Para Sara: con interminable gratitud
Guadalupe Carrillo Torea
El
mes de diciembre se asocia al frío –al menos en estas latitudes-, a las fiestas
y, sobre todo, a los buenos deseos. En México suelen hablar del período “Guadalupe-Reyes”,
esto es, que las parrandas arrancan el 12 de diciembre, día de la celebración
de la Virgen de Guadalupe, y no concluyen sino hasta el 6 de enero,
conmemoración de la llegada de los Reyes Magos.
Aunado a la fiesta, las felicitaciones y las
reflexiones están a la orden del día; las veremos profusamente en Facebook, en
tuiter (ya la Real Academia de la Lengua españolizó la palabra con el uso de
una sola t), y en ese ciber espacio que nos colma de información.
No
suelo conmoverme con la Navidad porque la asocio inevitablemente al ventajismo
comercial que nos impulsa al consumo desaforado y porque siento que nos están
imponiendo patrones de conducta.
Obviamente se trata de una percepción subjetiva que podría ser rebatida con
argumentos muy valiosos. Mi pretensión es humilde: solo expongo lo que siento y
pienso; no quiero llevar el agua a mi molino para que también, ustedes,
queridos lectores, se ubiquen en esta zona de los descreídos. Justamente, sobre eso quería
sentarme a teclear: la desconfianza con la que veo las fiestas decembrinas han
tenido un hermoso revés esta semana. Acabo de concluir un trabajo en equipo –de
dos personas, pero equipo al fin- que se extendió por dos años y que tuvo su cierre
mágico el pasado martes. Fue una experiencia novedosa para mí. Cada quince días
me sentaba a conversar la vida; a escarbar en recuerdos amables o
perturbadores, en acontecimientos
menudos, en detalles que el afecto va dejando desperdigados en esa espacio interior
que llamamos alma y que por tanto tiempo abandonamos; la dejamos al garete,
para recogerla después hecha un guiñapo.
A mí me había ocurrido algo así, pero el
diálogo franco se convirtió en ensalmo que sanó de raíz los raspones de la
desesperanza; la mirada sombría dio paso a ese chorro de luz que me mostró que
el camino no era tan sinuoso como imaginaba y que, al cruzarlo, podría
encontrarme conmigo de nuevo, con la serenidad a cuestas, tratando de alcanzar
la armonía interior convertida en certeza.
Se trató, pues, de eso que popularmente se
conoce como terapia y que yo llamé “encuentro con la libertad”. De una a otra
sesión mi universo emocional hizo un largo registro de lo bueno y lo malo. La
postura neutral de un buen terapeuta – y la mía es excelente- da pie a la
aceptación del otro de manera incondicional.
No hay juicios morales, por tanto, las batallas que relatas no tendrán como
respuesta la descalificación, al contrario: entrarás de puntillas a ese espacio
sanador donde la empatía tiene su reino; y la tristeza que ocurre la entiende,
la asimila también el que está frente a ti, en una dimensión tan semejante a lo
que tú percibes que te llega a abrumar su comprensión.
El terapeuta escucha el dolor, y, con la
paciencia milenaria del orfebre, lo transmuta, hace de él enseñanza
imprescindible; ya no habrá Fatum que te arrincone en una orilla de la vida.
Tomar las riendas de cada uno de tus días no solo es consigna, también rotunda
convicción.
Acudir a un psicólogo va en contra de la
autosuficiencia, valor muy cotizado en una sociedad que se define desde su
soberbia y su individualidad; se ve mal que puedas declararte incapaz de
resolver tus propios conflictos. Cuántas veces tildamos de débiles a quienes van en busca de ese otro que pueda mostrarnos
horizontes más amplios y tonos menos
grises. Para mí, la experiencia fue, justamente, a la inversa. Nunca he sentido
mi geografía emocional tan robustecida como lo percibo ahora: cuestionarme,
inconformarme con mis reacciones inmediatas se ha convertido en lugar común, en un saludable ejercicio de humildad.
Aprendí que fallar no es sinónimo de pérdida sino de un rehacernos constantemente,
día a día, por siempre, para mirar después, nítidamente, el arcoiris.
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