Siempre podemos suponer que hablar de
cotidianidad es sinónimo de “más de lo mismo”, esto es, la rutina que nos marca
nuestro ejercicio diario de actividades: levantarte, salir a trabajar, ir a
comer, regresar otra vez a casa… Sin embargo, en medio de esa repetición, las
posibilidades de salir de la rutina viviendo situaciones insólitas es tan
frecuente como la repetición misma.
En los últimos días he vivido experiencias
si no extrañas, por lo menos poco comunes. Eran más o menos las doce del mediodía
del día lunes. Ya no había clases en la universidad así que aproveché para
hacer algunas diligencias. Compras en el súper y de allí a la tienda en la que
venden la cerveza más rica de todo el país: La Bohemia. Conversaba con la chica
que atiende allí cuando de pronto vimos que se acercaba tambaleante un hombre de unos treinta y tantos
años. Su indecisión, que se reflejaba al caminar, iba de la mano de una mirada
sombría, incluso distraída. Aquel hombre padecía un naufragio personal del que no lograba
salir.
Sin ningún tipo de preámbulo nos dijo: “Acaba
de morir mi hijo, el pequeño. No tengo dinero para enterrarlo”. Tratándose de
una tienda en la que se vende sobre todo alcohol, y viendo su rostro, no era
difícil deducir que estaba en un estado de ebriedad considerablemente intenso.
El hombre prosiguió con la predecible segunda parte: “¿Podrían prestarme dinero
para ir a enterrarlo?”. El desconcierto logró borrarnos el entendimiento a las
dos mujeres que lo veíamos entre atónitas e inseguras. El argumento del hombre, a todas luces
descabellado, era falso. Su voz, la expresión del rostro, no reflejaban la pena
por la muerte de un ser tan cercano como podría ser un hijo pequeño. Su relato
impregnado de tragicidad solo pretendía el muy prosaico deseo de que le diéramos
dinero; no diez pesos, no veinte. Por lo menos unos doscientos pesos para el
supuesto entierro del hijo. Ambas nos miramos en silencio y las dos, en tácito acuerdo, seguimos conversando como
si no hubiéramos escuchado ninguna petición, como si allí nadie hubiese
interrumpido nuestro diálogo. El absurdo penetraba en la tienda como una densa
capa que nos cubrió a los tres: Él jugaba con la muerte del hijo, nosotras
vivíamos el asombro de ver cómo los
seres humanos podemos ser capaces de superar cualquier asomo de dignidad para
dar paso a las necesidades básicas al descubierto: necesito el dinero, podré
contar cualquier historia.
Lo curioso de la experiencia radicó en que,
al día siguiente, como un “de ja vu” me encontré caminando con mi marido por
las calles toluqueñas atestadas de gente. Salíamos de un estacionamiento cuando
sin ton ni son, alguien lo abordó rápidamente saludándolo como si fuera el
vecino de toda la vida. La cara de extrañeza del rostro de mi esposo me decía a
gritos que no conocía a aquel hombre que llevaba en sus brazos a un niño de
unos dos años. El desconocido-conocido le habló de la universidad, de que había
salido de allí hace unos años y no había logrado una reinserción y, saltó, de
inmediato, a reconocer: “Ahora trabajo de cargador en una compañía de alimentos
de comida rápida y sólo me pagan mil cuatrocientos pesos a la quincena –más o
menos unos ciento veinte dólares-”; no tengo para comer –era martes- de aquí al
viernes. Y el niño tampoco”.
De nuevo nos vimos contagiados por una
oleada de turbación que parecía movernos de un lado a otro. ¿No tenía qué comer
en cuatro días? ¿Ni él ni su hijo? Acto seguido, y como era de esperarse, mi
esposo abrió la billetera y le dio un billete de cien pesos. Sin duda, la
cotidianidad da mucho de sí.
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