Pensé poner mi corazón,
con una cinta
morada, encima de la
montaña más alta del mundo,
para que, al levantar
la frente al cielo, los hombres
viesen su dolor hecho carne,
humanado.
Esta
primera estrofa que pertenece al poema “Aren
en Paz” fue escrita por el gran poeta Blas de Otero, en la época de la guerra
civil española. España había quedado en la ruina económica más profunda de su
historia. A esta se añadía el odio social, el derrumbe de una humanidad que
estaba dejando de entender qué era un compatriota y porqué se había convertido
en su enemigo, en el oponente de sus sueños, en el que había que liquidar hasta
quitarle la vida. Esto ocurre en Venezuela desde hace unos años. Pero las
últimas semanas la voz subió sus decibeles y solo sabe de alaridos; es el
idioma que todos hablan pero pocos, muy pocos entienden.
Pensé
mutilarme ambas manos, desmantelarme
Yo
mismo mis dos manos, y asentarlas
Sobre
la losa de una casa en ruinas:
Así
oraría por los desolados
No pretendo reseñar lo que los medios
internacionales han cubierto hasta la saciedad; esto que escribo quiere ir de
la súplica a la oración. Como Blas de Otero, solo deseo “orar por los desolados”.
¿Y quiénes son? ¿A quiénes incluir? A todos los que esta guerra alucinada le ha
ido mermando la raíz de su alma. Venezuela vive en la mutilación; los
estudiantes, la sociedad civil se está desmantelando con la apuesta que les
queda: la terquedad como única consigna. Escuchaba la voz desesperada de un
estudiante en la calle: “¡Aquí, en este país no queda nada, y yo voy a luchar
hasta el final!. ¡No me la calo! Gritó con el timbre de la desesperación ensartado
en su voz.
El
diálogo es el visitante que no llega, que se retrasa día a día. Por eso buscan
en las calles, en las arengas multitudinarias un sustituto que pueda calmar un
cansancio que se torna ancestral y que ya no puede sostenerse. Blas de Otero
continúa:
Después,
como un cadáver puesto en pie
de
guerra, clamaría por los campos
la
paz del hombre, el hambre de Dios vivo
la
represada sed de libertad.
La
apuesta a la calle es el pie de guerra, es el clamor por una paz, por un
bienestar que cada vez se hace más tenue, que se desdibuja en el horizonte de
la mayoría. Por ello el tono de la indignación no ha cesado; pero
desafortunadamente se mezcla con el vandalismo, con el quién es más vivo.
Robar, saquear, matar sin prejuicios, con saña y sin remordimientos es el olor
de lo que se está pudriendo en una sociedad cada vez más desquiciada. Me uno a las entrañables palabras de Otero y digo:
Noches
y días suben a mis labios
-ellos
en són de sol; ellas, de blanco-,
Detrás
acude la esperanza con
Una
cinta amarilla entre las manos.
Esperanza,
días en són de sol, noches de blanco…¿podrá venir todo esto a Venezuela? ¿Cuántos
hombres y mujeres tendrán que padecer cárceles injustas, cuántos jóvenes
recibirán como última caricia un tiro en la cabeza, o un perdigón en el ojo? ¿Por
cuánto tiempo esta será la despedida a una vida que se perdió en la multitud?
Venezuela se deshace en las manos de su gente, a Venezuela se le perdió el
futuro. Por eso la apuesta total sigue siendo esta:
Miradme
bien, y ved que estoy dispuesto
para
la muerte. Queden estos hombres.
Asome
el sol. Desnazca sobre el mundo
la
noche. Echadme tierra. Arad en paz.
Que
ese sol caribeño que tanto amamos, dé luz y nos permita arar en paz, llegar al puerto en
el que un venezolano reconozca a un compatriota en el otro venezolano, sea
chavista, sea opositor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario