Guadalupe Isabel Carrillo Torea
El texto que
presento a continuación pertenece al libro Miradas
a la ciudad que me publicara la Universidad Autónoma del Estado de México
en 2011. Es libro impreso que pronto pasará a digital, pero en el “mientras
tanto” de estos años quiero compartir en el blog la reseña que hice a uno de
los mejores cuentos del escritor venezolano Salvador Garmendia.
¡Nixon No!
El relato que
nos ocupa goza de una singularidad que lo enriquece y podría situarlo entre los
más interesantes de la enorme producción de Salvador Garmendia. En primer
término la estructura que apuesta a la
presentación de dos discursos paralelos
es poco usual dentro de la narrativa breve, que exige no sólo la
economía descriptiva sino también la sencillez y precariedad en las técnicas
narrativas. Sin embargo, la capacidad de innovación que caracteriza la prosa
garmendiana anticipa su aceptación como una más de sus buenas creaciones.
Los dos
discursos están diseñados con narradores diferentes: uno en primera persona se
encuentra en un viejo restaurante caraqueño en el que reflexiona largamente
sobre aspectos cotidianos propios de la urbe. El segundo es un narrador que
explica siempre en plural, más bien como narrador testigo, la situación que se vivía en la ciudad de
Caracas el día 13 de mayo de 1967 –la fecha se señala expresamente pero no
corresponde a la realidad ocurrida en 1958- cuando Richard Nixon, como
Vicepresidente de Estados Unidos, y su
esposa visitan el país. La reacción de la ciudadanía fue en extremo violenta,
al punto de que el Vicepresidente
norteamericano tuvo que cancelar los actos públicos que tenía planificados para
ese día.
El relato se
desarrolla a través del contrapunteo de
los dos textos que se interrumpen sin previo aviso. El autor los distingue no
sólo por las diferencias de estilo, de narradores y situaciones, sino que se
apoya en el uso de la letra cursiva para el segundo, de modo que no haya
posibilidad de confusión de parte del lector. Las dos anécdotas, aunque
referidas a situaciones distintas, confluyen en un mismo día y en una misma
ciudad bajo la influencia también de un solo acontecimiento: la conmoción
producida por la visita de Richard Nixon. El uso de espacios diferentes da pie
a que el lector alcance una imagen totalizadora del pulso de la ciudad a través
de los acontecimientos que ocurren en ella y en los que participa masivamente
sus habitantes.
Primer apartado
El primer texto proyecta a la ciudad a través de un
espacio público limitado; es un restaurante en el que de forma reducida
encontramos los más variados elementos del universo citadino, de tal forma que
tanto narrador como lector se sienten espectadores del gran teatro urbano al
mirar lo que allí ocurre. El famoso local se encuentra extrañamente vacío a las
dos de la tarde, hora en que llega nuestro personaje. Con mirada retrospectiva,
él mismo explica detalladamente lo que allí suele ocurrir. Mantiene, no
obstante, el mismo tono agresivo que se percibía en el cuento anteriormente
analizado, donde personas y cosas son vistas a través del tamiz de la
mediocridad que pareciera caracterizar a los seres de ciudad:
Las mesas vacías, increíblemente solas a esta hora,
las dos de la tarde, en que el tumulto es habitual en el restaurante “Álvarez”,
tanto como la acometida de los mozos que se cruzan cargados de platos vaporosos
y la espera junto a las columnas encaladas de los grupos de comensales
retrasados que trabajan en las oficinas y los almacenes de la cuadra, todos en
un mismo empaque de mediana prosperidad,[…]y en menor cantidad, mujeres
aclimatadas a una robusta soltería, más discretas, acaso, en su comportamiento,
aunque sin llegar a reprimir una que otra carcajada chillona que haría volver
la cabeza a ese tipo de cliente solitario y malhumorado que nunca deja de
mostrar su mediano compendio de fealdades en estos lugares. (1970: 81)
La
descripción de situaciones y personas que regularmente decoran un espacio
público orientado a la convivencia y al cruce de ideas, se transforma en el
escenario que permite al narrador exteriorizar agriamente su opinión sobre
aquello que suele conformar la fauna citadina y que él ambienta con el uso
de adjetivos que los afean. Por ejemplo,
a los mozos los llama “piezas de edad decrépita”; la servilleta es “el trozo de
almidón calcificado encima de mis piernas”; las mesas vacías van “cubriendo de
una soledad frágil todo el cuadro del patio central y los corredores
laterales”.
