Desde el jueves 21 de
abril he estado literalmente pegada a mi computadora, o mejor dicho, al Netflix
que tengo en ella. El esperado estreno de la serie Pálpito de Leonardo
Padrón que ya venía promoviéndose en los medios, nos convocó a echarle un vistazo.
Pero esa pequeña mirada se convirtió en cuatro días de intenso seguimiento a
los catorce episodios en los que se desarrolla la serie.
Escribo como aficionada que se deleita o rechaza
lo que tiene frente a sus ojos. La serie me atrapó desde el primer minuto. No
hubo periodos lentos o pérdida de atención. La famosa “morosidad narrativa”
estuvo ausente porque incluso las historias secundarias que se desprenden de la
principal mantienen al espectador en la
cresta de la ola, siempre atentos y, también, literalmente, al borde del
asiento.
El tema, desde luego,
es impactante y absolutamente pertinente en nuestras sociedades acostumbradas a
los atajos, a las vías alternas para resolver conflictos o dramas humanos de
largo aliento: la venta de órganos en el mercado negro como la aparente única
opción para salvar las vidas de aquellos que han sido registrados en una larga
fila de espera en la que no llega el turno tan ansiado.
La protagonista, Camila, padece de una
dolencia de corazón que solo podrá subsanarse con un trasplante. A partir de allí
se desencadena una trama ágil, donde los hechos hablan, mostrándonos la
personalidad, los valores y la visión del mundo de cada uno de los personajes.
De esas miradas singulares se orquestará una trama que se balancea entre la
tragedia más aviesa al drama que busca salidas desesperadamente. Los alcances son épicos pues ese mercado negro de órganos
no se detiene en ningún tipo de consideración, solo complacer a un cliente dispuesto
a pagar cualquier suma de dinero y a destruir sin contemplaciones la vida
ajena.
Sin embargo, los personajes están delineados
desde la complejidad. No hay blancos o negros, buenos o malos. Quienes actúan yéndose
hacia el abismo o hacia la salvación, se ven motivados por razones humanas de
peso que obnubilan cualquier otra posibilidad. Zacarías Cienfuegos, por
ejemplo, el novio y después el marido de Camila ve un panorama incierto en la
espera de ese órgano mezquino que no se presenta. También Simón Duque, sobreviviente de una mujer sana que será
sacrificada, enarbola la bandera de la venganza como único móvil para continuar
con su maltrecha vida. O la misma Camila sumergida en el terrible pantano de la
culpa frente a lo que irá descubriendo sobre la vida y muerte de su donante.
La actuación impecable de todos sus personajes,
aunada a la producción de alto costo y extraordinarios escenarios de una Bogotá
efervescente donde cabe lo justo y también lo fatídico, la maldad junto a lo
bueno. Es un enorme caleidoscopio, reflejo de lo que somos y de lo que podemos
ser, en ese devaneo interminable que nos da, siempre, la vida.
El guión está repleto de la presencia omnisciente de Leonardo Padrón. La poesía campea a su gusto en esas líneas que, magistralmente, nos regala el poeta que habita en él desde siempre.
La experiencia de Leonardo de muchos años en
la pantalla chica es el mejor acicate para este salto a la plataforma de
Netflix. Esperemos que haya una segunda
temporada en la que los reveses no resueltos alcancen en esta segunda parte el
mejor puerto posible.
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