Guadalupe Isabel Carrillo Torea
La
universidad, ese cotidiano que empezó hace 35 años como estudiante y que ahora
continúa desde el otro lado de la barrera, en la docencia, la investigación y
la academia, es un espacio lleno de complejidades, contradicciones, burocracias
y también humanidad. No solo me apasiona el conocimiento, siento la convivencia
con mis alumnos como un regalo que la vida me ha concedido y que no dejaré
nunca de agradecer.
En ese
tenor, conversaba con jóvenes egresados de distintos espacios universitarios.
Ya eran profesionales que ejercían sus carreras. No recuerdo si hablamos de su
satisfacción en el plano laboral; me queda en la memoria el comentario que
varios de ellos hicieron acerca de su experiencia estudiantil: “No tuve algún
profesor que haya dejado huella en mí”, dijo uno; y otro continuó: “Ninguno de
mis maestros fueron buenos”, “había mucha mediocridad, eran muy distantes;
sentía que no aportaban nada a mi vida”.
Los comentarios, sin duda llenos de
honestidad, destilaban también desencanto. Pero lo más grave era palpar la
aridez de esa experiencia universitaria, como si se tratara de un terreno
baldío, yerto.
Los dichos de aquellos jóvenes me desconcertaron
profundamente. Mis años de carrera estuvieron signados por la presencia de muy
buenos maestros. Especialmente uno de
ellos al que veía con verdadera admiración: Basilio Tejedor. Lo encontré en los
pasillos, en el aula y en la cafetería cuando yo rozaba los 16 años. Creo que
aún la adolescencia me rondaba los ánimos pero la convicción de estudiar literatura
se imponía sobre todo lo demás. Me dio clases en los cinco años de la carrera
de Letras; en el primero desveló la riqueza de los clásicos griegos y romanos:
corrí por los campos que atravesaba Aquiles en busca de Héctor; me colé por el
caballo de Troya diseñado por el gran Ulises, y lloré junto a Dido la despedida
de su Eneas. El entusiasmo de Tejedor por la belleza virgiliana me llevó a leer
una y otra vez las famosas Bucólicas, a postrarme ante las Geórgicas y también,
claro está, ante Virgilio.
Más tarde, disfruté las fechorías del Don
Juan Tenorio de Zorrilla, o los eufóricos versos de José de Espronceda, en el
más genuino acento romántico: “Que es mi barca mi tesoro/que es mi dios la
Libertad/Mi ley, la fuerza y el viento/ mi única patria, la Mar”.
Pero la enseñanza no se quedó en los libros.
Fue mucho más allá. El padre Tejedor era un prestidigitador que lograba hacer
del buen trato una consigna habitual. Su estima, siempre visible, me llegaba
como agua mansa. La sensibilidad se posaba en su sonrisa, en su pasión por Cervantes y por ese mundo que es la literatura. Recuerdo que en aquellos años empecé a dar clases en una
secundaria. Tenía que explicar fundamentalmente gramática. Esa árida disciplina
que ni si quiera entendía bien yo. Acudí a Tejedor que todas las noches
estudiaba largas horas en la biblioteca de la universidad para preguntarle cómo
decirle a mis alumnitas de doce años qué
eran las oraciones reflejas, recíprocas y cuasi reflejas. Su explicación me
dejó maravillada; la entendía con una claridad meridiana. Gracias a esas
asesorías hoy soy fanática de la gramática española.
Por supuesto, fue el asesor de mi tesis de
licenciatura y se convirtió en un gran amigo al que años después reencontré en
la Maestría en letras como profesor invitado. Desafortunadamente ya no está
entre nosotros. Me dejó la lucidez de la palabra. Fue el primero en decirme,
formalmente, que escribía bien; ese piropo, viniendo del maestro, fue para mí
un aplauso al corazón. Gracias, mi inolvidable Teje, Teje.
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