viernes, 7 de junio de 2013

Cuando ser hijo se torna en privilegio



Guadalupe Carrillo



     

       He querido transcribir acá un texto que escribí en 2010 y que fue publicado en El Diario de los Andes, de la ciudad de Valera, en el Estado Trujillo, Venezuela. Mi padre, Pedro Emilio Carrillo, cumpliría en esas fechas 100 años de nacido y queríamos recordarlo; no solo nosotros, sus hijos, sino el Estado Trujillo. Mi padre era médico; pero fue uno de esos, cada vez más escasos, que vivía la medicina a plenitud. No era su trabajo, era su vida, su manera de ser feliz. Y lo fue, pero también hizo feliz a quienes curó, escuchó y cuidó.

 

  


     Como hija me sentí, aún lo percibo así, privilegiada. Hacer la vida, convivir permanentemente con alguien que es fundamentalmente bueno y sabio es un privilegio y una responsabilidad. No podemos sustraernos al gran deber de  reproducir su gesto generoso, su profunda bondad. Acá, pues, las letras que le dediqué:

    El 26 de marzo de 1910 nacía en las tierras de Pampán el que sería más adelante padre, amigo, médico. Hoy, a 100 años de su entrada al mundo, puedo decir con orgullo filial que su vida reordenó el dolor de muchos convirtiéndolo en salud; en días plenos de sol desbordante. Porque asumir la medicina como lo hizo él, convierte la profesión en esperanza; en aire que refresca y nos devuelve la luz.


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    El ejercicio de la medicina que no busca el lucro, que se decide en hospitales, camillas de emergencias y cercanía con el paciente con el único empeño de curar su dolencia, es prácticamente una actividad que ha desaparecido en nuestras sociedades capitalizada a extremos vergonzosos. Hoy es sustituida por hospitales-hoteles en los que se cobran cuantiosas sumas de dinero; la tecnología que allí se emplea despersonaliza, y el paciente es visto por una máquina.  Acompañar a mi padre en la visita a sus pacientes, ayudarlo en su consultorio a atender ancianas, campesinos, hombres y mujeres pobres o dolientes,  trajeado de bondad, derramando la voz como caricia que cura, me enseñó a ver el rostro real de la misericordia y el afán de hacer el bien.

   También la docencia la cultivaba como quien siembra tesoros ancestrales. Recuerdo cuando me pedía que le escribiera a máquina el juramento hipocrático, éste era el primer documento que mostraba a sus alumnos en la clase que dictaba como inicio de la profesión. Hoy a la vuelta de esos cien años recojo esa sensibilidad que le permitió borrar las líneas de la tristeza en rostros agobiados por la enfermedad y la guardo en mi memoria; sólo así podré repetir su nobleza.



  





   Su voz, la conversación amena y erudita  que lo caracterizaba son  caricias que el recuerdo trae para convencernos una vez más de su rotunda presencia en nuestras vidas, en la historia de Valera, en la medicina que se practica en todo el Estado Trujillo, tierra que amó con pasión silente.

    Hoy te repito lo que una vez te dije, Padre: Eres tú, ahora, luego, después, vendaval de ternura que me arrastra.