Guadalupe Isabel Carrillo
En una entrevista realizada a Stephen King acerca de su vasta obra fílmica y literaria, el periodista Ian Caddell le preguntó acerca del miedo como ese ingrediente indispensable del género de terror al que el autor ha dedicado sus páginas más brillantes. King contestó con absoluta convicción: “El miedo es un programa de supervivencia”[1]. Desde esa perspectiva, pareciera que estamos, en principio, ante un fenómeno de carácter emocional que vincula también experiencias fisiológicas que nos mueven a la sobrevivencia; es decir, no se trata de algo necesariamente negativo.
En el mismo tenor, incluso con una mirada aún más optimista, el teórico
y cuentista español David Roas, quien ha dedicado buena parte de su
carrera al estudio de la literatura fantástica, llega a considerar la
percepción del miedo como un placer: “el placer del miedo es un placer moderno”[2].
Claro que si nos referimos al mismo desde las manifestaciones artísticas, sean
estas literatura o cinematografía, la sensación
es absolutamente vicaria. El lector sabe que aquello que le produce
temor no lo puede agredir directamente. Sin embargo, en la vida real, la experiencia del miedo se ha instalado en
nuestras sociedades y en nuestros países convirtiéndose en una de las mayores
angustias que padecemos. El miedo tiene
distintas formas de manifestarse; se puede observar que no todos los seres
humanos padecemos de los mismos tipos de miedo. Existen quienes tienen
adversión a las alturas, y que se expresa en el vértigo, o quienes temen a los
espacios abiertos –agorafobia- o a la inversa, quienes sufren en los espacios
cerrados –claustrofobia-. Pero hay también sentimientos mezclados en la
Xenofobia que es el rechazo al extranjero y se mezcla con el odio hacia él.
Otras personas experimentan temores frente a determinados animales, a situaciones de angustias colectivas y hasta a olores o frente a la
sensación del color. Desde la época griega se han creado términos para aludir a
cada una de las sensaciones de temor. No hay que olvidar, por otra parte, que
cada persona experimenta diferentes grados de miedo y las conductas suelen ir
del simple desagrado hasta la agresión ya verbal, ya física. Hay muchas
conductas delincuenciales cuyo trasfondo es el terror que experimenta el sujeto
que la padece.
Tratándose de una sensación subjetiva, voy a referirme al tema del miedo
real a través del testimonio que ofrece la crónica periodística en México. Un
miedo que se expresa de manera intensa
en el mundo del narcotráfico y en sus secuelas sobre los grupos sociales que se
han visto castigados por la violencia
que genera.
Los
periodistas:
La crónica -definida por Juan Villoro
como “literatura bajo presión”- es de
los discursos cuya flexibilidad en
los estilos, en los recursos utilizados,
entiéndase las entrevistas, por el uso
de la primera persona, aunado a un contenido dramático acentuado por la
veracidad y la inmediatez, se convierte en un discurso que mejor describe el
pulso social y el tono humano de los actores que se convierten en protagonistas
de sus narraciones.
En los últimos dos sexenios del Partido
Acción Nacional en el poder, el recrudecimiento de la violencia que han
generado los cárteles de las drogas entre sí y frente a la sociedad civil, ha
llegado a extremos deshumanizados. Reseñar los actos en que se expresa tal
violencia ha sido una labor titánica por parte de los periodistas. La Revista Proceso, que se edita en la capital del
país, es una de las que cubre de manera constante la temática del narcotráfico. Permanentemente sus periodistas
están expuestos a recibir agresiones,
amenazas o incluso sufrir la violencia extrema: la muerte. Según los datos
arrojados por Reporteros Sin Fronteras,
en la última década en México han sido asesinados 85. Otros 16 figuran como desaparecidos[3].
