"Ten siempre a Ítaca en tu mente
llegar allí es tu destino."
Constantino Cavafis.
Soy venezolana. No se trata de un toponímico
que pronuncio raramente. Más allá de una nacionalidad, es una forma de ver la
vida, de enfrentarla. El carácter tropical se lleva en las venas; corre
libremente por todo el cuerpo, nos arranca la sonrisa.
Sin embargo, he vivido la mayor parte del tiempo en el extranjero. Estuve
cinco años en Madrid, tres en San Juan de Puerto Rico y llevo 16 en México.
Aprendí a amar estas geografías, a su gente. Quizás nos vamos mimetizando en
algunas costumbres. Nos enamoramos de su comida y adquirimos hábitos que no
eran nuestros. Pero el venezolano gritón y dicharachero seguía siendo mi referente.
Su carcajada me venía en tiempo presente. Ir a Venezuela era zambullirme en el
aire fresco del Caribe. Me sentía feliz de volver allí. Ver a la familia, a los
amigos. Pisar sus aceras, las calles peatonales de Caracas: Sabana Grande,
Chacaíto…visitar mis tierras andinas, sus montañas enormes y silenciosas, como
quien guarda un secreto milenario. Venezuela era mi Ítaca: mis sueños empezaban
en la orilla de sus playas y terminaban en la penumbra del Roraima.
Salí de allí para México justo el año en que ganó por primera vez
Hugo Chávez. Los años pasaron y ese recuerdo que era mi patria y que yo
actualizaba anualmente se enrarecía cada vez más. Los protagonistas cambiaron
de cara pero no de actitud. Acentuaron vivencias típicas de los políticos:
favoritismos, dividendos por debajo de la mesa, pero sobre todo hiperbolizaron
el rencor. Esa ha sido la clave de los 17 años de chavismo: el rencor que se ha
traducido en expropiaciones arbitrarias, presos políticos, descalificaciones
incendiarias; y allá, al fondo del túnel, latía, como bomba de tiempo, el odio.
Ese minotauro en el centro del laberinto se tradujo en rebatiña para unos y en
brutal escacez para otros; en violencia, en actitudes rastreras de venezolano a
venezolano. La cotidianidad se resolvía en las filas al supermercado y la
humillación se convirtió en rutina. Pero el milagro llegó para quedarse.
Desafortunadamente existe un virus letal que se llama poder y que lo padecen nuestros líderes
políticos. La consecuencia a mediano plazo es la imposición de sus ideologías y
el creer, triste falacia, que el pueblo lo soporta todo. El poder ciega,
envilece, nos hace perder la perspectiva de lo que somos y de lo que nos
pertenece. Los 17 años de chavismo deja un saldo
demoledor para el país y su gente. Pero instalar la esperanza era
imprescindible. Y se logró.
Busquemos nuevamente a Ítaca, que nuestro país sea
ese buen puerto al que queremos llegar.
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