Guadalupe Carrillo Torea
El coordinador de la licenciatura se
acercó esa mañana a mí con una encomienda: quería que fuera revisora de una
tesis de Comunicación en la que se habían analizado tres pinturas de célebres
artistas del Renacimiento: Rafael, Tizziano y Leonardo Da Vinci. Me llamó la
atención que un tema tan sumamente estudiado fuera retomado por un estudiante para su titulación. Un primer síntoma de que
algo no iba bien.
Me di a la lectura del texto. Objetivo: confirmar que a través de los
cuadros, los artistas quisieron enviar algún mensaje. Claro, había que buscar
algo comunicable; y como en este mundo casi todo se rige por el vínculo
“emisor-receptor-mensaje”, el tema no perdía pertinencia.
Sin embargo, al pasar de las páginas notaba estilos muy distintos en la
redacción; información bastante técnica acerca del arte del Renacimiento, de la
vida de los mismos pintores. Pero no había fuentes citadas, todo brotaba por
generación espontánea. Tuve que detener la lectura. Encendí la computadora y me
di a la tediosa tarea de reproducir largas oraciones de la tesis en Google.
Brotaron cientos de links: “Wikipedia”, “El rincón del Vago”, “escritores del
Renacimiento”…Ahí estaba en su totalidad la tesis. Copia fiel, sin modificar
absolutamente nada.
Esperé unas dos semanas hasta que la paciencia del tesista se doblegó y
me pidió una entrevista. Claro que sí, cuando quieras. Al día siguiente estaba
allí. Un chico de unos 28 años, trajeado para ir a trabajar, con el rostro
lleno de cicatrices de un agresivo y prematuro acné. Su mirada delataba
zozobra, inquietud. Nos sentamos con el documento en la mano.
Desafortunadamente tuve que empezar a descuartizar su tesis. Heredé de la
sangre gallega el diálogo directo, sin cortapisas, pero en estas tierras
latinoamericanas la frontalidad lastima. Hay que suavizar el golpe, de lo contrario esa profesora es muy dura. No
me comprende.
Del recuerdo recojo el tono de la sinceridad sin ofensas. Le mostré los
links donde los párrafos de su tesis se reproducían interminablemente. Fíjate:
de la página 10 a la 22 se encuentra en “El Rincón del Vago”. De la 35 a la 50
en “Temas del Renacimiento”, y de 61 a la 70 en Wikipedia…estuvimos más de 40
minutos revisando hoja a hoja su información. Las evidencias eran rotundas. Sin
embargo la sorpresa no se hizo esperar. El chico me miró y con determinación me
dijo: Yo no me copié nada. Pensé que no había entendido y respondí
desconcertada: ¿Cómo dices? Que no me copié nada.
He aprendido que dialogar es un arte en el que se hace indispensable la
voluntad de las partes. Si alguien me dice que ahora es noche, aunque sean las
cinco de la tarde con un sol espléndido frente a mí, abandono lo que nunca
llegará a ser un diálogo. Y así lo hice. Con un escueto “No puedo aprobar tu
tesis” terminé mi monólogo.
Semanas más tarde la asesora del joven me pidió una entrevista. Llegaron
juntos a mi cubículo. La maestra de unos sesenta años, con el cabello
encanecido y el gesto fatigado esperaba mis comentarios. Dije y mostré lo mismo
que unos días antes. Miraba con recelo las pruebas, aunque su tono era
conciliador. Haremos las correcciones, yo hablaré con él. Pero a medida que
pasaban los minutos, ese acento de
aceptación inicial pasó a otro de altanería. Sentía que me decía entrelíneas
“qué se creerá esta chamaquita”.
Pasaron los meses: dos, tres, cinco. Una nueva visita de asesora y
tesista me traía la novedad de la tesis corregida. Sí. Ya no había copia
textual, pero todo el contenido era el parafraseo de las fuentes de internet.
