En
el taller de Creación literaria que dicto a los estudiantes de la licenciatura
en comunicación creo que aprendo más de mis alumnos que ellos de mí. Me
actualizan en la frescura, en la plenitud y muchas veces en el esplendor de su
veracidad. Ellos desbordan autenticidad y en esa tesitura muestran con claridad
meridiana qué llevan dentro.
El último día hicimos un ejercicio poético
de raíz más bien prosaica. Primero les leí un texto de Cortázar extraído de
unos de sus libros más estridentes: Historia
de cronopios y de famas , el texto se titula “Instrucciones para dar cuerda
a un reloj”. Efectivamente Cortázar explica en un tono de gran lirismo cómo dar
cuerda a un reloj; un acto tan sencillo y tan ordinario, entra en el mágico
mundo de la poesía a través de sus palabras. El autor aprovecha para
reflexionar sobre el tiempo, la muerte, la esclavitud que ejerce Cronos sobre
los hombres y explica cómo tocar la manija
para ejercer el ritmo del tiempo:
“Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda,
remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus
hojas, las barcas corren regatas, el
tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las
brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan”. Más adelante
insistirá: “Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo
anhelante”.
Los chicos quedaron maravillados de escuchar
las palabras de Cortázar. Les dije que hicieran otras instrucciones para actos
sencillos: comer una manzana, cerrar una puerta…La originalidad se hizo
presente en el aula; en un estilo semejante al de Cortázar dispusieron cómo
atarse los cordones de los zapatos para de inmediato dar el primer paso firme
hacia la vida, otro nos instruyó de cómo dar un mensaje a su compañero, alguno
más explicó cómo despertar y levantarse.
La mayoría hizo uso de su espontaneidad, del sentido del humor y de la poesía que, envuelta
en palabras, recogía afectos, lanzaba al aire ilusiones tempranas, modos de la
ternura.
Me
conmovió especialmente el texto de un chico: “Instrucciones para que ella te
ame por
siempre”. El y su novia tomaron la asignatura conmigo; siempre están
juntos. No sé si conocerlos, verlos llevar y traer su amor a la mesa, al salón
de clases; o si el hacernos testigos de esa felicidad pequeña que para ellos es
maravillosamente descomunal influyó en mi percepción de su texto. Al leerlo
sentí un ramalazo de ternura. No solo el
título era hermoso. El contenido se detenía en aconsejar cuidadosamente a
cualquier ser humano del esmero indispensable para amar. De las renuncias a
aquel jersey que te gustaba pero que pospones para invitarla a un buen
restaurante. De las horas invertidas en paseos, tardes de café, mañanas de cine
y besos a granel; de la necesidad de
complacerla, porque en eso reside también su placer.
El
texto era un original decálogo de propuestas para quienes están inmersos en el
deseo de amar con ahínco. Es en realidad la radiografía del buen querer.
Paradójicamente, en este mundo de la inmediatez, de la ausencia de compromisos,
él, con 23 años, pide que ella “lo ame por siempre”.
Más que lo que se pide, me conmueve que mis jóvenes
alumnos tengan la nobleza a flor de piel; la pasión como gesto; la creatividad
estrenándose cada mañana. Qué gusto me da acompañarlos, qué privilegio aprender
a pintar arcoíris en el corazón.
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