Entre ellos el caso más recordado, por la
vileza con que fue perpetrado y la inconvincente que ha querido ofrecer el
gobierno estatal, es el de la periodista Regina Martínez, corresponsal de la
revista Proceso en la ciudad de Veracruz,
asesinada el 28 de abril del 2012. Su cuerpo fue encontrado en su
domicilio y el diagnóstico forense señaló como causas de su muerte la asfixia, a lo que se añaden los hematomas
presentes en su cuerpo, producto de un previo castigo corporal. Regina Martínez
era una periodista que denunció
presuntas irregularidades del gobierno estatal, tanto de Fidel Herrera como del
actual gobernador, Javier Duarte de Ochoa. Verónica Espinosa, colega de
Martínez en la revista Proceso, comenta en un artículo sobre la labor
profesional de la periodista:
La corresponsal
ahondó en 2010 sobre el dispendio y el descomunal endeudamiento que dejó Fidel
Herrera al concluir su sexenio, el cual paralizó a su sucesor Javier Duarte y a
la economía estatal, particularmente luego del paso de los huracanes Alex y Karl, así como de la tormenta tropical Matthew. Estos fenómenos meteorológicos dejaron cientos de miles de
personas damnificadas, y así lo registró Martínez en el número 1771, de octubre
de ese año, en el reportaje El Huracán
Fidel.[4]
Tras el asesinato de la periodista, se apersonaron en la casa de
gobierno de Xalapa, Veracruz, Rafael
Rodríguez Castañeda, director de la revista Proceso y Julio Scherer García,
fundador de la misma. Ante las promesas del Gobernador de esclarecer y
esclarecimiento del asesinato, Julio Scherer lo interrumpió, diciéndole: “Sus
palabras, le dice, son retórica ritual”.[5]
El gobierno actual, así como el anterior
se ha visto envuelto en escándalos de orden económico y de seguridad de amplio
espectro. En varias ocasiones fueron retirados masivamente ejemplares de la
revista Proceso por las denuncias que publicaban. Se atribuye el retiro de los
ejemplares al gobierno del Estado. En el caso de la muerte de Regina Martínez,
ocurrida a finales de abril del 2012, no se dio ninguna información acerca de
la investigación hasta el 1 de noviembre del 2012, cuando, intempestivamente,
las autoridades leyeron un comunicado en el que, sin permitir preguntas,
señalaban haber encontrado al asesino confeso, y sugerían una amistad cercana
entre este, otro agresor que lo acompañaba y la hoy occisa. Se sugirió que se trataba de un crimen
pasional; de una supuesta amistad de
Regina con sus agresores que terminó en desgracia.
El Estado de Veracruz ha sido conmocionado a causa de las muertes
generadas por los reacomodos de los cárteles de la droga. La persecución a los
periodistas en Veracruz es cada vez mayor, al extremo de que es considerarlo
como el Estado mexicano de mayor riesgo para el ejercicio del periodismo
profesional.
Sin quedarnos en un único caso, vemos en el número 1853 de la Revista Proceso el artículo titulado
“Infierno Psicológico”, escrito por Anne Marie Mergier. En él la periodista
entrevista a Anthony Feinstein, que, en
palabras de la periodista, ha sido “el mayor estudioso de los desórdenes
psicológicos de los corresponsales de guerra”. De origen sudafricano,
Feinstein, médico de profesión, vino a México para estudiar “los problemas de
los reporteros que cubren la guerra de Calderón”. Entrevistó a 130 reporteros de provincia y su
conclusión fue desalentadora: “Mi impresión personal –dice- es que las heridas
psíquicas del 25% de los reporteros mexicanos vulnerados por la violencia son
mucho más profundas que las de los reporteros de guerra”.[6]
Según Feinstein la mayoría de
ellos padece los síntomas del PRSD (post traumatic stress disorder). Señala el especialista:
“Padecen depresiones profundas, les angustia sobremanera lo que pueda pasarle a
sus familias, muchos rehúsan socializar y la mayoría está obsesionada por su salud
física”. Un aspecto interesante de las observaciones del especialista es ver la
diferencia entre estos periodistas y aquellos corresponsales de guerra de cadenas
internacionales, pues, según apunta el mismo, aquellos tienen el apoyo de sus
empresas que les facilitan seguro médico, seguro de vida y atención psicológica
especializada; los reporteros mexicanos carecen de todos estos recursos y reciben
un salario modesto.
Las
víctimas:
El miedo es la manifestación más
palpable que la guerra contra el narcotráfico ha dejado como secuela. Las
víctimas padecen el sentimiento del miedo en toda su amplitud y la consecuencia
más desastrosa la vemos en los niños. El libro Fuego Cruzado[7]
de Marcela Turati, publicado en 2011 es un testimonio desgarrador de lo que
padecen quienes que por azar, se
encontraron en el fuego cruzado de los narcotraficantes. Turati analiza
especialmente a los más vulnerables: los niños que han perdido a sus seres
queridos, o aquellos que han muerto por encontrarse en medio de un tiroteo. En
uno de sus apartados, titulado “Colapsados por el miedo” la investigadora
resume el caos en el que habitan grupos sociales cada vez más extendidos:
Todos los días, en
algún lugar del país se registra un enfrentamiento armado entre las fuerzas
federales y alguno de los grupos criminales. La violencia homicida que recorre
México pisotea vidas, las avienta a una trituradora, las destroza. Cada una de
las balas disparadas deja una huella imborrable. Hace tanto daño como una
bomba. Afecta gente a su paso. Sume en depresión a familias completas. El miedo
las toma de rehén. Tortura a sus miembros hasta en sueños. Incuba enfermedades
en sus organismos. Las arruina económicamente. Se ensaña especialmente contra
los más pobres, a quienes roba más oportunidades y condena a repetir el ciclo
de exclusión. Deja maltrechas sociedades enteras. (2011: 57)
Turati escarba en el tejido social de aquellos que han sido lastimados.
