Toda
mi vida he ejercido la docencia. En los años universitarios, mientras estudiaba
mi carrera de Letras, estuve frente a adolescentes de secundaria. Fueron
tiempos difíciles porque tenía 18 años, así que mi edad era muy cercana a la de
mis alumnas; todas, ellas y yo adolecíamos
de muchas experiencias y de la serenidad que nos da el fragor de los días. Más
adelante me dieron la oportunidad de dictar clases en la preparatoria, que para
mí supuso una gran hazaña. Seguía en la veintena de la vida y disfruté realmente
a los chicos que ya apreciaban más el conocimiento y el amor por la literatura.
Ahora, a mis 50 años, bien puestos y mejor
vividos; con la preparación y el sudor que nos regalan los doctorados, siento
que estoy en un momento ideal de mi
actividad docente. Puedo compartir con estudiantes de licenciatura, maestría y
doctorado. La sensación de aire fresco que me invade cuando estoy con los
alumnos es intransferible. Esto, en lo que aún creo, ha pasado también por
turbulencias y desconciertos. El tiempo largamente invertido en la convivencia
con los chicos nunca quitará de mi diccionario personal la palabra “asombro”.
Porque somos distintos, cada quien con
su historia; porque el cruce de unos y otros nos regalan páginas a esa
biografía que escribimos.
El asombro tiene también sus bemoles. Altos,
bajos, intermedios. Mi asignatura de creación literaria que doy en la facultad
de Ciencias Políticas y Sociales es optativa; el número de estudiantes varía
radicalmente de un semestre a otro. Se trabaja al modo de taller. Los alumnos
escriben, leen en clase, compartimos sus experiencias; mi trabajo es acompañarlos para que la
literatura se transforme en el decir; en el trazo y la metáfora; en historias
que relatan y los convierte en espejos de ellos mismos. En aquel semestre que
ahora recuerdo el grupo fue pequeño. Siete alumnos que sentían el escozor
intelectual por la escritura. Dos de ellos eran pareja. La chica asimilaba
extraordinariamente bien no solo instrucciones, sino lecturas, modos
discursivos. Ambos eran ingeniosos, muy originales en su modo de escribir.
Tenían tantas lecturas como las que podría tener un estudiante de licenciatura
en letras, aunque ellos estudiaban comunicación.
El entusiasmo que me regalaron con el buen nivel
empezó a opacarse lentamente. Al chico, con su pelo largo hasta los hombros, le
ocurría algo. Su carácter empezó a enrarecerse. Se sentaba en el pupitre,
bajaba la cabeza, se colocaba la capucha
y solo miraba a la mesa de madera que tenía enfrente. Así un día, dos;
semanas enteras y el comportamiento seguía idéntico. A eso se añadieron sus
textos. En general les doy el tema que van
a abordar para las prácticas. Este era una presentación personal. Quién
eres, cómo te ves, qué hay dentro de ti. La advertencia de que la lectura va a
ser pública les permite seleccionar lo que desean que otros oigan y lo que
prefieren reservarse. Alan, que así llamaré a mi alumno, quiso leer su texto.
Mi alegría inicial empezó a enturbiarse. Alan leía su rabia en tonos
hiperbólicos. Hablaba de “las vaginas resecas de sus compañeras de clase”, de
“la frigidez femenina siempre presente”, de la “próstata inflamada”…todo era
deformidad, senilidad prematura, llagas y pústulas en la memoria que no le
permitían ver más allá. No hubo un solo atisbo de ternura en su texto. La
abyección era la dominante.
No suelo hacer juicios morales a los textos
de mis alumnos. Me gusta que se expresen con libertad, que entiendan, en la
práctica, que la literatura verbaliza al hombre y como tal, podría también
tocar historias poco edificantes. En esa ocasión me abstuve de preguntarle por
qué la amargura empañaba su escritura. Preferí esperar a los siguientes textos.
Las semanas pasaban y Alan mantenía ese
comportamiento errático que encajaba a la perfección con sus escritos. A pesar
de que yo había hecho un gran esfuerzo
por ignorar las anomalías o el tono agresivo de sus lecturas, tuve que
manifestarme. Les había pedido que narraran un evento. Él escribió lo que
quiso. Se trataba de un texto abigarrado, laberíntico que nada tenía que ver
con una narración. Al finalizar le dije: “Yo no pedí ese tema; creo que tendrás
que repetirlo”. Se levantó furioso, arrugó el papel y lo tiró al suelo, empujó
la silla en la que yo me encontraba y salió del aula dando un portazo.
Continué la clase como si no hubiera pasado
nada pero mi paciencia había llegado a su fin. Busqué al coordinador de la
licenciatura y le expuse lo que había estado ocurriendo. Su explicación me
despejó el horizonte de dudas: el chico consumía, o había consumido, drogas
fuertes durante muchos años y eso había provocado en él una inclinación
inevitable a la depresión. Se manifestaba además con muchos picos. De pronto
estaba eufórico o sencillamente llegaba enmudecido, miraba el pupitre sin
levantar la cabeza hasta que la clase finalizaba y se iba.
El
coordinador fue muy comprensivo y ofreció ayudarme hablando con Alan. El cambio
fue notable, asumió un tono más cordial y trató de ceñirse a la dinámica de la
clase. Aún así el tono retador no desapareció, sencillamente se suavizó porque
el añadido de Alan era sentirse no solo escritor sino intelectual de tiempo
completo. Me pedía que trabajáramos a los poetas simbolistas, adoraba la poseía
de Baudelaire, su vida bohemia y descentrada. Su apego a lo impronunciable era
evidente y las clases no habían dejado de ser un campo de batalla en el que
ambos medíamos fuerzas.
