El año 2017, que ocupa el más reciente pasado, fue duro para unos, devastador para otros, prolífico en oportunidades para otros más… Podríamos lanzar un sinnúmero de adjetivos para calificarlo. Por mi parte, viví una de las experiencias que brillan con luz propia en el recuerdo y también en este nuevo presente.
Después de idas y venidas en la toma de decisiones y con la invitación a
cuestas del muy querido colega de la Universidad de Murcia, Francisco Vicente Gómez, arrancamos en septiembre para el otro continente. Mis sobrinos queridos y mi hermana, siempre presente, estarían esperándonos en la ciudad de Barcelona. Sin
embargo desde México habíamos considerado la posibilidad de ir a Galicia, la
tierra que amó mi madre en lejanía y que trató de mantener presente a lo largo de toda su vida. Esa geografía de la nostalgia, incluía a nuestros tíos y,
claro está, a sus sobrinos.
Cuando se es hijo de un inmigrante, y más aún si se trata de una gallega con morriña en el alma, ese lugar se convierte en una extensión de sí misma. La casa donde vivíamos se llamaba “Meu Lar” -así también se llama la mía en México-. Tenía porcelanas de gaiteros, de hórreos, de cruceiros, de botafumeiros… Un cuadro enorme adornaba la sala, con las tres hijas vestidas a la usanza gallega…
Cuando se es hijo de un inmigrante, y más aún si se trata de una gallega con morriña en el alma, ese lugar se convierte en una extensión de sí misma. La casa donde vivíamos se llamaba “Meu Lar” -así también se llama la mía en México-. Tenía porcelanas de gaiteros, de hórreos, de cruceiros, de botafumeiros… Un cuadro enorme adornaba la sala, con las tres hijas vestidas a la usanza gallega…
Su madre, mi abuela, ya mayor, era el motivo fundamental de nuestros
viajes frecuentes a aquellas tierras brumosas. Crecimos visitando Vigo, Moaña,
Santiago de Compostela…Pontevedra, Finisterre. El tiempo, como dice el poeta “el
implacable, el que pasó” también se llevó a esa generación de tíos que se
quisieron con la tenacidad de a quienes no solo les corre las misma sangre en sus
venas, sino la misma niñez, la calidez de los abrazos, los besiños -como dirían
mis primas- y esa herencia celta que los convierte en familiares entrañables.
Las mudanzas a otros países, los estudios,
el trabajo, me distanciaron de Galicia. Pasé la increíble cifra de 37 años sin
convivir más de algunas horas con ellos. Hoy, después de verlos durante varios
días, de disfrutar de su hospitalidad, del cariño incondicional, de sentir que
la magia del afecto era sólida, pétrea, interminable, no puedo más que
agradecer tenerlos y quererlos.
Paseé
por una ciudad de Vigo muy moderna, con un hermoso puerto de mar desde donde
saldría mi madre con la pena adentro, al tener que tomar el barco que la traería
a tierras tan lejanas y tan desconocidas hace muchas décadas. Era la posguerra
y España, sin quererlo, expulsó a centenares de miles de compatriotas. Allí
está la estatua al migrante. Un hombre tosco, con las líneas de la tristeza en
el rostro, y su familia, al fondo, diciéndole un adiós inevitable y no menos
desolador.
Afortunadamente esa oleada migratoria tuvo sus años y mi madre, en la
lejanía, nos enseñó a tener el ademán del afecto a flor de piel.
Hoy,
mi pobre Venezuela vive esa suerte de posguerra que es el gobierno actual del
que huyen, atropelladamente, quienes solo ven horizontes de penuria, injusticia
y falta absoluta de oportunidades. Ruego
al infinito que haya un cambio radical.
A
mi familia gallega les lanzo un abrazo que cruce el océano que nos separa sin
perder el gran afecto que heredamos y queremos conservar.
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