Guadalupe I Carrillo T
Acabamos
de regresar al trabajo después de dos semanas de gratas vacaciones. Esos días
en los que me sumergí en mi bosque, en los pinos centenarios, también pude
hacerlo en lecturas que me alejaran de la cotidianidad universitaria. Escogí
para leer un libro que hacía días me
había llamado la atención: La Hora Violeta, del escritor y periodista español Sergio del
Molino.
Ese título seductor, que alude a la hora de la tarde en que cae el sol y todo pareciera violeta, vino de la mano del contenido: narrar la
terrible vivencia de la muerte de su hijo Pablo, a quien le fue diagnosticada una leucemia fulminante.
Pablo tenía diez meses de edad cuando encontraron su sangre alterada y no llegó
a cumplir los dos años.
El
tópico podría llamar a la desmesura emocional, sin embargo el autor
logra conjugar el dolor, en su más puro estado, con esa ternura ancestral que
siente un padre por su hijo y que suaviza el tono desgarrado: Sergio del Molino
buscará, afanosamente, entre agujas, sábanas y paredes de hospital la infancia
cristalina que se le va de las manos al hijo:
Hijo,
¿qué te duele, qué puedo hacer? En tu cuna respiras y transpiras con los ojos
abiertos, mirando algo que no está aquí, concentrado en tu dolor. Como un
animal herido en el bosque, me digo. Casi puedo oler la alfombra de agujas de
pino que hay bajo tu cara, y la fragancia de la resina, y escuchar el zumbido
de las cigarras y ver los puntos de sol entre las ramas de los árboles. Y tú
ahí, yaciente, como un jabalí alanceado que espera la llegada de los perros,
ese impertinente galgo que te olisqueará para comprobar que sigues vivo. La
cara contra las agujas de pino, el bosque borrándose de tu cuerpo. Animal
herido, mi hijo. Animal herido, Pablo.
El libro cubre un amplio espectro vivencial:
desde que Pablo padece una crisis aguda de fiebre, pasando por el momento en
que se les comunica al autor y a su esposa el diagnóstico de la leucemia
mieloide, para dar paso a la experiencia del hospital, la más larga, la más
desgastante. Hay una mirada atenta a sí mismo, a la torpeza con la que vive el desconcierto
de una cotidianidad inédita y, por ello, aplastante: “Despierto ahogado,
respirando muy deprisa y con mucho sudor. Me cuesta entender dónde estoy, y el
sonido pautado y metódico de la bomba que infunde quimioterapia a mi hijo tarda
unos segundos en devolverme una leve sensación de realidad”.
La consigna del discurso, de principio a
fin, es la de no dejarse vencer por el sufrimiento, la de otorgarle al hijo un
acompañamiento sereno, dibujar la esperanza cada día, apostar por la vida. Por
ello el discurso no cae en demagogias sentimentales, ni en tonos de tragedia
delirante. Encontramos risas, y ecos infantiles por todas partes:
Pablo,
en su trono, centro del mundo. Como cualquier otro niño en su primer
cumpleaños, no entiende por qué hay tanto tío y tanto abuelo a su alrededor,
pero no se muestra tímido ni asfixiado. Le gusta el ambiente de juerga, después
de tantas semanas de encierro y silencio hospitalario. Le encanta que la gente
que lo rodea no lleve batas blancas y solo tenga intención de besarle y darle
regalos.
Hay, pues, un rescate del Pablo niño, de
Pablo, un bebé que apenas balbucea el afecto de familia y amigos. A través de
sus páginas, el autor logra presentar el privilegio de la paternidad, del amor
a ese pequeño que lo cubre todo. Tiene, además, el pudor de omitir los últimos
días de su hijo, para hablarnos del tiempo posterior. De los cambios en sus
vidas, de la ausencia en el hogar. El escritor fantasea con la posibilidad de
hacer de su hijo un personaje feliz, y con un gesto de elocuente ternura nos
dirá:
Si
Pablo fuera mi personaje, no habría muerto. Viviría para siempre en una
habitación de hotel como el astronauta de Kubrick…Si yo pudiera inventarme esta
historia, comerías tantas perdices que nos saldrían picos y alas. Y no habría
nadie en todo Saskatoon, ni en todo Canadá, ni en todo el hemisferio norte que
se riera tan alto y con tanta alegría como mi hijo. Pero esta historia la han
escrito otros por mí. Yo solo la estoy llorando. ( Página 277)
Recomiendo estas páginas que no salen de la
ficción. Se presentan como la crónica de un hombre que unge sus demonios sentimentales
a través de la palabra, de la honestidad con que escribe este andar,
inexorablemente, hacia la muerte del hijo. Es una despedida en la que, contradictoriamente, se eterniza la breve vida de Pablo en esas páginas que lo regresan, lo convocan, lo abrazan en el recuerdo.
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