Ve a los niños huérfanos, a las viudas que presenciaron cómo ultimaban la vida
de sus maridos. Todos ellos necesitan terapias especiales a las que no siempre tienen acceso. Pero va
más allá: también subraya el caso de los desaparecidos a quienes el gobierno federal
ha sepultado en el olvido. Recientemente, se han producido a lo largo y a lo ancho
de todo el país manifestaciones masivas de familiares de desaparecidos. Las madres de ellos, las más de las veces, se
plantan en el Zócalo capitalino, o marchan kilómetros para mostrar las fotos de aquellos que ya no
están. Pero las autoridades mexicanas no parecen estar muy interesadas en la
suerte corrida por esos desaparecidos. Turati anota: “Yo desaparezco, salí a comprar agua y me acorralaron; Tú
desapareces, regresabas del establo
cuando te llevaron; él desaparece, viajó
para dar una charla antisecuestros y no llegó a la cita; nosotros desaparecemos,
recorríamos el país vendiendo pinturas
hasta que nos interceptaron… La desaparición masiva de personas, que se
pensaba casi erradicada, resurge como una epidemia que ha originado todo tipo
de relatos escabrosos que ya nadie pone en duda.” (2011: 192), concluye la
periodista.
El miedo es, pues, ese temor que genera la violencia y que se puede
vivir en diferentes planos: uno, claramente reconocible, cuando la agresión es
física y viene directamente hacia nosotros; otra más, cuando nos topamos con la
corrupción, los abusos de los políticos; las trampas a través de la cuales
logran alcanzar sus objetivos más mezquinos en detrimento de una sociedad
lacerada e inmersa en la impotencia y en la desilusión. Es el caso, por señalar
un ejemplo, del Casino Royale, incendiado y baleado el 25 de agosto del 2012 en Monterrey, Nuevo
León. Cincuenta y dos personas murieron en el lugar, bien fuese por la balacera
de que se hizo objeto al casino, o por asfixia, a causa del humo que invadió
todo el local. Se trató de una venganza entre grupos delictivos por un soborno
no entregado. Sin embargo, después del suceso, se conocieron una serie infinita
de irregularidades tanto en este casino como en otros que no tenían sus
permisos en regla; y mucho menos las condiciones físicas adecuadas para evitar
este tipo de tragedias.
Los
militares:
En el caso del narcotráfico existe una
auténtica guerra, porque no sólo se enfrentan los cárteles entre sí, sino
también con militares; o bien son estos últimos quienes arbitrariamente
hostigan, golpean e incluso asesinan a víctimas civiles que nada tenían que ver
con las acciones del narcotráfico. En su
número 1869, fechado el 26 de agosto de 2012, Proceso publica un “Reporte Especial” que intituló: “Testimonios de
la brutalidad militar”. Allí se denuncia, por testimonios de las víctimas de
los grupos militares, las irregularidades continuas en las que incurren los
soldados y marinos que dicen combatir a los actores del crimen organizado, sin
ningún tipo de corrección o vigilancia sobre sus acciones, por parte de las
autoridades.
Uno de los casos más llamativos es el del puerto de San Felipe, en Baja
California; un pueblo de pescadores que se encuentra a doscientos kilómetros de
la frontera con Estados Unidos; es decir, un lugar clave para el trasiego de
enervantes; Gloria Leticia Díaz, periodista que cubrió el evento, señala: “Los
militares sin identificación a la vista, revisan minuciosamente todos los
vehículos. No hay criterios ni protocolos claros en la revisión: pueden tardar
diez minutos o hasta hora y media en hacerlo; o más, si alguien protesta,
cuentan quienes frecuentan el tramo carretero”.[8]
La arbitrariedad con la que trabajan los militares va de la mano de la negativa
por parte del gobierno de la intervención de instituciones como Derechos
Humanos o alguna que pueda denunciar irregularidades. En entrevista a Raúl
Ramírez Baena, director de la Comisión Ciudadana de Derechos Humanos del
Noroeste (CCDH), comentó a la periodista: “Si el C-4 –que atiende llamadas de
emergencia- recibe una denuncia por un allanamiento o por un cateo ilegal, por
una detención arbitraria en la que esté involucrado el Ejército o haya
presencia de vehículos militares u hombres encapuchados vestidos de negro,
tiene instrucciones de no intervenir”[9].