El acento que
prevalece es, pues, el de la medianía que siempre viste a la urbe y que alcanza
niveles de decrepitud, de acabamiento. El proceso de cosificación parte de este
primer discurso en el que advertimos el énfasis invariable de un espectador que
todo lo ve con amargura; los objetos y
personas que describe, en su condición fractal, sintetizan la noción de ciudad
del mismo autor.
La
utilización insistente del enfoque subjetivo que ya se había presentado en el
relato “Estar solo” vuelve aquí con la misma neurótica tensión, impregnando la
atmósfera de pesimismo. Es un recurso estilístico más vanguardista que contrasta
con la tradicional forma de narrar en
tercera persona.
Gran parte de
la mirada de lo exterior de nuevo se
ejecuta a través de los sentidos; para el narrador los comensales que esperan
se pasan “la voz de un bigote a otro, de una a otra dentadura, como una bola de
saliva y aire caliente que nadie quisiera dejar caer,” (1970: 81). El sentido
de lo grotesco se impone como denso aire irrespirable, como manera de definir
la ciudad.
Este primer
apartado se verá interrumpido con la narración de la llegada de Nixon, y líneas
más adelante, se retoma; en esta ocasión la reflexión del narrador, aún en el
restaurante, todavía decidiendo el menú, da un giro completamente distinto. El
hombre piensa: “Cuantos habrán muerto en
esta casa…”[1] A partir de esa idea,
todo el discurso se centrará en la muerte desde la perspectiva más alienante,
la de su uso comercial. Carrozas fúnebres, utensilios mortuorios, limosinas
negras, las coronas de flores impregnando su olor en todos los rincones de la
casa, el hálito de muerte adherido al polvo… Aparentemente estos elementos eran comunes en una época en
que aquella vieja casona, descrita como “mansión” fue habitada por muchas
familias que a su vez vivieron constantemente la experiencia de los entierros
solemnes.
La información
sobre el pasado de la mansión es fragmentada y confusa. A modo de reflexión el
narrador asoma datos incompletos en los que conjetura acerca de cuáles fueron
sus dueños, o quiénes la siguieron habitando. Como comúnmente ocurría en la
mayor parte de las ciudades capitales de América Latina, los grandes caserones
del centro de la ciudad que habían pertenecido a familias adineradas en sus
inicios, pasan a convertirse en vecindades ocupadas por numerosos grupos de
gentes venidas del interior del país. El
narrador deja caer datos que parecieran coincidir con este tipo de viviendas,
pero no se manifiesta claramente.
Se detiene
obsesivamente en el recuerdo de la muerte, que asume como el mejor inquilino de
aquel lugar. La inclinación al morbo que caracteriza la prosa de Garmendia se
patentiza en las líneas del primer apartado.
El narrador convierte las
antiguas pompas fúnebres en asunto central, deteniéndose perezosamente en
detalles minúsculos del aroma de las flores,
la disposición del cadáver, o el trabajo de los mortuorios, las
recepciones que elegantemente presentaban y que se convertían en el atractivo
de la multitud, asomada a balcones, ventanas y puertas. El personaje exacerba
el tema al asumir que el olor a vieja muerte lo ha impregnado también a él, al
extremo de señalar al mesero: “aquí huele
a muerto, ¿verdad?” (1970:85).
Se advierte
una búsqueda del resquebrajamiento tonal, mediante la ruptura de tensiones.
