lunes, 9 de septiembre de 2013

LA TOLERANCIA UNIVERSITARIA


Guadalupe I Carrillo T

 

Toda mi vida he ejercido la docencia. En los años universitarios, mientras estudiaba mi carrera de Letras, estuve frente a adolescentes de secundaria. Fueron tiempos difíciles porque tenía 18 años, así que mi edad era muy cercana a la de mis alumnas; todas, ellas y yo adolecíamos de muchas experiencias y de la serenidad que nos da el fragor de los días. Más adelante me dieron la oportunidad de dictar clases en la preparatoria, que para mí supuso una gran hazaña. Seguía en la veintena de la vida y disfruté realmente a los chicos que ya apreciaban más el conocimiento y el amor por la literatura.

   Ahora, a mis 50 años, bien puestos y mejor vividos; con la preparación y el sudor que nos regalan los doctorados, siento que estoy en un  momento ideal de mi actividad docente. Puedo compartir con estudiantes de licenciatura, maestría y doctorado. La sensación de aire fresco que me invade cuando estoy con los alumnos es intransferible. Esto, en lo que aún creo, ha pasado también por turbulencias y desconciertos. El tiempo largamente invertido en la convivencia con los chicos nunca quitará de mi diccionario personal la palabra “asombro”. Porque somos distintos, cada quien con  su historia; porque el cruce de unos y otros nos regalan páginas a esa biografía que escribimos.

   El asombro tiene también sus bemoles. Altos, bajos, intermedios. Mi asignatura de creación literaria que doy en la facultad de Ciencias Políticas y Sociales es optativa; el número de estudiantes varía radicalmente de un semestre a otro. Se trabaja al modo de taller. Los alumnos escriben, leen en clase, compartimos sus experiencias;  mi trabajo es acompañarlos para que la literatura se transforme en el decir; en el trazo y la metáfora; en historias que relatan y los convierte en espejos de ellos mismos. En aquel semestre que ahora recuerdo el grupo fue pequeño. Siete alumnos que sentían el escozor intelectual por la escritura. Dos de ellos eran pareja. La chica asimilaba extraordinariamente bien no solo instrucciones, sino lecturas, modos discursivos. Ambos eran ingeniosos, muy originales en su modo de escribir. Tenían tantas lecturas como las que podría tener un estudiante de licenciatura en letras, aunque ellos estudiaban comunicación.

   El entusiasmo que me regalaron con el buen nivel empezó a opacarse lentamente. Al chico, con su pelo largo hasta los hombros, le ocurría algo. Su carácter empezó a enrarecerse. Se sentaba en el pupitre, bajaba la cabeza, se colocaba la capucha  y solo miraba a la mesa de madera que tenía enfrente. Así un día, dos; semanas enteras y el comportamiento seguía idéntico. A eso se añadieron sus textos. En general les doy el tema que van  a abordar para las prácticas. Este era una presentación personal. Quién eres, cómo te ves, qué hay dentro de ti. La advertencia de que la lectura va a ser pública les permite seleccionar lo que desean que otros oigan y lo que prefieren reservarse. Alan, que así llamaré a mi alumno, quiso leer su texto. Mi alegría inicial empezó a enturbiarse. Alan leía su rabia en tonos hiperbólicos. Hablaba de “las vaginas resecas de sus compañeras de clase”, de “la frigidez femenina siempre presente”, de la “próstata inflamada”…todo era deformidad, senilidad prematura, llagas y pústulas en la memoria que no le permitían ver más allá. No hubo un solo atisbo de ternura en su texto. La abyección era la dominante.

   No suelo hacer juicios morales a los textos de mis alumnos. Me gusta que se expresen con libertad, que entiendan, en la práctica, que la literatura verbaliza al hombre y como tal, podría también tocar historias poco edificantes. En esa ocasión me abstuve de preguntarle por qué la amargura empañaba su escritura. Preferí esperar a los siguientes textos.

   Las semanas pasaban y Alan mantenía ese comportamiento errático que encajaba a la perfección con sus escritos. A pesar de que yo  había hecho un gran esfuerzo por ignorar las anomalías o el tono agresivo de sus lecturas, tuve que manifestarme. Les había pedido que narraran un evento. Él escribió lo que quiso. Se trataba de un texto abigarrado, laberíntico que nada tenía que ver con una narración. Al finalizar le dije: “Yo no pedí ese tema; creo que tendrás que repetirlo”. Se levantó furioso, arrugó el papel y lo tiró al suelo, empujó la silla en la que yo me encontraba y salió del aula dando un portazo.

   Continué la clase como si no hubiera pasado nada pero mi paciencia había llegado a su fin. Busqué al coordinador de la licenciatura y le expuse lo que había estado ocurriendo. Su explicación me despejó el horizonte de dudas: el chico consumía, o había consumido, drogas fuertes durante muchos años y eso había provocado en él una inclinación inevitable a la depresión. Se manifestaba además con muchos picos. De pronto estaba eufórico o sencillamente llegaba enmudecido, miraba el pupitre sin levantar la cabeza hasta que la clase finalizaba y se iba.

El coordinador fue muy comprensivo y ofreció ayudarme hablando con Alan. El cambio fue notable, asumió un tono más cordial y trató de ceñirse a la dinámica de la clase. Aún así el tono retador no desapareció, sencillamente se suavizó porque el añadido de Alan era sentirse no solo escritor sino intelectual de tiempo completo. Me pedía que trabajáramos a los poetas simbolistas, adoraba la poseía de Baudelaire, su vida bohemia y descentrada. Su apego a lo impronunciable era evidente y las clases no habían dejado de ser un campo de batalla en el que ambos medíamos fuerzas.