Mi mayor preocupación fue darme cuenta de
que realmente me sentía retada por el chico. Incluso llegué a sentir temor de
sus reacciones, hasta que lo racionalicé.
Era el último examen. Les había pedido que leyeran El Túnel de Ernesto Sábato. La brevedad de la novela y la trama
atrae mucho a los chicos que solían devorarla en menos de una semana, pues su
protagonista es un pintor que padece problemas de orden emocional severos.
Anoté varias preguntas para comprobar la comprensión y lectura de la novela,
entre ellas, qué impresión habían tenido
del personaje femenino: María Iribarne. Les proponía que explicaran por qué
podíamos hablar de ella como un personaje enigmático, pues su silencio frente
al desenfrenado cuestionamiento de Juan Pablo Castel ante todo lo que ella
hacía, la convertían en un enigma. Al
final del examen comenté a los chicos que les daría revisión de sus documentos
en la siguiente clase.
Cuando leí las respuestas de Alan me quedé
petrificada. Decía grosso modo lo siguiente: “María Iribarne no es un personaje
enigmático. Ella es una puta, puta, puta, puta, que juega con los hombres y
está hueca y parece miembro del SNI”. Además de los adjetivos propinados a
María Iribarne, de la simpleza con la que abordaba las respuestas, añadía algo
totalmente fuera de contexto. Hablaba del SNI, el Sistema Nacional de
Investigadores, al que pertenecen aquellos cuya producción es evaluada por el
CONACYT, Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y que goza de gran prestigio
nacional en el ambiente universitario. Ser miembro del SNI es el pedigrie de todo
investigador.
Esto ya no lo podía dejar pasar. Hablé con
el director de la facultad que me pidió un comentario detallado del
comportamiento de Alan para pasar el caso a Consejo Universitario y plantear la
posible expulsión del alumno. Pero yo no estaba tranquila. Hacer esto último
era reconocer que no había podido con él. Que su violencia interior había
aniquilado mi entereza y mi destreza como profesora. Y decidí enfrentarlo
directamente.
El día de la revisión del examen los hice
entrar uno por uno, ya sabemos que
Fuenteovejuna funciona a las mil maravillas en recintos universitarios y
quise desarmarlo en la soledad del tú a tú. Cuando entró le pregunté con el
examen en la mano: ¿Qué es esto? Él se sintió desconcertado. Y ya continué yo:
le dije lo que me había callado todo el semestre. Su indolencia, la agresividad
que siempre protagonizó llegaban al colmo con el comentario que había escrito. “Este
es un examen, continué, esta es una
universidad. No puedes expresarte como si estuvieras en una cantina”. Luego lo
desarmé aún más cuando le dije lo machista que era. Me miró con cara de horror.
Él se consideraba absolutamente liberal, sentía que trataba a las mujeres como
sus iguales porque en esa anarquía interior en la que residía desde hacía años
todo era válido. Le dije de inmediato: “Si no fueras machista por qué tendría
que ser ella puta; estar con varios hombres no la hace puta. Pero es que
además, no lo dijiste una sola vez; tenías que repetirlo como una letanía”.
Añadí como colofón que estaba pensando
en llevar su caso al Consejo
Universitario. Su actitud cambió por completo. Pidió sinceras disculpas y
entendió, o así lo creo ahora, que el descontrol reinante lo cegaba y lo hacía
incapaz de convivir con los demás. “No pensé que fuese una falta de respeto
hacia usted”, me dijo. “No me gustó la novela y tampoco el personaje”, “por eso
me expresé así”. Los límites entre unos seres humanos y otros tienen tan
diversas interpretaciones que nos llevan a dudar dónde está la línea tenue en que podríamos irrespetarnos. Alan reprobó el examen, no así
la asignatura en la que había alcanzado un escaso aprobatorio. Me sentí
aliviada. Siempre, siempre hay que enfrentar lo que nos reta. La justicia, la valentía, el reconocimiento personal no es
un don, es un trabajo del día a día.
¡Qué lío con el compañero Alan! A pesar de la dificultad que suponía tratar con un chico de sus características, usted impuso con maestría su temple y su paciencia. Y vaya que de esta última tuvo mucha. Pese a cualquier experiencia, por dura que ésta sea, uno no puede dejar de lado el lugar al que pertenece ni las normas a las que está sujeto. Alan lo olvidó -o lo ignoró- al momento de plantear sus percepciones en el examen señalado; vamos, a fin de cuentas pertenecía a una institución educativa que se rige por ciertos patrones, de los cuales no se puede desligar así como así. Quizás si María le pareció una "puta" pudo haberlo externado de una manera más sutil y menos ofensiva. Por lo demás, la fluidez de su escritura facilita y envuelve en la lectura. Dan ganas de conocer algunas otras anécdotas con alumnos, que dada su experiencia deberán ser muchas. En fin, El túnel fue una novela que disfruté mucho cuando tuve el placer de ser su alumno.
ResponderEliminarBulmaro Mtz. Ricaño
Brillante plima. Tanto el texto como el abordaje de la situación. Cómo me gustaría ser su alumno y participar en su curso de creación litearia.
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