miércoles, 25 de febrero de 2015

La Marca indeleble del Maestro



Guadalupe Isabel Carrillo Torea


La universidad, ese cotidiano que empezó hace 35 años como estudiante y que ahora continúa desde el otro lado de la barrera, en la docencia, la investigación y la academia, es un espacio lleno de complejidades, contradicciones, burocracias y también humanidad. No solo me apasiona el conocimiento, siento la convivencia con mis alumnos como un regalo que la vida me ha concedido y que no dejaré nunca de agradecer.

   En ese tenor, conversaba con jóvenes egresados de distintos espacios universitarios. Ya eran profesionales que ejercían sus carreras. No recuerdo si hablamos de su satisfacción en el plano laboral; me queda en la memoria el comentario que varios de ellos hicieron acerca de su experiencia estudiantil: “No tuve algún profesor que haya dejado huella en mí”, dijo uno; y otro continuó: “Ninguno de mis maestros fueron buenos”, “había mucha mediocridad, eran muy distantes; sentía que no aportaban nada a mi vida”.

   Los comentarios, sin duda llenos de honestidad, destilaban también desencanto. Pero lo más grave era palpar la aridez de esa experiencia universitaria, como si se tratara de un terreno baldío, yerto.

   Los dichos de aquellos jóvenes me desconcertaron profundamente. Mis años de carrera estuvieron signados por la presencia de muy buenos maestros. Especialmente  uno de ellos al que veía con verdadera admiración: Basilio Tejedor. Lo encontré en los pasillos, en el aula y en la cafetería cuando yo rozaba los 16 años. Creo que aún la adolescencia me rondaba los ánimos pero la convicción de estudiar literatura se imponía sobre todo lo demás. Me dio clases en los cinco años de la carrera de Letras; en el primero desveló la riqueza de los clásicos griegos y romanos: corrí por los campos que atravesaba Aquiles en busca de Héctor; me colé por el caballo de Troya diseñado por el gran Ulises, y lloré junto a Dido la despedida de su Eneas. El entusiasmo de Tejedor por la belleza virgiliana me llevó a leer una y otra vez las famosas Bucólicas, a postrarme ante las Geórgicas y también, claro está, ante Virgilio.

   Más tarde, disfruté las fechorías del Don Juan Tenorio de Zorrilla, o los eufóricos versos de José de Espronceda, en el más genuino acento romántico: “Que es mi barca mi tesoro/que es mi dios la Libertad/Mi ley, la fuerza y el viento/ mi única patria, la Mar”.

   Pero la enseñanza no se quedó en los libros. Fue mucho más allá. El padre Tejedor era un prestidigitador que lograba hacer del buen trato una consigna habitual. Su estima, siempre visible, me llegaba como agua mansa.  La sensibilidad se posaba en su sonrisa, en su pasión por Cervantes y por ese mundo que es la literatura.  Recuerdo que en aquellos años empecé a dar clases en una secundaria. Tenía que explicar fundamentalmente gramática. Esa árida disciplina que ni si quiera entendía bien yo. Acudí a Tejedor que todas las noches estudiaba largas horas en la biblioteca de la universidad para preguntarle cómo decirle a mis alumnitas de doce años  qué eran las oraciones reflejas, recíprocas y cuasi reflejas. Su explicación me dejó maravillada; la entendía con una claridad meridiana. Gracias a esas asesorías hoy soy fanática de la gramática española.


   Por supuesto, fue el asesor de mi tesis de licenciatura y se convirtió en un gran amigo al que años después reencontré en la Maestría en letras como profesor invitado. Desafortunadamente ya no está entre nosotros. Me dejó la lucidez de la palabra. Fue el primero en decirme, formalmente, que escribía bien; ese piropo, viniendo del maestro, fue para mí un aplauso al corazón. Gracias, mi inolvidable Teje, Teje.

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