jueves, 26 de septiembre de 2019

Cotufa en la memoria





Cotufa, mi primera mascota mexicana, se ha ido a su arco iris. Me acompañó por doce años en los que disfruté de su mirada silente que arropó cada una de mis nostalgias. La compañía de estos seres maravillosos que son los animales domésticos es mucho más profunda de lo que a la vista suponemos: el amor incondicional que saben expresar siempre, nos deja anclados a su recuerdo y a la vida compartida. 

 Cotufa sufría en silencio; su cuerpo no le obedecía y el ánimo iba desapareciendo cada día un poco más. ¿Tomar su vida que es lo único que poseen? ¿Arrebatarles lo que ya no volverá? Si la decisión es difícil, lo es más verla aullar asustada porque entendía su minusvalía y no podía superarla.

   Ya no cazaba mariposas ni  le ladraba a las nubes o a las estelas del cielo. Lentamente entendió sus limitaciones y las asumió con la madurez de un anciano venerable. Dejó de pasear por el bosque y se mantenía serena en el jardín donde ahora descansa.  Me queda el consuelo de tenerla allí donde sembramos tres pinos que ahora crecen silenciosos, como fue su corazón. Me queda tu ternura luminosa, Cotufa, gracias por tu vida en la mía.

jueves, 28 de marzo de 2019

A MANUEL ANTONIO CARRILLO, MI HERMANO





“Nos haces una falta sin fondo”
César Vallejo

En la madrugada del 25 de marzo -hace tres días- fallecía mi hermano Manuel Antonio. Dos semanas atrás le habían celebrado sus 59 años de vida, en medio de una situación de salud precaria,  pero sin pensar un desenlace abrupto. Sin embargo la velocidad alcanzó a la esperanza. ¿Por qué madrugar para partir? ¿Por qué tan pronto el adiós? Son las preguntas que repetidamente le hago a Manuel desde mi corazón.

   Cuando muere un hermano, tan querido como él, te das cuenta de lo que significa la fraternidad: compartir el reino del afecto incondicional, habitar las coordenadas de la infancia, en esa misma atmósfera donde padre y madre podrían ser el sol y la luna de tu vida. Forjar la picardía juntos, en complicidad tácita, la que no necesita explicaciones. Esas son  algunas de las  sensaciones que me brotan al pensar en él.

   Manuel Antonio fue el líder de nuestros juegos más remotos: el cantante del grupo que él mismo organizó, donde yo era la bajista con mi raqueta de tenis y José María el baterista con cajas de cartón y palitos extraídos de los ganchos de ropa. También fue el médico de nuestras muñecas; yo la enfermera y José, el asistente.

   La convivencia entre hermanos no solo significa jugar o pelear. Va más allá; sin que te des cuenta, va perfilando tu personalidad. Si el ríe a carcajadas, tú también. Si él es audaz, por qué tú no. Si sabe trabajar en equipo, tú eres parte de ese gran grupo. A lo largo de la vida tus gestos se parecen a los suyos; tu manera de amar coincide  con él en la estridencia y en el deseo de abrazar. Ser extrovertido, sociable, se convierte en  forma de ser.

    Fue un adolescente sano que lloraba a mares frente a situaciones adversas, o pérdidas irreparables de otros, aunque se tratara de películas. Cuando se publicó el filme “El Campeón” donde el niño pierde a su padre boxeador en el cuadrilátero, Manuel lloraba desconsoladamente. Nos pedía parar la película -que estaba en VHS- para desahogarse y luego continuarla; y claro, seguir el llanto. Ser sentimental era inherente a su espíritu benévolo y generoso.

   Los años pasaron. Las hondas raíces que hemos ido tejiendo entre los hermanos se convierten en nudos indivisibles. No importa que vivamos en países distantes; tampoco que no nos veamos en años. Tu hermano vive en ti; tu hermano es parte de ti.

   Nos hicimos adultos, profesionales. Construimos familias y quisimos continuar conversando la vida. Por ello buscarnos se convirtió en consigna. Manuel y Carolina, su esposa, se fueron a San Cristóbal y allí alargaron sus días, siempre juntos.