Después de una larga descripción de los actos mortuorios, y de insistir en el
olor a muerto que se había adherido a su cuerpo, el narrador corta la reflexión
para dirigirse al mesero y finalmente ordenar su comida: “y por un instante
pienso en lo que pasaría un segundo después, alguna especie de fractura
violenta, de agua desbordada, irreparable…, pero no hay caso: uno es una mierda y está listo; en
vista de lo cual, ordeno un pasticho
horneado a la romana.” (1970:85). Se establece un contraste entre la
grotesca reflexión sobre la muerte caricaturizada a través de su comercialización y el teatro que se construye a su alrededor;
de inmediato el narrador pasa a pedir
“un pasticho horneado a la romana”. Este corte abrupto imprime tal ironía al discurso que podríamos más bien hablar de
un texto mordaz, donde hay una burla abierta a la sociedad de la que se siente
excluido. Ridiculizar los actos mortuorios al contrastarlos con la realidad
banal de pedir un pasticho supone, así
mismo, colocar bajo el mismo rasero
todos los actos urbanos que son vistos desde la hipocresía que los construye.
Segundo
apartado
El segundo texto está
escrito con letras cursivas, se omiten en casi todos los párrafos los
signos de puntuación e incluso el uso de
las mayúsculas. Nos encontramos ante un ejercicio a modo de escritura
automática, práctica muy común en la producción literaria de las
neo-vanguardias latinoamericanas. El narrador habla a través de un nosotros
activo; inmerso en la multitud, explica lo que él, como parte de la masa,
realiza y ve ante la visita de Richard
Nixon. El texto recrea la acalorada manifestación que, de forma
espontánea, ocurrió el día 13 de mayo de 1958 – y no en 1967 como se señala en
el texto- en las calles de la ciudad de Caracas cuando el entonces vicepresidente visitó el país. El hecho histórico tuvo resonancia internacional;
las fotografías del carro lleno de salivazos,
que llevaba a Nixon y a su esposa recorrieron el mundo como un hecho
inédito que fue aplaudido por los grupos de izquierda que en aquella década
brotaba con mayor vigor en todo el continente. [2]
De nuevo la
mirada subjetiva se hace presente a través del ánimo agresivo e hiriente de un
ciudadano común que describe los acontecimientos con una óptica que mezcla la
espontaneidad, la violencia del acto, la ridiculización e, igualmente, la
crítica política.
nixon con cara
de perro afeitado de bajo pedigree recorriendo todo el mundo ajeno con sus
pistoleros rubios de luger en las costillas y su mujercita que le pasaron la
mano en maiquetía cuando iba a empezar a sonreírle a los ratoncitos de la
prensa todos amontonados y aguzando sus cámaras sacudiendo sus guindalejos sin
que ninguno se atreviera a atravesar la distancia prevista ni romper el vidrio
imaginario que los separaba de aquellas hileras de dientes bien cuidados como
si fueran peces raros en un acuario (1970: 83)
El narrador
utiliza el vocabulario típico del caraqueño de a pie, del que vive en las zonas
más peligrosas de la ciudad y cuyo comportamiento en los espacios públicos
suele poseer la espontaneidad, la rudeza y el humor de estos grupos sociales
que se mantienen atentos ante los
acontecimientos que ocurren en su ciudad.
Al describir a los guardaespaldas de Nixon, el narrador les llama
“rubios de luger” aludiendo al color de su pelo, que contrasta con el tipo
mestizo venezolano; “luger” refiere a la pistola alemana que cobró fama a
partir de la Segunda Guerra
Mundial y que en los años sesenta seguía usándose:
el 13 de mayo
de 1967 con todo el pueblo embochinchado en caracas y la gente decente
chorreada de miedo en sus casas cientos de litros de saliva regados por toda la
avenida sucre y los teléfonos llenándose de ladridos en la embajada americana
pueblo de mierda gritaban en las oficinas de palacio y nunca se había visto
nada semejante al cadillac negro todo sudado de gargajos chorreando baba
puteado hasta la misma madre le entraron a patadas como hacen los policías en
el barrio negro y un tipo que le dio un puntapié del demonio salió en la
portada del times y se fregó para toda la vida pasó tres años preso y después
en el barrio le decían míster nixon (1970: 83).
