Cañada de Alférez es un lugar donde la
belleza se instaló para quedarse. Ubicado dentro del mismísimo parque nacional
La Marquesa, a unos kilómetros del Distrito Federal, se encuentra rodeado de pinos centenarios, de riachuelos
que constantemente nos murmuran dichas
pasajeras, hondas alegrías, y también, otras veces, aflicciones.
Hace seis años vivimos allí, en ese poblado
perdido en las montañas que se ha convertido para nosotros en un presente de
naturaleza alucinada. Cuando has vivido toda la vida en los predios citadinos,
cuando el concreto se ha convertido en tu paisaje cotidiano, dar la vuelta y
ver que el verde inunda la vista, como
si hubiera olas sin límites, ensanchadas en el horizonte, te das cuenta que también
el privilegio ha tocado tu vida.
Obviamente lo que ganamos en frescura, en aire
despejado, lo perdemos en modernidad. Pero vale la pena el reto. Importa mucho
que quienes estamos allí valoramos más el camino por el riachuelo que el centro
comercial que, esperamos, nunca llegará a construirse. Y si falta el teléfono, si
se robaron los cables la noche anterior porque el cobre está muy caro y pueden
llevarse muchos de sus metros sin que nadie los vea, también allí debes saber
que pasarán días interminables sin comunicación a distancia. Vivir en la Cañada
se torna pues un reto en el que se asecha al equilibrio y se cuestiona la
convicción de que se está en el lugar indicado.
La mayor parte de los lugareños viven de la
cría de borregos, y de los trabajos artesanales. El 19 de marzo, día de San
José, el poblado dobla campanas para festejar a los carpinteros, que
constituyen el grueso de los artesanos. También encuentras plomeros, albañiles,
electricistas. Todos ellos deambulan en
un espacio compacto como lo podría ser un poblado de pequeñas dimensiones en
donde el mundo natural se expresa a sus anchas.
Y es
que lo natural no es solo lo que puedo observar, lo que huelo en el fondo de
mis pulmones, lo que toco como si fuera seda construida por manos asiáticas. La
naturaleza, en esos lugares, se convierte también en condición humana, en metáfora
que canta lo que experimenta el alma y el corazón. Para ilustrar lo que digo
quién mejor que Antonio Machado, el poeta que amó su tierra provinciana y que
siempre la incluyó en sus versos; alguna vez el poeta diría: “Anoche cuando dormía/soñé ¡bendita
ilusión!/ que una fontana fluía/dentro de mi corazón. / Di ¿por qué acequia
escondida,/agua, vienes hasta mí,/ manantial de nueva vida/ en donde nunca
bebí?”.
La fontana que corre, el agua convertida en “manantial
de nueva vida” mueve esas entrañas humanas que aún no se han contaminado de
materia, de basura y suciedad. Porque, desafortunadamente, también a la Cañada
llegó el tono desalmado con el que los hombres logran gritar su indiferencia,
sus tristes corruptelas. Hace aproximadamente un año lanzaron a nuestro bosque
toneladas de lo que se conoce como el plástico foami; el que usan en las escuelas de pre-escolar y primaria. Sus
colores y su suave textura atrae la atención de los pequeños y por ello muchas
de las aulas están empapeladas con estos materiales. Pero cuando los sacas de
las paredes y los lanzas a los ríos, a las montañas, a la sombra de los
árboles, se convierten en la peor basura, en la mejor campaña para que una
crisis ecológica dé inicio.
Las lluvias de los últimos meses en la zona
arrastraron el basural a todo el espacio virgen. El espectáculo desolador nos
animó a los vecinos que amamos sin límites ese hermoso paisaje a invertir un
primer domingo de los muchos que utilizaremos para recoger lo que otros
irresponsablemente lanzaron allí. Llenamos unos cuarenta sacos de basura y aún
quedan diseminados en el campo otros tantos kilos.
No faltó el asombro de los lugareños que
veían por primera vez un movimiento masivo de limpieza en ese territorio que,
por su perfección, lo habían considerado impecable. A pesar de ver la basura
frene a sus ojos, a pesar de ser testigos del ir y venir de camiones cargados
de troncos cortados para su venta, que toman rutas alternativas para que el
gesto depredatorio no sea tan descarado, los lugareños no tienen ánimos de
sacrificar tiempo y energías en la limpieza de ese espacio que los vio nacer.
Aún el sueño no les permite ver lo que Machado palpó desde su gran sensibilidad:”
Anoche cuando dormía/ soñé ¡bendita ilusión!/ que un ardiente sol lucía/ dentro
de mi corazón./ Era ardiente porque daba/ calores de rojo hogar,/ y era sol
porque alumbraba/ y porque hacía llorar.” Ojalá el llanto nos aclare la vista y
nos permita presenciar la felicidad de
un bosque siempre verde.
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