   La personalidad de Manuel era un vendaval de ternura, de alegría, de generosidad. Por ello cuando me hablaron de su muerte, sentí que un trozo de mi pecho se desprendía. Recordé los versos de Miguel Hernández, el gran poeta pastor, cuando le decía a su amigo Ramón Sijé: Hoy “… siento más tu muerte que mi vida”. Esa es la descripción más exacta, más contundente.

Recojo  también los versos del gran maestro José Martí  cuando reflexionaba: “Yo quiero salir del mundo/por la puerta natural:/En el carro de hojas verdes/a morir me han de llevar/No me pongan en lo oscuro/a morir como un traidor/Yo soy bueno, y como bueno/ moriré de cara al sol”. Sí, hermano, has muerto “de cara al sol”, con el cariño profundo de todos los que te conocieron, con el recuerdo de tu jovialidad infinita, con ese afecto avasallante que hoy abrazo conmovida.


viernes, 8 de febrero de 2019

Al final del pavimento. Un tributo a la riqueza latinoamericana







“…me encontré con un anuncio inclinado por la fuerza
del viento con una leyenda tan profética como metafórica: “Fin del pavimento”
Samuel B. Morales

Acabo de cerrar el libro; leí la última página y la sensación de frescura me invade  el espíritu y el corazón. Se trata de la novela Al final del pavimiento escrita por Samuel Bedrich Morales en 2018. Desde el título de su primer capítulo, “Libertad” el lector entra en sintonía con esa sensación que nos acompaña, la de ser libre a medida que avanzamos el camino de la vida.

       Escrito en primera persona, la novela narra el largo viaje que, desde Monterrey, México, rumbo a la Patagonia, realizó su protagonista en motocicleta.  Juan, a secas, es el joven mexicano que a los treinta años, después de innumerables cambios en su vida -mudanzas de casas, de empleos y de novias- decide hacer realidad ese sueño. Como buen cartógrafo, dibujó en sus mapas rutas posibles que le permitirían encontrar   paisajes de una belleza alucinada, enamorarse de ellos para, de nuevo, partir. Es el espíritu del viajero por antonomasia: recorrer geografías nunca vistas, dialogar con sus habitantes; abrir el espectro de un horizonte que se percibe infinito; ya no hay límites y cada vez menos ataduras.


   A lo largo de su travesía, el protagonista se cruzó con muchos otros peregrinos que habían tomado la misma decisión: salir, soltar amarras, abrazar el mundo. Es el caso de Lucio y Verena, una pareja de italianos que habían salido de su tierra hacía 7 años y que Juan conoció en uno de aquellos parajes de la larga Sur América. El narrador nos relata:
Su historia, por increíble que pareciera, era real y no eran semidioses del Olimpo o de la Grecia antigua: eran una pareja de enamorados que habían decidido soltar amarras y dejar su casa en el norte de Italia, comprando dos bicicletas. También habían iniciado -al menos en eso nos parecíamos- por dejar su casa, su cuadra, su ciudad y luego su país. Comenzaron enfilando hacia el este y nunca más cambiaron de dirección: contaban historias increíbles y llevaban diapositivas de película que presentaban en cuanto sitio podían, a manera de trueque: por una noche de alojamiento, por una comida (2018: 149).

 En sus presentaciones la pareja remataba la experiencia con esta frase lapidaria: “Pero ninguno de esos lugares cuenta con lo que tiene esta tienda de campaña: simpleza y paz” (2018: 150).

   La novela está dividida en dos partes bien diferenciadas. La primera posee un ritmo vertiginoso; inicia cuando el motorizado cruza la frontera entre Perú y Chile, después de haber recorrido 13 mil kilómetros. La adrenalina se convierte en la epidermis del discurso. Trayectos interminables, inesperados accidentes de camino…había que superar la inexperiencia y controlar la soledad. Este viaje, como su narrador lo indica, fue, durante varios meses, un recorrido “en solitario”, un reto difícil de superar para quien recorre esos kilómetros por primera vez. Cada capítulo ofrece un vaivén de cronologías: llegada a las distintas fronteras, para que en el siguiente volvamos a pasados cercanos, como sería el arranque de todo el periplo desde la ciudad de Monterrey.

