Vivir en el bosque tiene un sin fin de atractivos, y también
muchas limitaciones que superar. Llueve sin parar durante más de seis meses, los
rayos caen con la intensidad de las tormentas y eso supone estar sin luz
eléctrica durante cinco o seis días. Digamos que los servicios básicos de
cualquiera se ven afectados de manera radical cuando vives en este paisaje.
Entre otras cosas, cuando llegamos aquí nos dijeron que no tendríamos toma de
agua y que era indispensable una cisterna que llenaríamos con los camiones de
pipas. Tomando en cuenta los cuidados necesarios la pipa derramada nos podría durar un mes.
Habíamos cumplido
dos años en estas alturas cuando nos dimos cuenta que el agua apenas nos duraba
una semana. En ese lapso de tiempo perdíamos diez mil litros del preciado líquido. Era
inevitable; había que vaciar la cisterna para reparar la fuga. Así lo hicimos
después de varios días de extraer el agua con cubetas que entraban y salían de
nuestra cisterna mientras los huesos crujían del esfuerzo de agacharse e
incorporarse. Arriba, abajo. Recoges el agua, la amarras a una cuerda, la subes,
vuelves a bajar, así horas interminables.
Por fin quedó vacía. La examinamos detenidamente: estaba llena de grietas por
donde había estado saliendo incesantemente el agua.
Pedimos la opinión
de Bustamante, uno de los plomeros que tanto nos habían ayudado en la
construcción de la casa y nos aconsejó tapizarla con pintura de piscina. Es
impermeable y taparía todas las grietas. Se trata de un líquido sumamente tóxico
que hay que diluir con tiner para que supere la condición espesa, casi sólida
que lo caracteriza. Pero Bustamante había trabajado muchas veces en estos
menesteres y sabría hacerlo. Casualmente este accidentado inconveniente había
ocurrido dos días antes de que se celebrara la fiesta del pueblo. Es el fin de
semana más próximo al once de febrero, día de la Virgen de Lourdes. En esos
días habían traído las máquinas de juegos para los niños: sillas voladoras,
carritos chocones, caballitos. Veías el espectáculo como si participaras de un cuento infantil. El
ambiente de un gran circo estaba frente
a nuestros ojos; era la feria anhelada, el
gusto por estar contentos y que el asueto fuera la consigna para todos.
En este país no se
concibe ninguna fiesta sin cohetes. Así que desde la madrugada mis perros
estaban desesperados con los cohetazos que lanzaban a granel desde la iglesia
del poblado. Hacia las ocho de la mañana se acercó Bustamante, uno de los
grandes promotores de la fiesta, que había adquirido el compromiso de pintarnos
la cisterna. Venía con un sobrino también experto en tinturas. Les abrí la
puerta y Bustamante me comentó que el chico se quedaría trabajando en la
cisterna: un agujero de concreto al que se introdujo con la ayuda de una
escalera que habíamos comprado para alcanzar los techos altos construidos años
atrás.
Me distraje durante
unos quince minutos. Había olvidado la comida de los perros. Fui a buscarlos, y
oí un lamento que salía de la cisterna: ¡muuummmumu! Lastimosamente alguien se
quejaba, con sonidos guturales que recordaba el grito de quien está muriendo. Sabía
que el sobrino de Bustamante estaba allí dentro y pensé que, a pesar de los
gritos angustiosos, el chico podría estar bromeando, estaba allí hacía quince
minutos, yo lo vi bajar las escaleras en perfectas condiciones físicas. Como
los gritos seguían me acerqué al agujero; me quedé pasmada con el espectáculo
que tenía frente a mis ojos: el chico estaba tirado en el suelo
completamente embadurnado de la pintura
azul. Sin poder si quiera incorporarse, seguía lanzado quejidos con la
desesperación de quien se sabe atrapado en ese lodazal de pintura que lo cubría
de pies a cabeza. Corrí a llamar a Bustamante que en ese momento venía en la
procesión con la que se inicia la fiesta
del poblado. Una procesión en la que, por supuesto, echan cohetes y además se encaminan
cantando canciones religiosas para ir rumbo a la iglesia. Prácticamente el
poblado entero estaba allí y todos pasaban muy cerca de nuestra casa. Mi voz
tenía el timbre de la urgencia y el hombre llegó de inmediato. Entró a la
cisterna y empezó también él a gritar: - Ayúdenme, me estoy intoxicando y no
puedo sacarlo. Ahora sí, necesitábamos a mucha más gente. Y esa gente llegó. El
poblado en pleno estaba en el jardín de nuestra casa, tratando de rescatar al
chico que seguía en el suelo y a su tío.
Con el esfuerzo de cuatro hombres lograron subir a los dos pero ya el chico
estaba prácticamente envenenado. Abría mucho los ojos, su mirada se perdía, blanca, desviada hacia
la nada. Todo su cuerpo estaba azul, así que las cuarenta y tantas personas que
lo rodeaban opinaban a la vez: que le trajera otro pantalón, el suyo se lo
habían quitado a jirones, que le dieran agua con azúcar, que no, que mejor una
coca cola. Corría yendo y viniendo de dentro de la casa a ese jardín lleno de
gente cuando ocurrió lo inevitable. Una mujer entró dando gritos salvajes. Era
la madre del chico que lo miraba y gritaba más y más. El chico empezaba a
recuperar el color del semblante muy lentamente; le costaba respirar y los
gritos de la madre acentuaban el tono trágico a la escena.
La llamada a la
ambulancia fue inevitable pero llevábamos más de media hora esperándola sin que
auto alguno se acercara. La desesperación se apoderaba de todos hasta que
decidimos tomar el control de lo que se convertía en un verdadero caos. Tomamos
el carro y nos fuimos con el chico, la mamá, el tío y el padre a un ambulatorio
en el que de inmediato lo atendieron con suero inyectado en la vena, oxígeno
para su pulmones intoxicados y la tranquilidad de estar acompañado de gente
experta que podría sacarlo de ese estado de letargo profundo.
La crisis se estaba
superando y nosotros podíamos regresar a casa. La novedad acentuaba nuestra
indignación: el chico tenía solo 16 años; si ese menor de edad no hubiera sido
escuchado cuando pasaba cerca de allí la tragedia se habría apoderado de nosotros
y seríamos responsables de su muerte. El final feliz llegó, el chico se
recuperó después de varios días de hospitalización, de un corte de pelo al cero
pues su cabeza seguía azul y de una reprimenda de nuestra parte para él y para
Bustamante que prefirió lanzar cohetes a cuidar el compromiso de un trabajo
delicado para un menor.
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