Escribí mi dictamen aprobatorio, anotando el matiz de que “la tesis puede pasar
al examen de titulación”. Pasar, que no significa aprobar.
El día llegó. La universidad privada que me había convocado al examen,
tenía un vínculo especial con mi universidad pública. La privada está
“incorporada” a la mía; quiere decir que los títulos de los estudiantes
llevarán el membrete de la UAEM. Eso es un privilegio para una universidad
privada y para sus alumnos.
Me tocó ser presidenta del
sínodo. Había dos maestras más: su asesora y una suplente. El chico había invitado a la mitad
del pueblo donde vive, había unas sesenta personas. Comenzó su presentación,
powerpoint de por medio. Las diapositivas pasaban y él no solo trastabillaba en
el discurso, con el correr de los minutos enmudeció. Y su mutismo se extendió
con ahinco cuando la primera sinodal lo acribilló a preguntas que no supo
responder. Ni una.
Mi intervención, que era la última, se hizo irrelevante; el hombre había
caído en un pozo de incongruencias que no lograba desenmarañar. Nos retiramos a
deliberar: Reprobado; esta licenciatura nunca había tenido un caso de
estudiante reprobado en su examen de titulación, señaló la supervisora con
nerviosismo. Además el joven había gastado mucho dinero en impresión de tesis,
pago a sinodales, ayuda a la biblioteca de la universidad; cómo hacerle
presentar otra tesis, comentaban los administrativos. Y luego cómo decírselo
frente a familia, amigos, conocidos. Tenían bandejas de canapés y refrescos
para después del examen. El caos y el bochorno se apoderó de los directivos de
la licenciatura. Se le llamó aparte. Me tocó iniciar el dictamen: No podemos
aprobarte. En el examen mostraste una total desinformación. Palideció y, de
nuevo, como lo hizo meses atrás, objetó: Estaba un poco nervioso, pero sí
contesté a las preguntas. Me lo sé todo. Fueron los nervios. Ante la ausencia
de un posible diálogo le explicamos el procedimiento a seguir: Al ser reprobado
el alumno tiene derecho a presentar seis meses después la tesis. ¿La misma
tesis? Creo que deberían hacer muchas correcciones a este documento, argumenté
con claridad, este chico no conoce su tesis, ni la teoría que manejó. No pueden
dejar que presente lo mismo.
Una tarde de domingo, sonó mi celular. El coordinador de la licenciatura
me recordaba, a través de una asistente, que al día siguiente se repetiría el
examen del joven reprobado seis meses atrás, pedía disculpas por avisar tan
tarde, lo habían olvidado. Cómo, si no me han entregado la tesis corregida. Es
que es la misma, doctora. ¿No hubo ningún cambio? Pregunté alarmada. Ninguno.
Fui a regañadientes, y con la decepción en los labios. La institución había
permitido que todo siguiera igual: misma tesis, ninguna reflexión extra, la
misma asesora… El joven nos esperaba con dos amigos. Hizo su presentación con
menos inseguridad pero sin dejar de vacilar. Mi intervención apenas alcanzó los
ocho minutos, de los cuales dos fueron interrumpidos por la asesora –nunca ningún
sinodal puede detener el discurso de otro-. Pasamos a deliberar y lo aprobamos;
allí me enteré que el tesista había reprobado a lo largo de su carrera unas 20
asignaturas; era la reencarnación del
mal estudiante. Me sentí profundamente decepcionada de mí; la presión institucional venció a la calidad académica. Había sido una pieza
más de eso que se llama “estudiante-cliente” de muchas universidades privadas,
que protegen el interés mayor: el bolsillo.
(Aclaro que no tengo nada en contra de las buenas universidades privadas, que abundan. Pero creo que son más frecuentes estos casos que acá narro)
(Aclaro que no tengo nada en contra de las buenas universidades privadas, que abundan. Pero creo que son más frecuentes estos casos que acá narro)
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