   En la segunda parte cambia por completo el ritmo de la narración. Se ubica en el presente de su protagonista. Los años han pasado después de la gran odisea que fue aquel viaje y Juan vive en Oaxaca con Mía, su pareja, una argentina que se gana el sustento haciendo malabares en las esquinas de la ciudad. La cotidianidad de la vida de la pareja es el compás rítmico de esta segunda parte donde también se relata, de forma paralela, el final del viaje a la Patagonia, esta vez en compañía de Inés, hermana del narrador, quien se acerca a Bariloche para continuar el camino juntos hasta Ushuaia y protagonizar aventuras inesperadas: la ponchadura de una llanta en medio de la nada en la llamada “Meseta de la muerte” los detiene inesperadamente. Juan decide quedarse en el lugar mientras Inés busca en el pueblo más cercano ayuda para reparar la llanta. Después de horas interminables, logran superar la adversidad.


   La construcción de los personajes, muy bien lograda, va de la mano de idealizaciones, reflexiones y amables empatías. El narrador describe a su pareja en estos términos:

Mía fue como un ventarrón de enero en Oaxaca: entró por el este, pasó a través de las ventanas desprevenidas, distraídas, abiertas y levantó todo lo que pendía de pasadores, de hilo frágiles y de falsos paradigmas. El “huracán Mía” como dio Juan en apodarla, desconfiguró todo a su paso: no había pieza del apartamento en que no se notase su impronta. Al principio, Juan intentó guarecerse en un rincón con sus libros; luego trató de salir al Café, pero se dio cuenta de inmediato que ella le hacía falta…Más valía dejar de oponer resistencia a las fuerzas de la naturaleza representadas en la mujer más hermosa del mundo. Ya había tiempo de sacar el salvavidas y nadar en busca de puerto seguro. (2018: 224)
  
   La tónica del relato es de constante reflexión. El viaje se convirtió en una trasformación interior. Las experiencias asimiladas, el contacto con seres humanos diferentes cambian la mirada del mundo en su protagonista. El narrador sintetiza el resultado de su viaje hacia adentro cuando un buen amigo le cuestiona a su regreso: “Bueno, Juan, y a todo esto, ¿qué trajiste el viaje?”. La respuesta, medita él, la encontró varios días después: “No, no traje nada, Fer. O sí, pero eso no importa. Lo que importa es el lastre que dejé: preocupaciones, miedos, frustraciones, materialismo y ataduras. Todas esas se quedaron en el sur, se las llevó el viento de la Patagonia” (2018: 352).

   Los viajes que se realizan a plenitud, esto es, en cercanía con la tierra, con otras geografías y en un sin número de latitudes nos transforman, nos dejan ver en perspectiva que las gigantes rocas de nuestras pesadillas, son, en realidad, minucias, polvillo de vientos que se van. Ese final del pavimento podría ser la Ítaca de Ulises, el lugar anhelado que está dentro de nosotros.

   Si bien gran parte de la novela ha sido ficcionalizada, de los grandes aciertos que poseen estas páginas es el elemento biográfico: El autor logra transmitir sinestésicamente, y, a través de sus pensamientos, qué es hacer un viaje, salir de ti, lanzarte al abismo de lo desconocido.


    La novela se convierte también en un tributo a América Latina, recorrida de palmo a palmo, por zonas muchas veces desdeñadas por los turistas que casi siempre ven al norte del continente como el lugar de sus sueños. Y ese sur maravilloso, sigue siendo ignorado. Samuel B Morales rescata en las páginas de su novela un mundo lleno de fascinación, de sorpresas y de hallazgos interiores.  El autor del texto buscaba simplemente la aventura, pero se encuentra con la riqueza cultural latinoamericana, y la magia de la vida de los pueblos indígenas de América del Sur.