   Mi mayor preocupación fue darme cuenta de que realmente me sentía retada por el chico. Incluso llegué a sentir temor de sus reacciones, hasta que lo racionalicé.  Era el último examen. Les había pedido que leyeran El Túnel de Ernesto Sábato. La brevedad de la novela y la trama atrae mucho a los chicos que solían devorarla en menos de una semana, pues su protagonista es un pintor que padece problemas de orden emocional severos. Anoté varias preguntas para comprobar la comprensión y lectura de la novela, entre ellas,  qué impresión habían tenido del personaje femenino: María Iribarne. Les proponía que explicaran por qué podíamos hablar de ella como un personaje enigmático, pues su silencio frente al desenfrenado cuestionamiento de Juan Pablo Castel ante todo lo que ella hacía,  la convertían en un enigma. Al final del examen comenté a los chicos que les daría revisión de sus documentos en la siguiente clase.

   Cuando leí las respuestas de Alan me quedé petrificada. Decía grosso modo lo siguiente: “María Iribarne no es un personaje enigmático. Ella es una puta, puta, puta, puta, que juega con los hombres y está hueca y parece miembro del SNI”. Además de los adjetivos propinados a María Iribarne, de la simpleza con la que abordaba las respuestas, añadía algo totalmente fuera de contexto. Hablaba del SNI, el Sistema Nacional de Investigadores, al que pertenecen aquellos cuya producción es evaluada por el CONACYT, Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y que goza de gran prestigio nacional en el ambiente universitario. Ser miembro del SNI es el pedigrie de todo investigador.

   Esto ya no lo podía dejar pasar. Hablé con el director de la facultad que me pidió un comentario detallado del comportamiento de Alan para pasar el caso a Consejo Universitario y plantear la posible expulsión del alumno. Pero yo no estaba tranquila. Hacer esto último era reconocer que no había podido con él. Que su violencia interior había aniquilado mi entereza y mi destreza como profesora. Y decidí enfrentarlo directamente.

   El día de la revisión del examen los hice entrar uno por uno, ya sabemos que  Fuenteovejuna funciona a las mil maravillas en recintos universitarios y quise desarmarlo en la soledad del tú a tú. Cuando entró le pregunté con el examen en la mano: ¿Qué es esto? Él se sintió desconcertado. Y ya continué yo: le dije lo que me había callado todo el semestre. Su indolencia, la agresividad que siempre protagonizó llegaban al colmo con el comentario que había escrito. “Este es un examen, continué,  esta es una universidad. No puedes expresarte como si estuvieras en una cantina”. Luego lo desarmé aún más cuando le dije lo machista que era. Me miró con cara de horror. Él se consideraba absolutamente liberal, sentía que trataba a las mujeres como sus iguales porque en esa anarquía interior en la que residía desde hacía años todo era válido. Le dije de inmediato: “Si no fueras machista por qué tendría que ser ella puta; estar con varios hombres no la hace puta. Pero es que además, no lo dijiste una sola vez; tenías que repetirlo como una letanía”.

   Añadí como colofón que estaba pensando en  llevar su caso al Consejo Universitario. Su actitud cambió por completo. Pidió sinceras disculpas y entendió, o así lo creo ahora, que el descontrol reinante lo cegaba y lo hacía incapaz de convivir con los demás. “No pensé que fuese una falta de respeto hacia usted”, me dijo. “No me gustó la novela y tampoco el personaje”, “por eso me expresé así”. Los límites entre unos seres humanos y otros tienen tan diversas interpretaciones que nos llevan a dudar  dónde está la línea tenue en que podríamos  irrespetarnos. Alan reprobó el examen, no así la asignatura en la que había alcanzado un escaso aprobatorio. Me sentí aliviada. Siempre, siempre hay que enfrentar lo que nos reta. La justicia, la valentía, el reconocimiento personal no es un don, es un trabajo del día a día.

  

 

 

  

2 comentarios:

  1. ¡Qué lío con el compañero Alan! A pesar de la dificultad que suponía tratar con un chico de sus características, usted impuso con maestría su temple y su paciencia. Y vaya que de esta última tuvo mucha. Pese a cualquier experiencia, por dura que ésta sea, uno no puede dejar de lado el lugar al que pertenece ni las normas a las que está sujeto. Alan lo olvidó -o lo ignoró- al momento de plantear sus percepciones en el examen señalado; vamos, a fin de cuentas pertenecía a una institución educativa que se rige por ciertos patrones, de los cuales no se puede desligar así como así. Quizás si María le pareció una "puta" pudo haberlo externado de una manera más sutil y menos ofensiva. Por lo demás, la fluidez de su escritura facilita y envuelve en la lectura. Dan ganas de conocer algunas otras anécdotas con alumnos, que dada su experiencia deberán ser muchas. En fin, El túnel fue una novela que disfruté mucho cuando tuve el placer de ser su alumno.

    Bulmaro Mtz. Ricaño

    ResponderEliminar
  2. Brillante plima. Tanto el texto como el abordaje de la situación. Cómo me gustaría ser su alumno y participar en su curso de creación litearia.

    ResponderEliminar