Guadalupe
Isabel Carrillo Torea
En
mis clases de creación literaria suelo ofrecer a mis alumnos alternativas
temáticas para sus narraciones, descripciones, ensayos…Todavía estamos en el
periodo de las narraciones. Les propuse que contaran cómo podría ser, o como ha
sido para ellos, un día feliz.
Los resultados son, obviamente, muy
diversos. Leí a aquellos que esperan su día feliz en la maravillosa boda que
quizás protagonicen. O a otros que aguardan el momento de su graduación y
también a los aficionados a los deportes
que calculan la felicidad en una
equivalencia de goles.
Todo es válido porque el ser humano está
lleno de matices, de intereses y de modos de ver la vida; unos más ingenuos que
otros, hay aquellos que lo traducen en éxitos, en aventuras, en metas
alcanzadas. Sin embargo hubo tres textos
que me llevaron a reflexionar sobre lo que ahora escribo. Uno, muy ingenioso y
con sensibilidad apacible, tituló su narración “Cortázar 402”. Cualquier
entendido recuerda al escritor argentino y desde él lee el texto: El chico
subía escaleras, cruzaba pasillos cortos y se instalaba junto a la serenidad
del abuelo que distraía su vejez frente al televisor. Nuestro narrador escuchaba
el llamado de la abuela, ofreciéndole café con leche y roscas de chocolate. Nieto
y abuelo respondían al unísono un
efusivo ¡Sí!
En la siguiente escena los tres disfrutaban del
aroma del café que se confundía con la placidez de la tarde. La pasarían juntos
en el diálogo, en la grata intrascendencia de un maratón de películas de acción
y, por supuesto, en la extraordinaria compañía de los Titos, como -advierte el
chico- bautizó desde siempre a aquellos ancianos que le otorgan esos momentos,
para él irrepetibles. Como cierre del relato el chico lanza el desiderátum de
continuar siempre disfrutando esos días en el apartamento de los Títos, del
edificio “Cortázar 402”.
Este chico tiene 21 años y lo arriba narrado
es, para él, lo más cercano a un día de felicidad.
El siguiente texto lo escribió una
compañera. La tarde presente allí, con
el sol arropándola en el jardín de su casa. Ella estaba con Molly y Cazador.
Acariciaba su pelambre y ellos rumiaban el placer, cerraban los ojos y parece
que sonreían. Ese momento mágico se prolongó por horas en las que ella y ellos
sentían algo muy parecido a la plenitud.
¿Qué es, entonces, la felicidad? ¿Sensaciones,
vivencias empapadas de gratitud o ese estado de serenidad que puede inundarte
incluso en medio de la soledad? ¿Es la posibilidad de estar con los que amas,
con los que te sientes en armonía?
Creo que todo lo anterior es parte de ese
mosaico llamado felicidad; pero me inclino más a dibujarla como el equilibrio
interior que te salva de adversidades inesperadas, de tragedias personales o
dramas colectivos. Jorge Luis Borges señaló en la cima de su vejez: “Al cabo de
los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa
un día en que no estemos un instante en el paraíso”.
Sin aspiraciones ingenuas, sin obviar el dolor
que inunda a muchos, me alegra saber que eso llamado felicidad puede ser un
huésped cotidiano.
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