Efectivamente, el sexenio de Felipe Calderón ha sido permanente en el incumplimiento de los Derechos Humanos.
En hacerse la vista gorda frente a denuncias testimoniales, sobre todo en los
Estados del Norte del país, que se enfrenta no sólo a la presencia de los
cárteles y de los militares, sino también a una geografía accidentada, donde el
aislamiento físico es condición inevitable de los pobladores de aquellas zonas.
Si bien podemos anotar páginas de casos de abuso del poder por parte de
los militares, también encontramos otra cara de la moneda. En la Revista
Proceso N° 1824 del 16 de octubre del 2011, vemos un artículo intitulado “Cuando los soldados se
suicidan…” escrito por Gloria Leticia Díaz. La periodista expone el caso de
varios militares que por diferentes razones han sido apresados y pagan penas de
varios años en prisión militar. El estado de depresión en el que se ven
sumergidos ha llevado a 82 miembros del Ejército y 14 efectivos de la Marina al
suicidio que a la fecha de la publicación de la Revista en 2011. Ese era el
número de suicidios de militares y marinos en lo que iba del Sexenio de Felipe
Calderón. En general, los especialistas ven una estrecha relación entre la
experiencia de la violencia a la que se ven sometidos los militares y el deseo
posterior de quitarse la vida. Esta es
otra manera de vivir el miedo.
La vivencia del miedo puede mostrar diferentes caras: las más de las
veces te paraliza, o bien puede generar más agresión, una violencia
descontrolada que alcanza niveles de destrucción absoluta: ese es el suicidio y
lo han perpetrado muchos más individuos de lo que podemos calcular.
Las
Narco Novelas: El miedo desaparece
El trabajo del cronista es más bien de
orden testimonial y la crónica ha sabido recogerlo, dándole un tono humano que
atrae a los lectores. Sin embargo, y de nuevo, todo tiene su opuesto: también
el amarillismo y el morbo es capaz de movilizar a muchos a lecturas asiduas.
Eso ocurre con la afluencia de lectores que ha generado las novelas cuyo tema
es el sicario, el matón a sueldo o incluso las víctimas que se ven envueltas en
el vicio de la droga. Los escenarios en los que se desenvuelven las novelas son
sórdidos y el uso del lenguaje coloquial que fractura el discurso muestra con
más énfasis la ruptura social y la decadencia generalizada. Por ello en las novelas sobre narcos el miedo desaparece para dar paso
al arrojo temerario; el que hace olvidar cualquier límite o alguna expresión de
piedad. Así lo vemos en la mayor parte de las novelas del conocido novelista
Élmer Mendoza cuyos protagonistas suelen provenir de esa atmósfera la más de
las veces macabra donde la destrucción se enseñorea y lo domina todo.
Otros autores que mantienen la línea de
Mendoza y que coinciden en lo antes descrito. Bernardo Fernández con su novela Tiempo de Alcranes con la que obtuvo el premio Semana Negra de
Gijón en el 2006. Juan Antonio Rosado con El
Cerco (2008) o bien José Dimayuga con su novela polifónica ¿Y qué fue de Bonita Malacón? (2007). O
bien Yuri Herrera con Trabajos del reino (2004).
Hay infinidad de escritores que
han incursionado en el tema del narcotráfico y cuyas publicaciones, muy
recientes, han generado ganancias a las editoriales que apuestan por las ventas
masivas con muy buenos resultados. Deberíamos sin embargo no olvidar que muchos
de ellos podrían acentuar el mundo encantado de la riqueza que genera el
narcotráfico y no tanto el cruel, hasta convertirlo en una apología que nadie
pretende fomentar. El miedo, que desaparece muchas veces en la ficción, podría
retomarse para que tuviéramos una imagen más completa de lo que verdaderamente
estamos mostrando.
Este artículo saldrá publicado en pocos meses en la Revista Arenas, de la Universidad Autónoma de Sinaloa.
[1] En la página web: http://www.actualidadliterira.com
. 2007. Revisado el 21 de enero del 2013.
[2] En la página web: http://dlublin.blogs.cervantes.es/encuentros-digitales-virtual-
[3] En la página web: http://es.rsf.org/mexico-el-pais-de-los-cien-periodistas
Actualizado el 22 de noviembre del 2012.
[4] Artículo: “Así era Regina”. Páginas 8 y 9. Revista Proceso. N°1853.
6 de Mayo del 2012.
[5] Mismo Número página 7.
[6] Páginas de la 28 a la 32.
[7] Turati, Marcela: Fuego
Cruzado. (2011). Editorial Grijalbo.
[8] Revista Proceso. N°1869. 26 de agosto del 2012. De la página 7 a la
9.
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