Guadalupe I Carrillo T
Hace unos meses, revisando blogs de literatura que tanto
disfruto –los blogs son altamente recomendables, doy fe de ello- me encontré
con el nombre de una escritora colombiana a la que nunca había leído. Se llama
Piedad Bonnett. Ha escrito varias novelas, ha recibido premios literarios por
su obra poética; también publica en la
página web Prodavinci que convoca a excelentes articulistas de toda América
Latina. Es una mujer inteligente y ha logrado plasmar su talento en la
maravillosa forma de las palabras.
En 2013 Alfaguara
publicó su última novela Lo que no tiene
nombre. La radicalidad de la expresión anuncian la temática trágica de la
obra. Piedad Bonnett nos relata la experiencia más triste que podría vivir un ser humano: la muerte de un hijo por
mano propia. Daniel, su hijo de 28 años recién cumplidos, saltó al vacío desde
la azotea del edificio donde vivía en la ciudad de Nueva York, en la que se
encontraba estudiando hacía meses una maestría.
El reto que supone
para una escritora que en esas páginas es también madre adolorida, literalmente
con herida de muerte, enfrentar a través de las palabras esta historia de
pesadumbre es una labor ímproba. Supone
la entereza de nombrar el dolor, de verlo frente a frente, de no caer en
lamentos desesperados. Supone, en definitiva, la difícil búsqueda de la
objetividad unida a la ternura materna y a la realidad que de tan trágica
pareciera que no se toca nunca. Y sin embargo Piedad Bonnett logra combinar
todos estos elementos llevada por la honestidad que da la palabra que nombramos
con valentía. Ella nos dirá: “Daniel se mató, repito una y otra vez en mi
cabeza, y aunque sé que mi lengua jamás podrá dar testimonio de lo que está más
allá del lenguaje, hoy vuelvo tercamente a lidiar con las palabras para tratar
de bucear en el fondo de su muerte, de sacudir el agua empozada, buscando, no
la verdad, que no existe, sino que los rostros que tuvo en vida aparezcan en
los reflejos vacilantes de la oscura superficie” (2013: 20, 21).
La obra, de carácter
testimonial, que no busca la ficción sino la representación de la vida personal
o de tragedia familiar, comienza con la llegada de los parientes al edificio en
el que residía su hijo Daniel. Ya ocurrió el tétrico suicidio y van a buscar
sus pertenencias, van a cremar su cuerpo, a cerrar el ciclo de una vida cuyo
sufrimiento tenía que detenerse. Más adelante se va al pasado y a la
explicación de una muerte ceñida a la juventud plena. Su hijo padecía un trastorno psíquico de grandes dimensiones desde hacía casi una
década y las alucinaciones, las crisis depresivas, las voces que le decían que
se matara venían a él una y otra vez.
La voz de Bonnett
busca el exorcismo del dolor, quiere quitarse el estigma que socialmente se
encaja en el alma de aquellos han padecido la pérdida de un ser querido a
través del suicidio. Ella lo enfrenta como si se encontrara en un ring de boxeo,
esperando los golpes de su oponente: “La noticia de que se trató de un suicidio
hace que muchos bajen la voz, como si estuvieran oyendo hablar de un delito o
de un pecado…Y es que la sola palabra suicidio asusta a muchos interlocutores.
En varios de los correos que recibo se habla de “lo que ha sucedido” o
simplemente se soslaya el hecho mismo con expresiones como “te acompaño en
estos momentos” o “te pienso todo el tiempo”. (2013: 77).
La edición del
libro, cuidada con la ternura de la pérdida, de la añoranza infinita, añade en cada uno de los capítulos pinturas
dibujadas por Daniel. Su condición de artista que quería dedicarse al dibujo a
tiempo completo fue otras de las grandes incomprensiones que vivió. Más de uno
lo desanimó ante la incongruencia social de quienes no pueden vivir del arte. Y
él se alejó de su vocación para evocar otros demonios.
La obra es pues una
suerte de terapia personal en la que
pretende comprender al hijo, a su enfermedad, a las irremediables motivaciones
que lo llevaron a correr para encontrarse con la muerte. Así nos dice: “No voy
a pronunciar el nombre de esta enfermedad, piensa el médico, porque no quiero
rotularlo, no quiero condenarlo, no voy a hacerle perder las esperanzas y
sumergirlo en la desesperación. Porque no hay enfermedades sino pacientes. No
voy a pronunciar ese nombre, dice el enfermo, porque van a huir de mi, porque
me abandonarán, porque me recluirán, porque no me amarán ni se casarán conmigo.
Porque me mirarán con miedo. No voy a pronunciar ese nombre, dice el padre,
dice la madre, porque no puede ser, no puede ser, no puede ser”. (101).
Como muchas de los
desaciertos de la ciencia o de quienes la ejercen, a Daniel le recetaron un
medicamento para un acné galopante que acosaba su cara de adolescente. Sin
embargo la medicina estaba llena de contra indicaciones que no fueron
supervisadas y que incluían la posibilidad de que brotaran enfermedades
psíquicas de largo alcance. Allí
empezaron los trastornos, que más adelante se desatarán como una tormenta
invernal: “…su hermana nos llama a decirnos que lo nota “raro”: que habla de
sus opciones de vida, que no duerme, que sale a dar paseos y regresa de
inmediato, que tiene súbitos accesos de llanto y que acaba de decirle que tiene
miedo de que lo aprese la policía. Con el corazón encogido de dolor y
estupefacción le digo que lo devuelva de inmediato, en el vuelo más próximo”
(139)
No se trata de una
novela, no es un diario, tampoco una crónica. Es reflexión frente a esa derrota
que se llama muerte, que se enuncia como dolor impalpable, de tan grande y tan
hondo. Recomiendo su lectura. Son
páginas de honestidad desgarrada y de afecto absoluto escritas a través de una
bella prosa que invita a la lectura.
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