Constantemente
escuchamos historias de amistades entre animales y seres humanos. Relatos conmovedores
donde muchas veces el protagonista no es la persona, al contrario. El animal
domesticado es el centro de atención porque el asombro nos viene de observar su
comportamiento, de disfrutar la memoria afectiva que conservan y crece feliz en
su interior, haciendo que nosotros, los afortunados compañeros, los gocemos al
verlos vivir.
La edad para el disfrute de una compañía
perruna o gatuna es ilimitada. A mis cincuenta y tantos años tener una mascota es un regalo, y decirle adiós,
una pérdida honda que nos deja el afecto inconcluso; algo falta en el alma, algo
en el recuerdo se ve borroso; de pronto se apagó el arcoíris que llevábamos
dentro.
Despedí a Cotufa y a Pelusa, meses más tarde
Catire las alcanzó en ese inevitable círculo que es la vida y que tiene un
principio y un fin. Estoy agradecida porque pude amarlos; su inquebrantable
incondicionalidad de amorosos compañeros era el regalo cotidiano, que no por
ser constante nos deja de maravillar.
Catire – el güero mexicano- era venezolano
de nombre y esa herencia querible lo convirtió en el “quitapesares”, apodo que
el personaje legendario Florentino recibió nada menos que del Diablo bravucón
que lo retó en el llano venezolano para enfrentarse a un duelo musical de improvisación
de coplas madrugadoras. El mío, el quitapesares mexicano, llenó los casi
catorce años de vida de permanente atención, no podía ignorarlo porque estaba
allí para acompañarme, para avisar que, mientras él respirara, yo no estaría
sola.
Era el jefe de la manada, y ninguno fue
capaz de cuestionar ese protagonismo. La vitalidad crecía en él como lo
inevitable, por eso corría, jugaba y también peleaba con quienes osaron
cuestionar ese liderazgo. José María, mi sobrino querido, siendo aún niño, al
enterarse que Catire había recibido una herida de un machetazo y que había
salido incólume, me comentó asombrado: Tía ¡Catire es invencible! Y lo fue. Su
corazón, sus abrazos, sus lamidas, su afecto vigilante y grande como los
bosques que lo vieron crecer, así lo confirman. Gracias, mi Catirote, aquí adentro
estás presente siempre.
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