En estas tierras del altiplano mexicano un día
soleado es aquel en el que te rechinan los rayos del sol en la piel. No pasa
desapercibida la fuerza solar que imprime un entusiasmo diferente al estar en
la calle. Esa mañana salí con la motocicleta que usamos en la ciudad. Es
pequeña, delgada y absolutamente fiel a las directrices del motorizado que
tenga la fortuna de disponer de ella. Me acerqué a la gasolinería de la
esquina, a unos metros de casa. Esa, en concreto, tiene la ventaja de que
puedes accederla desde dos calles
paralelas: la calle de Lerdo y la de Hidalgo. Yo venía por la de Lerdo y
después tomaría la de Hidalgo para seguir rumbo a la universidad.
Las ciudades pequeñas tienen la ventaja de
convertir una actividad rutinaria y sumida en el anonimato en una visita
prácticamente familiar. El empleado de la gasolinería me saludó con entusiasmo
y me preguntó por la motito; casi en tono de reclamo me interrogaba que por qué no había pasado por allí desde
hacía unos días y cómo funcionaba el
vehículo. Charlas pequeñas pero llenas de afabilidad: nos conocemos, sabemos de
las nimiedades del otro, de quien no sé su nombre pero a quien he visto muchas,
muchas veces.
La visita llegaba a su fin porque ya la moto
estaba de nuevo llena del combustible. Me subí en ella cuando entra, casi
embistiéndome, una camioneta roja que se detiene frente a mí. Iban dos hombres
dentro de ella. El escenario estaba lleno de tipicismos: dos hombres con sombreros
de vaqueros, en una camioneta de carga gigante, con trastes por todos lados me
miraban con una sonrisa que tuve, desafortunadamente, que interpretar cargada de un aire de superioridad que no
permitía la duda. Encendí la motocicleta, aceleré un poco y esperé. El lugar en
el que estaban estos hombres eras justamente por donde yo debía salir para
acceder a la calle que me llevaría a la universidad, no había otra salida y
ellos estaban obstruyendo por completo la vía. Hablaban entre sí y sonreían;
signo este irrevocable de una negativa a mi necesidad de paso. Toqué la bocina levemente
pero seguían hablando y sonriendo entre ellos, como si no existiera la moto, y
mucho menos yo.
Ya con la adrenalina haciendo efecto en mi
cuerpo, decidí bajarme de la moto y acercarme a la puerta de la camioneta para,
abiertamente, pedirles paso. En el mejor de los tonos les dije que movieran un
poco la camioneta para salir de allí. Me sorprendió que el dueño de la
camioneta no era quien la conducía sino el que iba de acompañante, pues fue él
quien dio la respuesta de manera tajante: “Nosotros estamos en el lugar
correcto y usted entró a la gasolinería por el lado equivocado, ahí lo dice la
flecha”. El comentario me desconcertó porque siempre nos desplazábamos al lugar
por ambos lados y nunca había visto una flecha que indicara que estaba
haciéndolo erróneamente. El hombre además le indicó al otro: “No vayas a mover
la camioneta”. No quise responderle; me paralizó la situación y solo atiné a
regresar a mi moto. Sin embargo, ya no solo actuaba la adrenalina. El coraje estaba haciendo su efecto. Una mujer
sola va a hacer una operación tan sencilla como echar gasolina a su vehículo,
quiere retirarse de allí y llega un macho a decirle, no, por aquí no vas a
pasar porque no lo quiero yo, porque se me antojó así. Decidí sentarme a
esperar frente a la camioneta con la moto encendida.
Las sorpresas continuaban. El hombre subió
los vidrios, el chofer apagó la camioneta y ambos se bajaron y se dirigieron
unos metros adelante a tomarse un café en la tienda que estaba al frente. Mi
indignación ya había alcanzado los niveles más altos de tolerancia; creo que
estaba pálida, las piernas me temblaban. Sin embargo permanecí allí, quieta.
Pasaron unos ocho minutos cuando los vi regresar. El lugar se había llenado de
carros que tocaban bocina pidiendo acceso al combustible. El empleado que me
había atendido unos minutos antes con el entusiasmo de un vecino se tornó
huidizo; obviamente no quería intervenir en un pleito callejero que no había
propiciado. Pero sobre todo no deseaba caer en los caprichos de quien se siente
dueño de la situación como ocurría en ese momento. Aún así, al ver al vaquero
le dijo con un hilo de voz: “por qué no la deja pasar, ella llegó mucho antes
que usted…”. El hombre respondió insistiendo en que yo había entrado por el lado
incorrecto y que no se movería. La tensión subía el tono hasta que se asomó por
uno de los balcones de una oficina del piso superior un hombre que a todas
luces podría ser el administrador del recinto y llamó a gritos: “¿Por qué hay
tantos coches esperando? Muévanse y atiendan a los clientes”. Entonces llegó mi
turno: “Este señor no me deja pasar para salir de acá a pesar de habérselo
pedido varias veces”. El hombre de nuevo pretendía continuar con su argumento
de la flecha y le dije: “Es usted un majadero; no me deja pasar porque no le da
la gana”. Afortunadamente intervino el administrador diciendo: Señor, mueva su
camioneta para que la señora pase”. El tono de derrota se veía en el semblante
del macho vaquero que tuvo que pedirle a su chofer que moviera la camioneta. Di
las gracias al que se había convertido por azares en juez y salí de aquel lugar
con la sensación placentera de quien logró enfrentar y superar un acto de
machismo, injusto, cobarde, ruin.
Genial Plima!
ResponderEliminarMe imagino perfectamente el tamaño de su arrechera.
Hermoso ejercicio de catarsis además.
Plimo querido: En medio de la arrechera hubo triunfo femenino, que ya es ganancia. Acá hay muchos de esos patanes. Abrazos grandísimos.
ResponderEliminar