El
relato anterior se encuentra cargado de un evidente humor cáustico a través del cual logra desmontar la solemnidad –la falsedad,
podría también decirse- que envuelve los eventos públicos de corte político;
la anécdota misma se encuentra cargada
de contradicciones: por una parte vemos la
abyección de la masa que violentamente agrede al mandatario
norteamericano, considerado siempre como el todo poderoso del planeta; a esto
se añade la manera en que el narrador parodia una situación de suyo dramática
al concluir que el “tipo que le dio un
puntapié del demonio salió en la portada del times y se fregó para toda la vida
pasó tres años preso y después en el barrio le decían mister nixon” . Más
adelante se añade:
En medio de la dispersión
final, con la garganta ardida, sajada a gritos, los comercios cerrados, gente
de hogar agolpada en las ventanas de los edificios, asomando unas caritas de
mentira, como si uno los estuviera viendo en fotografías al día siguiente, y
uno y todo aquel gentío desmelenado, de camisas abiertas bajado; destrozos de
pancartas en el piso, el resto de una furia despellejada (1970:
85)
A pesar de que lo descrito es pródigo en
detalles que representan ampliamente la demencia de una masa
enardecida que invade los espacios públicos, esta es vista, nuevamente,
a través del filtro del humor. El narrador señala que “se les quedó todo comprado para la recepción y los centenares de copas
que se iban a llenar de demi sec se quedaron en fila como los cadetitos de
natilla de conejo blanco y ni una sola se levantó a tiempo” (1970: 83). El
sentido apocalíptico e incluso cosificador que presenta la ciudad es resuelto estéticamente por el autor mediante el uso del humor y la
parodia. Asimismo, la preeminencia que las “cosas” alcanzan como forma de recrear lo que es al
ciudad y lo que somos en ella se hace evidente en las líneas que unen los dos
relatos. El narrador en primera persona advierte en el restaurante: “Pero aquí
no llega el ruido de la calle; tal vez se haya quedado sola, regada de papeles
y algún zapato abandonado”. Los objetos aparecen como los significantes más
elocuentes, los que mejor describen situaciones, sentimientos, actitudes dentro
de la trama. Esta es otra de las posibilidades que la cosificación como proceso
otorga, la preponderancia de los objetos sobre las personas, recurso a través
del cual el autor concede un rostro a la ciudad; ella se viste de los objetos
que por su carácter inanimado le imprimen ese sello. La despersonalización de
los ciudadanos que participan en la revuelta es otra más de sus caras.
El acontecimiento narrado, que
históricamente ocurre en la década del sesenta, muestra una ciudad que se mueve
sumida en la hostilidad, el caos, la degradación. El sentido apocalíptico que
aquí se propone es el de un espacio
urbano que ha perdido su añeja costumbre de convivencia e intercambio social.
Sin embargo el autor no sataniza a la urbe; más bien asume una postura de
complicidad hacia todo lo que ella constituye, mediante el recurso constante
del humor y la parodia que rompen las tensiones propias de una ciudad siempre
en movimiento para desencadenar la risa y, en consecuencia, la aceptación de la
misma a pesar la rudeza del asfalto.
Como se ha expuesto, los dos textos analizados dan
cuenta de los plurales rostros que la ciudad posee en la prosa garmendiana. Las
diferencias, sin embargo, se unifican a través de elementos que conforman
sólidamente el estilo de un autor cuya obsesión fue siempre la ciudad y la vida
que ella, indirectamente, nos diseña. Ser urbanícola es, para Garmendia, una
condición humana de la que ningún habitante de ciudad puede sustraerse.
Nuestros gestos, pensamientos y modos de ver la vida van signados, entonces,
por la ciudad
No hay comentarios:
Publicar un comentario