sino también materialmente. De modo que la escritura de la ciudad se convierte en una especie de refundación de la misma.

   La ciudad literaria demanda en su construcción discursiva algunas condiciones estilísticas, estructurales y expresivas muy concretas. Una de ellas es la presencia de elementos de carácter descriptivo en los que, a su vez, se percibe el trabajo estético del creador. La condición física caracterizadora de la ciudad nos lleva a asumirla desde su naturaleza territorial; la exploración de esa superficie a través de la palabra constituye una de las primeras formas de construcción del discurso urbano. Esto también lo encontramos en la poesía donde la referencialidad  espacial puede estar presente y ubicarnos muy puntualmente en lugares reales.

   Desde este tenor abordamos en la poesía de José Emilio Pacheco la noción de ciudad. Si bien el autor ha mantenido el tópico urbano como una constante a lo largo de su obra, lo ha hecho también desde ángulos diversos. Desde su primer libro Los elementos de la noche (1963), donde ya está presente la ciudad,  pasando por El reposo del fuego (1966), en el que  nos habla de la urbe fracturada: el yo poético dirá: “Contempla tu dominio: este es tu reino,/ una triste ciudad de agua y aceite que sin unirse flotan”; más tarde en su poemario Irás y no volverás (1973) mira a Vancouver, en sus “Tres poemas canadienses”. En Tarde o Temprano (1980) continúa mostrándonos  la ciudad apocalíptica, violenta,  inmersa en la suciedad y el caos.

   A lo largo de su obra nos hablará de ciudades concretas con referentes reales como Montevideo, Buenos Aires, Vancouver y, por supuesto, Ciudad de México. A esta última nos remitiremos a través del estudio de su poemario Miro la Tierra (1986), y más aún, a su primera parte, “Las ruinas de México (Elegía del retorno). El largo poema, dividido en cinco partes, se detiene en la Ciudad de México en los días posteriores al terremoto que la sacudió en septiembre de 1985. Es la ciudad devastada, literalmente en ruinas que produce en la voz poética la misma sensación de acabamiento:

                       De aquella parte de la ciudad que por derecho
                       de nacimiento y crecimiento, odio y amor
                       puedo llamar la mía (a sabiendas
                       de que nada es de nadie),
                       no queda piedra sobre piedra.

                       Esta que aquí no ves, que allí no está
                       Ni volverá a alzarse nunca, fue en otro mundo
                       La casa en que abrí los ojos.
                       La venida que pueblan damnificados
                       Me enseñó a caminar.
                       Jugué en el parque
                       Hoy repleto de tiendas de campaña.

                       Terminó mi pasado.
                       Las ruinas se desploman en mi interior.
                       Siempre hay más, siempre hay más.
                       La caída no toca fondo. (1986: 16)

   La destrucción que todo lo puebla se asume desde una experiencia subjetiva del yo poético que habla de su casa, el parque, la avenida…lugares vinculados a su infancia y a su vida  personal. El acabamiento alcanza visos de holocausto en la medida en que esté estrechamente vinculado a quien enuncia la palabra poética.

   Al tratarse de una elegía, encontraremos el clamor de quien llora a la ciudad en agonía, con un dejo de fatalismo. El yo dice: “La ciudad ya estaba herida de muerte./El terremoto vino a consumar/cuatro siglos de eternas destrucciones.” (pág 20). La memoria histórica que parte de la época prehispánica se hace presente con tonos de destino fatal ya escrito por la sucesión de acontecimientos que han ido de-construyendo a la ciudad, como ya apuntaba Barthes en sus reflexiones en torno a la semiótica urbana. Se plantea además una simbiosis entre el yo poético y la ciudad que vive su acabamiento, “las ruinas se desploman en mi interior”, dirá el poeta. Pero no solo está dentro de sí el acabamiento, experimenta también un sentido de culpa, de responsabilidad  por estar vivo  y no haber padecido la tragedia que embarga a los demás; por todo ello pide perdón a sus víctimas:

                       Ruego que me perdonen porque nunca encontraron
                       su rostro verdadero en el cuerpo de tantos
                       que ahora se desintegran en la fosa común
                       y dentro de nosotros siguen muriendo.

                       Muerto que no conozco, mujer desnuda
                       Sin más cara que el yeso funeral,
                       el sudario de los escombros, la última
                       cortesía del infinito desplome:
                       tú, el enterrado en vida; tú, mutilada;
                       tú que sobreviviste para sufrir
                       la inexpresable asfixia: perdón (pág 18)

   Al perdón lo acompaña la gratitud también por aquellos que ayudaron con generosidad y valentía a salvar víctimas, a levantar escombros. Son los únicos versos en los que anida el sentido humano por sobre la destrucción y la desesperanza.

                       Para los que ayudaron, gratitud eterna, homenaje.
                       Cómo olvidar –joven desconocida, muchacho anónimo,
                       anciano jubilado, madre de todos, héroes sin nombre-
                       que ustedes fueron desde el primer minuto de espanto
                       a detener la muerte con la sangre
                       de sus manos y de sus lágrimas;
                       con la certeza
                       de que el otro soy yo, yo soy el otro,
                       y tu dolor, mi prójimo lejano,
                       es mi más hondo sufrimiento (página 19)

    Se trata de un poemario en el que prevalece la denotación, la denuncia y el dolor en su más puro acento. Casi todos sus versos carecen de figuras literarias pues el mensaje  pretende ser claro y desgarrado.

   En sus doce apartados se asume un tono catastrofista donde pareciera no haber más salida que la derrota que ha impreso el terremoto en la ciudad, en sus habitantes, en sus dolientes, en cada uno de sus rincones. La voz del yo no logra expresar ningún aliento de esperanza. Es la ciudad fragmentada que no tiene alternativa de reconstrucción. La única salida es hacer una nueva ciudad, una diferente porque la anterior dejó de existir.

                       Jamás aprenderemos a vivir
                       en la epopeya del estrago.
                       Nunca será posible aceptar lo ocurrido
                       hacer un pacto con el sismo,
                       olvidar a los que murieron.

                       Con piedras de las ruinas ¿vamos a hacer
                       otra ciudad, otro país, otra vida?
                       De otra manera seguirá el derrumbe.

   Con esos versos concluye el poema. La interrogante que plantea deja en pie la posibilidad de rehacer lo destruido, pero también sugiere una negativa a la propuesta. No sólo se trata de hacer otra vez la ciudad, incluye al país y más aún, a la vida. Podríamos entenderlo como algo inalcanzable, sin embargo necesario por inevitable, pues, como señala el Yo lírico: “de otra manera seguirá el derrumbe”. El tono desconsolado alcanza visos de un destino inescrutable y siempre fatal.

   La ciudad de José Emilio Pacheco es aquella que el hombre construye cimentada en la fragilidad;  es cambiante y vulnerable no sólo al paso del tiempo sino también a la fuerza devastadora de la naturaleza que es capaz de arrasarla y convertirla en un inmenso vacío.
    

 Bibliografía:
Barthes, Roland: Semiología y Urbanismo. (1990; 1997). Editorial Paidós. Barcelona.
Pacheco, José Emilio. 1963. Los Elementos de la noche. Editorial Era. México.
_________________.1960. El reposo del fuego. Editorial Era. México
_________________. 1973. Irás y no volverás. Editorial Era. México.
_________________- 1980. Tarde o temprano.  Editorial Era. México
_________________. 1986. Miro la Tierra.  Editorial Era. México